sábado, 31 de octubre de 2015

treehouseofhorror



ESPECIAL DE HALLOWEEN
(o: “arriba de mi casa (del árbol) con un rifle: Los Simpsons y las pesadillas del otro”)




Lo que más disfruté de Los Simpsons, siempre, fueron Las Casitas del Horror.
Incluso hoy, habiéndome aliado, luego de una feroz resistencia, a la línea de gente que argumenta que los amarillos “ya no son lo que eran, ya no son lo que eran”, sigo sin perderme esos especiales de Noche de Brujas y es entonces cuando tanto prejuicio acumulado parece evaporarse y me entrego a la visualización, quizás, con la misma algarabía con la que me entregaba de chico: esa soberbia del espectador póstumo, el que no juzga, el que disfruta lo que ve porque lo que está ahí ya tiene tu corazón entre sus manos y medio que estás jugado. El espectador póstumo está enamorado y punto. Le mienten en la cara, lo traicionan, le hacen guiños que no son para él. Y sin embargo sigue fiel, hermoso en su hidalguía, incluso más enamorado.

Luego, como todo en el amor, uno deja de creer en lo que, en definitiva, creó. A veces, la decepción deviene de otra arista: quizás descubrís que eso que creaste sabe que sos el creador y se sostiene de vos, con un vil artilugio de vampirismo que cuando te seca la sangre, cuando se vacían tus venas de sorpresa, te acerca un poco más al paradigma que se sucede por coherencia: el de crítico. Esa figura que todo aquel que aún sabe enamorarse (el que entendió que llegado ese punto sólo resta volver a creer en crear) siempre mantiene con un poco de culpa y vergüenza. Nadie está a la altura de hundir a sus primeros amores. Hacerlo es nefasto, es, en vistas de cómo nació todo, cómo nació el amor, estar negándose a si mismo.

Un espectador enamorado conserva en sí, le guste o no, un monumento al romanticismo más puro y esencial. A veces el monumento es abandonado, a veces se convierte en la tumba que recibe las flores más salvajes, a veces es un lindo lugar al que volver, una sombra que te cuida de tanto sol en tiempo presente. Pero está ahí, dentro de la demografía interna, sin dudas.

Como decía, Las Casitas del Horror siempre fueron, y son, mi cosa favorita de ese universo Springfield, sobre todo porque en esos especiales la serie sufría la transformación, le aullaba a la Luna, y su pretendido macrocosmos volvía a un manantial de reserva interna y se convertía en el micromundo que siempre había sido: un micromundo constituído con los valores más y menos nobles de esa vorágine llamada “cultura pop”. Si no eras seguidor de Los Simpsons no entendías el chiste detrás de que Flanders fuera el Diablo, por ejemplo. Los Simpsons mueren o sufren atroces transformaciones en Las Casitas del Horror: son universos alternativos cuyo drama está cargado en mirarte a los ojos, donde muchas veces no sólo se consume lo mismo que vos consumís, sino que todo es eso que vos consumiste. Ellos se relajan de una continuidad para revalorizar el conjunto de vulnerabilidades que los hicieron únicos y especiales (al punto de universales-vulnerables) en un primer momento.
No podemos imaginar un final para la que es la familia más famosa de toda una generación. Ellos tampoco. Pero nos regalaron un momento de sincericidio: “si todo termina, que sea yéndose al carajo”.

Punto aparte: ¿quiénes son “ellos”? ¿A quién me refiero con los “ellos” del “ellos tampoco”? Intento evocar al barro crudo de la empatía. Ese donde nos revolcamos todos, porque cuando terminás pensando en “ellos”, incluso en el “ellos” que nos traicionaron con esas cinco o seis últimas temporadas, es porque pensamos en un “nosotros”, donde, por dentro, nos subyugamos a un “yo”, el que puede decir, más allá de la empatía o no, que banca o no la incesante puesta en el aire de esos personajes que nos van a acompañar hasta el último de nuestros días, cuando, víctimas de un Alzheimer brutal, le digamos Bart a un hijo o cuando, elevados a la más preciosa de las iluminaciones, nos terminemos metiendo un crayón en la nariz, para despedirnos un poco más tontos, sin tanta mediocre contaminación racional.

Las Casitas del Horror siempre fueron un espacio de resistencia que entendió en el terror un lugar de escape definitivo. Y el terror llevado a la parodia giró sobre si mismo y el chiste funcionó, tanto como para descubrir que lo que más nos gustaba no era asustarnos, sino la idea de que una premisa simple derivara en consecuencias irreversibles. La segunda vuelta de tuerca fue que sí: todo era reversible. Lo que comenzaba como historias que los niños se cuentan y son escuchadas por un Homero que “imagina” todo,  termina siendo una trinchera donde, años tras años, sin justificación que quiebre el orden, puede suceder cualquier cosa.

Tres cosas a tener en cuenta: el título original de los episodios de Halloween de los Simpsons es “Treehouse of Horror”. “La Casita del Árbol del Horror”. Esto viene a colación porque cuando todo comienza (“Treehouse of Horror I”) el foco está puesto en Bart y Lisa contando historias en la referida casa del árbol. Los protagonistas de estás historias son los chicos. Los chicos son ese espectador enamorado del que ya se habló. Entonces, en las subsiguientes Casitas del Horror, ¿siempre estuvo implícita la idea de que visualizábamos a dos niños tratando de asustarse, jugando sin más, escondidos de sus padres? La narración como conductor se terminó abandonando, quizás ya dándose por sentada, en el “Treehouse of Horror IV”. 

Segundo: la primer Casita del Horror nos muestra a una Marge que, preocupada, rompe la cuarta pared y nos habla, diciéndonos que los niños deberían ser acostados para no visualizar lo que está por venir. Es la provocación perfecta, de manos de la madre perfecta. Madre que al final termina durmiendo junto al padre que, sugestionado por lo que acaban de contar sus hijos, luego de espiarlos, ve sus peores miedos vueltos realidad.  

  En otro par de ocasiones algún miembro de Los Simpsons intentó advertirnos de lo que veríamos… luego, la ficción se comió a la realidad de la ficción.

Por último: se hizo repetitiva en los especiales de Halloween  la secuencia inicial en la que podían verse lápidas cuyas inscripciones hacían alguna referencia cultural. En la primer Casita del Horror se ve la tumba de Paul McCartney, en honor a la famosa leyenda urbana del falso Paul. El chiste de las lápidas también fue abandonado, pero ya es tarde para que podamos escapar de entender que el cementerio falso que habita en las fantasías de Springfield es el mismo que tarde o temprano será hogar de aquella comunidad que llegamos a entender como propia, que nos creó mientras la creábamos, que luego creyó en nosotros mientras la descreíamos, que finalmente, cuchillo en la espalda, terminará descreyéndonos.

Quizás no exista mayor terror que el de observar nuestra propia eternidad víctima de nuestras propias pesadillas.

Feliz Casita del Horror para todos.



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