ESPECIAL DE
HALLOWEEN
(o: “arriba de mi casa (del árbol) con un rifle:
Los Simpsons y las pesadillas del otro”)
Lo que más disfruté de Los Simpsons, siempre,
fueron Las Casitas del Horror.
Incluso hoy, habiéndome aliado, luego de una
feroz resistencia, a la línea de gente que argumenta que los amarillos “ya no
son lo que eran, ya no son lo que eran”, sigo sin perderme esos especiales de
Noche de Brujas y es entonces cuando tanto prejuicio acumulado parece
evaporarse y me entrego a la visualización, quizás, con la misma algarabía con
la que me entregaba de chico: esa soberbia del espectador póstumo, el que no
juzga, el que disfruta lo que ve porque lo que está ahí ya tiene tu corazón
entre sus manos y medio que estás jugado. El espectador póstumo está enamorado
y punto. Le mienten en la cara, lo traicionan, le hacen guiños que no son para él.
Y sin embargo sigue fiel, hermoso en su hidalguía, incluso más enamorado.
Luego, como todo en el amor, uno deja de creer
en lo que, en definitiva, creó. A veces, la decepción deviene de otra arista:
quizás descubrís que eso que creaste sabe que sos el creador y se sostiene de
vos, con un vil artilugio de vampirismo que cuando te seca la sangre, cuando se
vacían tus venas de sorpresa, te acerca un poco más al paradigma que se sucede
por coherencia: el de crítico. Esa figura que todo aquel que aún sabe
enamorarse (el que entendió que llegado ese punto sólo resta volver a creer en
crear) siempre mantiene con un poco de culpa y vergüenza. Nadie está a la
altura de hundir a sus primeros amores. Hacerlo es nefasto, es, en vistas de cómo
nació todo, cómo nació el amor, estar negándose a si mismo.
Un espectador enamorado conserva en sí, le
guste o no, un monumento al romanticismo más puro y esencial. A veces el
monumento es abandonado, a veces se convierte en la tumba que recibe las flores
más salvajes, a veces es un lindo lugar al que volver, una sombra que te cuida
de tanto sol en tiempo presente. Pero está ahí, dentro de la demografía interna,
sin dudas.
Como decía, Las Casitas del Horror siempre fueron,
y son, mi cosa favorita de ese universo Springfield, sobre todo porque en esos
especiales la serie sufría la transformación, le aullaba a la Luna, y su
pretendido macrocosmos volvía a un manantial de reserva interna y se convertía
en el micromundo que siempre había sido: un micromundo constituído con los
valores más y menos nobles de esa vorágine llamada “cultura pop”. Si no eras
seguidor de Los Simpsons no entendías el chiste detrás de que Flanders fuera el
Diablo, por ejemplo. Los Simpsons mueren o sufren atroces transformaciones en
Las Casitas del Horror: son universos alternativos cuyo drama está cargado en mirarte
a los ojos, donde muchas veces no sólo se consume lo mismo que vos consumís,
sino que todo es eso que vos
consumiste. Ellos se relajan de una continuidad para revalorizar el conjunto de
vulnerabilidades que los hicieron únicos y especiales (al punto de universales-vulnerables)
en un primer momento.
No podemos imaginar un final para la que es la
familia más famosa de toda una generación. Ellos tampoco. Pero nos regalaron un
momento de sincericidio: “si todo termina, que sea yéndose al carajo”.
Punto aparte: ¿quiénes son “ellos”? ¿A quién me
refiero con los “ellos” del “ellos tampoco”? Intento evocar al barro crudo de
la empatía. Ese donde nos revolcamos todos, porque cuando terminás pensando en “ellos”,
incluso en el “ellos” que nos traicionaron con esas cinco o seis últimas
temporadas, es porque pensamos en un “nosotros”, donde, por dentro, nos
subyugamos a un “yo”, el que puede decir, más allá de la empatía o no, que
banca o no la incesante puesta en el aire de esos personajes que nos van a
acompañar hasta el último de nuestros días, cuando, víctimas de un Alzheimer
brutal, le digamos Bart a un hijo o cuando, elevados a la más preciosa de las
iluminaciones, nos terminemos metiendo un crayón en la nariz, para despedirnos
un poco más tontos, sin tanta mediocre contaminación racional.
Las Casitas del Horror siempre fueron un
espacio de resistencia que entendió en el terror un lugar de escape definitivo.
Y el terror llevado a la parodia giró sobre si mismo y el chiste funcionó,
tanto como para descubrir que lo que más nos gustaba no era asustarnos, sino la
idea de que una premisa simple derivara en consecuencias irreversibles. La
segunda vuelta de tuerca fue que sí: todo era reversible. Lo que comenzaba como
historias que los niños se cuentan y son escuchadas por un Homero que “imagina”
todo, termina siendo una trinchera donde,
años tras años, sin justificación que quiebre el orden, puede suceder cualquier
cosa.
Tres cosas a tener en cuenta: el título
original de los episodios de Halloween de los Simpsons es “Treehouse of Horror”.
“La Casita del Árbol del Horror”. Esto
viene a colación porque cuando todo comienza (“Treehouse of Horror I”) el foco
está puesto en Bart y Lisa contando historias en la referida casa del árbol. Los
protagonistas de estás historias son los chicos. Los chicos son ese espectador
enamorado del que ya se habló. Entonces, en las subsiguientes Casitas del
Horror, ¿siempre estuvo implícita la idea de que visualizábamos a dos niños
tratando de asustarse, jugando sin más, escondidos de sus padres? La narración
como conductor se terminó abandonando, quizás ya dándose por sentada, en el “Treehouse
of Horror IV”.
Segundo: la primer Casita del Horror nos muestra a una Marge que, preocupada, rompe la cuarta pared y nos habla, diciéndonos que los niños deberían ser acostados para no visualizar lo que está por venir. Es la provocación perfecta, de manos de la madre perfecta. Madre que al final termina durmiendo junto al padre que, sugestionado por lo que acaban de contar sus hijos, luego de espiarlos, ve sus peores miedos vueltos realidad.
Segundo: la primer Casita del Horror nos muestra a una Marge que, preocupada, rompe la cuarta pared y nos habla, diciéndonos que los niños deberían ser acostados para no visualizar lo que está por venir. Es la provocación perfecta, de manos de la madre perfecta. Madre que al final termina durmiendo junto al padre que, sugestionado por lo que acaban de contar sus hijos, luego de espiarlos, ve sus peores miedos vueltos realidad.
En otro
par de ocasiones algún miembro de Los Simpsons intentó advertirnos de lo que
veríamos… luego, la ficción se comió a la realidad de la ficción.
Por último: se hizo repetitiva en los
especiales de Halloween la secuencia
inicial en la que podían verse lápidas cuyas inscripciones hacían alguna
referencia cultural. En la primer Casita del Horror se ve la tumba de Paul
McCartney, en honor a la famosa leyenda urbana del falso Paul. El chiste de las
lápidas también fue abandonado, pero ya es tarde para que podamos escapar de
entender que el cementerio falso que habita en las fantasías de Springfield es
el mismo que tarde o temprano será hogar de aquella comunidad que llegamos a
entender como propia, que nos creó mientras la creábamos, que luego creyó en
nosotros mientras la descreíamos, que finalmente, cuchillo en la espalda,
terminará descreyéndonos.
Quizás no exista mayor terror que el de
observar nuestra propia eternidad víctima de nuestras propias pesadillas.
Feliz Casita del Horror para todos.
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