AXIS MUNDI
No hay ninguna duda de que existe el más allá. Sin embargo, hay que
preguntarse a qué distancia se encuentra del centro de la ciudad y hasta qué
hora está abierto.
Woody Allen
***
Nos conocimos de un modo particular,
en una de esas correspondencias que genera el universo cuando se distrae o mira
para otro lado sólo para darte una tregua. O quizás sean las correspondencias
que genera cuando mejor conspira, no sé. Sí reafirmo que fue particular y no
creo que haya discusión al respecto. Después de todo, no va a faltar quien
afirme que todo es particular.
Nos conocimos, para ser más exactos,
cuando yo me escapaba del cumpleaños de mi ex, perseguido por una turba
iracunda conformada por amigos, familiares, conocidos y oportunistas varios que
decidieron que no había sido de buen gusto mi llegada al lugar de festejo;
mucho menos mi regalo. Por sobre todo mi regalo.
Él estaba parado en una esquina, con
la cabeza algo ladeada hacia la derecha, los brazos caídos al costado, la mano
izquierda completamente roja y una lata de aerosol entre sus dedos, detalle que
hizo que confundiera sincronicidad con empatía o empatía con sincronicidad,
porque sea cual sea el caso las dos cosas estuvieron presentes y ninguna estuvo
de más.
Lo vi acercarse rápido, con lo que
quiero decir que yo me acercaba a gran velocidad. Mis pasos despertaban ecos
que iban y venían desesperados, de punta a punta, rebotando entre palos de luz
encorvados por las tempestades de los últimos tiempos, paredes de ladrillo en
las que aún se veían los restos de afiches de recis ya olvidados y ventanas
cerradas y orgullosas que jugaban a ser el baúl de los tesoros dentro de una
fantasía donde los piratas siempre son los padres disfrazados; ecos rebotando
en cada grieta de cada árbol, convirtiéndose en la descompasada banda sonora de
mi fuga, una fuga que significó, en su resonancia, la renuncia de mi ser a
quedarse con algo para recordar ahora que todo estaba dicho: ahora que el
regalo definitivo había llegado al destinatario correcto yo perdía la capacidad
de resolverme por un veredicto que me postulara como héroe o villano o mártir
manipulador y pude concluir que poder salir con vida era lo único que me
interesaba de la tonta revancha que tan carente de sentido era sin una
biografía del desastre que justificara sus extremismos pasionales y románticos.
Me giré para ver si estaban cerca,
un poco asustado por el buen estado que había demostrado el pariente-amigo-vaya
uno a saber qué de esa chica que en mi cabeza, a esas alturas, ya estaba hecha
del mismo material que están hechos los sueños, o los ecos, y que, en la
segunda cuadra, había estado casi pisándome los talones. Después, un poco por
ausencia de resistencia por parte de mi persecutor más audaz, un poco por la
suicida estrategia de cruzar una avenida de cuatro carriles sin ni siquiera
mirar, había logrado una distancia más que digna, luego había doblado en cada
esquina, había obviado los caminos rectos para despistar, y, recién cuando mi
propia resistencia comenzó a oscilar, fue que miré hacia atrás, como decía, al
tiempo también que se desprendía de mí otro sueño u otro eco, uno que hablaba
de una traición que me tenía como víctima, una traición salada como mi
abundante transpiración y que logré quitarme de encima, junto con lo que podía
quedar del amor, pasándome el antebrazo por la frente, con fastidio rotundo pero
simulando desinterés: un acto reflejo fingido, todo un funeral en si mismo.
Para mi alivio, para alivio de mi
corazón que acusaba con espasmos enérgicos de reproche mis años de inactividad
física, no vi a nadie. El previo miedo a ser atrapado dio lugar a una inyección
de adrenalina que se disfrazó de triunfo y optimismo y largué una carcajada
mientras volvía mi cabeza al frente.
Entonces sólo me quedó un segundo.
Porque yo lo había visto, sí, lo había visto mirando con cara de idiota lo que
tenía en frente, pero había supuesto que él me escucharía, que él me miraría,
se aterraría por ver a un desquiciado perturbando la serenidad nocturna y se
haría a un costado, quizás hasta dramatizando, y se revolcaría en el césped,
para luego ver, boquiabierto, mi espalda ya perdiéndose bajo la luminiscencia
del último farol de la cuadra y hasta podría elegir entre putearme o no, si
total yo no tendría modo de escucharlo y, de hacerlo, poco me podía importar,
si éramos, después de todo, sólo dos desconocidos.
Lo que no tuve en cuenta fue que él
estaba en su propio clímax y, así como yo había supuesto que él se correría por
la influencia de mi ególatra cosmos, él, del mismo modo, había dado por sentado
que nada ni nadie se entrometería en su reflexión final, mientras observaba lo
que había escrito, con letras un poco aniñadas, sobre la pared de la iglesia.
Cuando vi que se trataba de la
iglesia, una iglesia de barrio que si bien era como tantas otras, de esas con
poco presupuesto y olor infinito a desesperanza y humedad, no era, ni por
asomo, una más del montón, supe que aquello tenía sentido, sobretodo porque no
me quedaba nada de lo que desprenderme y me dije que entre una declaración de
amor y el máximo de los reproches no hay nada de diferencia, más si se usa
pintura roja, que es un color que hace suspirar a los enamorados y saca de
quicio al resto del mundo, más si se usa al tipo más solitario del universo
como padrino vandalizado, y, consciente de que era tarde para detenerme, me
entregué al encuentro cercano con su hombro, con el hombro del otro, y todo se
me puso negro y todo brilló, como en una explosión, como un meteorito cuyo
impacto acaba con la existencia pero deja en la retina de la conciencia del
todo la cicatriz de su estela violeta, palpitando, por los siglos de los
siglos.
En el piso nos miramos confundidos
el tiempo suficiente como para que ninguno de los dos aprendiera nada del otro.
Después las corridas interrumpieron las posibles palabras que nos podríamos
haber dicho para evitarnos algunas cosas o para ganar otras y, por culpa de la
culpa, él se levantó y huyó, como siempre, para completar otra vuelta, seguido
de cerca por un montón de personas que me obviaron, ahí en la sombra como
estaba. Cuando todo volvió a tranquilizarse, cuando no fueron él y los otros
más que un grupo de fantasmas, la escuché:
-¿Estás bien?
Nunca había escuchado esa voz, ya no, pero no
tuve que girarme para saber quién hablaba. Tampoco tuve que girarme para saber
que ella estaría asomada a la ventana del segundo piso del edificio que estaba
frente a la iglesia: había averiguado, tras seguirla en un acto impulsivo que
en realidad había conllevado semanas de planificación, como planificación había
conllevado todo el asunto del graffiti, que ella, la chica que veía todas las
mañanas al tomarme el colectivo, vivía allí.
Por fin iba a poder limar las
asperezas de la distancia que une a los cuerpos que no saben cómo romper el
silencio y ya no la valentía-cobardía de empezarlo una y otra vez en mi cabeza,
donde rápido todo fluía y hasta nos cansábamos de estar juntos. Me giré y me
dejé absorber por sus pupilas.
-Hola –exclamé, sonriente, olvidando
mi agitación, mientras levantaba la mano derecha, la que estaba manchada de
pintura-. Ya sé que no nos conocemos… pero tengo un regalo para vos.
Y me hice a un lado, para que viera
lo que había escrito.
Y así, más o menos, ocurrió el
milagro.
Seguíamos muriendo y resucitando.
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