lunes, 25 de abril de 2016

sympathy for the devil

EL SORPRENDENTE 21 DE DICIEMBRE DE UN AÑO CUALQUIERA


Nosotros éramos el último vehículo de la caravana. Manejaba papá, es decir, el hijo del hombre que encabezaba la marcha, el hombre que ya no volvería a conducir su viejo coche que, en algún momento, no había sido viejo. Cada cosa define al todo. O el todo es todo a tal nivel que las definiciones  no existen: siempre va a existir un accidente, siempre el mundo será novedoso y repetitivo llegado el momento. ¿En qué parte de la ruta te deja poder pensarlo así? Es algo que no sé. No sé todavía o no sabré nunca. Es imposible saber qué pensamiento se puede volver permanente, por eso los pensamientos son peligrosos. Lo que sí sé con certeza es que esa mañana mamá, papá y yo éramos los últimos de la caravana. Yo iba en el asiento trasero, como en los eneros de antaño, cuando recorríamos ciudades turísticas gastadas, cuando el siempre potencial divorcio de mis progenitores no me aterrorizaba pero me causaba un deslumbrante insomnio, en camas ajenas, en habitaciones impersonales, en la tristeza esperanzadora de otro lugar… no extrañar pero querer volver: la línea rítmica de mi adolescencia.
La diferencia residía en que ya no contaba con 12 años. Había pasado más de una década. Muchas cosas habían cambiado, pero para esta historia es suficiente con que diga que algo seguía igual: a los 25 yo seguía sin auto propio. Así que ahí estaba: la muerte de mi abuelo me había vuelto más pequeño. Incluso el “me parece muy desubicado que tu hermano con esa cualquiera con la que está ahora vaya adelante nuestro” de mamá hacia papá podía intercambiarse por el mítico “¿te diste cuenta o no te diste cuenta de que esas playas están cada vez en peores condiciones?”. La cara inevitable del futuro (la ausencia) era, de pronto, la cara mamarrachada del pasado. El presente siempre es una foto. Toda foto se convierte en un dibujo. Todo dibujo esconde una pregunta: “¿qué ves vos acá?”.
Toda pregunta es un disfraz para la intuición más retorcida. Presente, otra vez. Y seguimos eternizando.
Atravesábamos la autopista, rumbo a un cementerio privado que despertaba mis sospechas impronunciadas sobre los deseos de mi, es momento de decirlo, desconocido (otra característica del presente visto en retrospectiva) abuelo. Mientras la playa y la arena se mezclaban con la imagen de la cualquiera a la que seguro nunca llegaría a llamar tía, centré mi vista en los automóviles que nos pasaban por el carril izquierdo, con los bocinazos atragantados en una parodia de respeto. Entonces la vi. Una camioneta de última generación, vidrios polarizados, alta, más negra que nuestra negra y alargada locomotora, la que encabezaba el ritual, la que llevaba un muerto en su parte trasera. La camioneta, a diferencia del resto, no se apresuró en adelantarse. Se mantuvo a pocos metros por delante nuestro. Queda explícito, tras la declaración de que viajaba con mis padres, que la anatomía de esa camioneta, su aerodinámica, su exhibición de progreso automotor, me causaba una natural indiferencia. Por eso me fijé en su patente, que supongo que es lo que hacen los que, aún ajenos, no quieren o no pueden desprenderse de los detalles. Si no somos testigos no somos nada. Algo hay que robar. Mirar una patente es lo primero que suelen hacer los niños, soy consciente. También lo hacen los adictos, los obsesivos y los dementes, no sé si te pusiste a pensarlo.
Las vacaciones en locales de videojuegos, con dolor y emocionado. Las vacaciones y mi abuelo en su casa, esa que tenía una enorme cruz de bronce sobre la cama. Las vacaciones y el enamoramiento inminente de cualquier rostro que se repitiese. La observación más adulta y pretenciosa, una vez que esa cama se convirtiera en su reposo flácido, esquelético y agonizante, de que el crucifijo era, quizás, el único testigo aún con memoria de esa noche inimaginable que diera origen a mi padre. Las vacaciones y la sensación de un plan enorme, inmenso; todas las noches sorprendentes y, rápido, muy iguales. Mi abuelo y su mirada vacía de tan lejana. La sensación que produce saber que esas sábanas las tocaron otros cuerpos. La ausencia de explicación.
Mis deseos tontos y apresurados de querer morirme. Mi abuelo enfermo.
Yo vivo. 
La ausencia de un conductor.
Antes de que la camioneta por fin acelerara pude pensar que mi abuelo, quizás, no había sido una buena persona. Todos nos vamos por un tiempo. Todos pensamos cosas que nos avergüenzan.
Maneja papá. Un mañana certero pero imposible. Nunca me quise ir. De acá o de allá.
“No me importa volver”.
“Espero poder volver”.
Mi abuelo y yo, atrás. Mi abuelo en el presente, yo saltándome las generaciones intermedias.
El verano y los funerales.
La patente y tres números. 
Creer o reventar, dicen algunos.
La autopista sólo tiene dos carriles.
La vi alejarse y entendí el chiste, ninguna otra cosa. La vi alejarse y fui niño, adicto, obsesivo, demente. Un poco más escéptico.
El verano y la incertidumbre, siempre la sagrada y hermosa culpa.
El verano y la inmortalidad.
La patente y tres números. Presente, hoy. La marea creciendo en las noches, incontenible, más allá de las piedras. Algo habremos ganado en esas camas, en cuartos de todos y de nadie.
La patente y tres números.   
666”.

Con vos, confieso, pensé en mí.



martes, 12 de abril de 2016

Como Uma Thurman en Pulp Fiction.

LA PEOR HISTORIA DE AMOR DE TODOS LOS TIEMPOS




***


El fin de semana salí a dar una vuelta. La noche del sábado, que en realidad calificaba como primeras horas de domingo, para ser más exactos, en ese momento en el que se supone que hay muchas cosas ocurriendo en simultáneo, cuando las redes sociales se llenan de mensajes cifrados por la borrachera, cuando la electricidad en el aire habla de una soledad y una libertad iguales de póstumas.
Estoy solo un sábado a la noche por la misma razón que mucha gente sale a chocar su existir con el de muchos otros en un espacio sincrónico con un tecno-pulso particular. Creo que más o menos es lo mismo, la misma sensación, el mismo poder, la misma vulnerabilidad.
Pensaba eso mientras cerraba la puerta de casa, casi a las tres de la mañana, un sábado, principio de domingo. El silencio de la cuadra fue suavemente surfeado por el motor de una moto que, a unas cuántas cuadras, cortaba la ciudad de norte a sur. Un posible repartidor de alcohol y frula. Todo mágico y mundano. Todo un secreto brillante. Un ronroneo perdido en la finitud de la existencia.
Guardé las llaves y salí a dar una vuelta sin sospechar lo que iba a terminar encontrando.  

Sólo dar una vuelta. Un impulso torpe, un impulso jovial. Me recordé a mi mismo que aún no estoy tan viejo como para creer en la inteligencia.
Me dolía la cabeza, había pasado todo el día encerrado, no había podido conciliarme conmigo. Llevo semanas sintiendo que no sé cómo buscar lo que me falta, pero saboreando, de modo inexorable, esa conclusión, que siempre llega con el insomnio: “no estoy conciliado conmigo”. Todas las lunas iguales: siempre suspirando un desencanto después de horas solares corriendo sonriente tras el brillo. Después dos yo mirándose a la cara, un atardecer en el alma. Y el primero, el feliz, queda solo, y el segundo, el triste, se pone dueño. A veces pienso que no soy el primero ni el segundo: soy el ocaso propiamente dicho. Un momento. Un momento de mirarse a los ojos. Sin concilio.
No supe si el triste estaba jugando su última carta o si el feliz había madrugado. No me lo pregunté. Sólo quería dar una vuelta.
Y justo cuando todo parecía sin sorpresas me di cuenta de que las cosas no estaban del todo bien.  

El cielo parecía más bajo que de costumbre, como cansado o como si quisiera llamar la atención, tan a mano que parecía estúpido no estirar el brazo para cometer la estupidez de intentar alcanzar lo inalcanzable. Como si el control de los astros hubiera estado más afilado que de costumbre, como si sus lásers de puntos rojos clavaran ya sin rodeos su mira en la arquitectura matemática de la ciudad para transformar todo en un vacío surcado por líneas en horizontal y vertical, como si todo fuera una ficción, un plano superpuesto sobre la basura, el frío, las hojas que empezaban a caer.
Con las estrellas susurrando detrás de mí vi todo un mapa que inmediatamente se duplicó en significados: ¿un tesoro perseguido por valientes piratas? ¿la tierra prometida para un grupo de conquistadores? ¿el refugio de miles de olvidados?
No sé cuántas veces doblé, no recuerdo si pasé por la casa de la vieja que sale a hacer compras con un casco de motociclista Easy Raider o si pasé por el caserón que desde que me mudé al barrio está vacío y con un cartel de “en venta” oxidado y carcomido. Sé que empecé a apurar el paso, porque tanto susurro me paranoiqueó, porque tanto destino flotando detrás me asustó, porque tanto hambre me hizo sentir desnudo, carne para los lobos, presa de un chiste fácil.
¿Y si me roban? ¿Y si me matan? ¿y si alguien que pensaba que su salida había sido un fracaso me ve y me confunde con un regalo de la divinidad y me viola y me corta en pedacitos y me deja tirado al costado de un árbol, para que me olisqueen los gatos, me coman los perros, me encuentren dos policías aburridos turno matutino?
¿Por qué estoy caminando a ésta hora, ahora?
En esos divagues transitaba, cuando volví a doblar en una esquina y casi me la llevo puesta.

Lo primero que me pasó al verla fue recordar lo que habíamos hablado el viernes.
Yo había dicho: “Hablemos, ya no quiero esto… me termino sintiendo un esclavo… puede ser que no sea tu culpa… pero cuando algo me molesta me siento un esclavo… es el trauma eterno del explotado, sí. Hablemos. Ya fue. No lo banco más”. Ella apenas me había dirigido la mirada: “Mirá… ¿lo podemos hablar el lunes? El lunes te escucho todo lo que quieras… ahora estoy ocupada… muy. ¿Te parece que no cumplo tus expectativas? Listo. Divertite. Olvidate de mí por un rato. ¿Qué querés que te diga? Hacé de cuenta que no existo y chau”.  Recuerdo que sentí el calor del reproche encendido en mis mejillas. Recuerdo que dije: “Bueno. Gracias”. “Cuidate, Mati”.
“Vos también”, había concluido, sólo para decir algo.
Me había ido, al final, sin suficiente resignación, sin suficiente empatía.
Asustado, pero asustado bajo la corteza. Abandonado, más preso.
Me había ido hacia mi futuro, esa esquina, esa madrugada… ella otra vez.

Me acerqué despacio, eché una mirada alrededor. Los pasos que nos separaron fueron los últimos metros que el mundo giró hasta por fin detenerse. Las estrellas volvieron a alejarse, lo estático, rápido, se convirtió en cartón, en escenografía: casas y casas que sólo eran fachada, que estaban sostenidas por tirantes ya podridos que no tardarían en romperse para dejar a la vista lo inevitable: adentro no existe. Adentro no existe porque siempre estamos afuera, siempre estamos al descubierto.
Me metí las manos en los bolsillos y cuando hablé lo hice mirando al piso, para que ella no se sintiera acusada por mis pupilas, que no se sintiera mal si se me escapaba un gesto que denotara lástima.
-¿Estás bien?
Se tomó su tiempo para responder. La pude presentir tomándose de la pared para girar sobre sí, la pude presentir con la cabeza pesada, mirándome no de arriba a abajo, sino que de modo circular. Me imaginé triplicado desde su subjetiva. Me vi desenfocado. Me vi deshacerme en ecos. Ecos luminosos. Fantasmas. Me vi convirtiéndome en todos esos espíritus que habitan mis rincones embrujados. ¿Y debajo de todas las presencias transparentes? Me di cuenta en ese momento de que lo único que puede guardar un fantasma es a otro fantasma, que no hay otra cosa tras los fantasmas, que está todo dicho cuando hay un fantasma en la historia. Estás viendo a través de él. Si no olvidáramos que estamos viendo a través de fantasmas las cosas serían más fáciles, no existiría la extorsión, las expectativas, la esperanza.
-Mirá… no sé qué querés… Pero no me vas a poder robar nada porque no tengo nada… Nada tengo, ¿me escuchás? Además, si te acercás me puedo poner a gritar y… -una pausa-. ¿Qué hacés vos acá?
Volví a suspirar y centré mi atención en la pared que ella había estado usando para sostenerse. Esa frontera falsa. Toqué los ladrillos. Sentí el frío de la muerte: carteles de políticos vandalizados, afiches de recitales que habían ocurrido hacía mucho tiempo, publicidades con rostros de actores que probablemente estén en la miseria en la actualidad, papelitos con minas semidesnudas… todo moco, chicle, guasca. La luz mortecina y enfermiza de un farol de calle sacaba brillos a lo áspero, a lo opaco, a lo nada.
Me dolió que tardara tanto en reconocerme.
-Habíamos quedado en que hablábamos el lunes…
-¿Te pensás que te estuve siguiendo?
-¿Qué hacés acá? -insistió.
Bajé la vista hasta sus pies. Tenía las zapatillas vomitadas. Me dieron nauseas.
-Pensé que ibas a estar muy ocupada, pensé que…
No supe cómo seguir. Negué con la cabeza y pasé por su lado, procurando no levantar la vista, procurando no tocarla. Pude oler la desesperación, la transpiración atrapada, la urgencia febril… pero también pude oler otra cosa.  Pude oler la descomposición de la que está hecha la inmortalidad. Pude oler la tierra viva, llena de gusanos, que se sacude dando forma a todos los sueños esculpidos en barro.
Las náuseas crecieron y aceleré mi andar, confundido, enojado por la vuelta que había significado dar una vuelta. Aceleré mi andar porque no quería seguir sintiendo la tentación de cruzarme con sus facciones desencajadas… ¿qué tan rojos o desorbitados estarían sus ojos? ¿qué tan gigantes o inexistentes serían sus pupilas? ¿cuánto se abriría su boca? ¿cuán deformada estaría toda ella?
¿Estarán ya los gusanos a flor de piel?
-Mati… -su voz era quebradiza. Palabras que salían y se caían muertas, palabras que salían y se elevaban, salvajes. Palabras que se apilaban, formando algo entre nosotros. Un muro de contención. Una despedida. Otra vez.
Me detuve, sin girarme.
-¿Qué pasa?
-Si alguien me pregunta voy a negar todo… voy a decir que el que estaba quebrado, borracho y drogado eras vos. Posta.
Me encogí de hombros.
-Hacé lo que quieras. En casa hay un montón de birras y porro. Te van a creer.
Me alejé, más arrepentido que épico.

Hoy es lunes y ella aún no regresó.
Siempre me asustó pensar en qué podía pasar si un día decidía no volver. Ahora está pasando y no parece tan terrible. Puede que se trate de vergüenza o venganza. La mayoría de las cosas se reducen a eso. O puede ser que se trate de algo más profundo. Puede ser que tarde o temprano reaparezca y me de las explicaciones necesarias. O es probable que no vuelva porque sabe que voy a pedirle explicaciones. Y puede ser que no existan. O no sean necesarias.
Sigo sin conciliarme, pero ahora, a veces, entre mis yo y yo logramos habitar la misma habitación y somos tres.
Volví a llenar la heladera de cervezas y volví a llamar al tipo que me vende drogas. Repito la escena del crimen, todo es sábado, todo es madrugada de domingo. Todo ya pasó y está por llegar. Todo es la Realidad y yo, cruzándonos de modo azaroso, viviendo la peor historia de amor de todos los tiempos, culpándonos mutuamente de todo.


viernes, 1 de abril de 2016

1 de Abril

¡BATMAN VS SUPERMAN!
¡Crítica definitiva!

***



*

Estimado e ingenuo lector, usted ha sido… ¡estafado! ¡Ha sido víctima de un engaño!

Claro que también podemos ver el otro lado de la moneda, podemos ver lo mismo del mismo modo que lo ve el espejo, y podríamos concluir que usted, lector, ¡sólo ha sido el objetivo de una simple, inofensiva e insignificante broma! ¡Sí! ¡Porque aquí no hay ninguna crítica (¡y mucho menos una definitiva!) de Batman vs Superman! ¡Feliz April Fools´ Day, lector!

¿Eh?

¿Cómo? ¿No sabe lo que es el April Fools´ Day? Es como el Día de los Inocentes y se festeja en algunos países en esta época porque… Bah. No tiene sentido.

Ahora siento, mal predispuesto e ignorante lector, que sí, que lo estafé. Pero en el mal sentido. Si usted no sabe que hoy es el día de los inocentes, mi inocente broma no es más que un sin sentido. Ahora me siento en la obligación de enmendar las cosas… pero no… ¡No piense que voy a gastar mi tiempo escribiendo sobre esa estúpida y sensual película! No. No voy a hacerlo por mucho que usted esté ansioso de seguir leyendo cómo algunos la destruyen con un odio infantil al tiempo que otros, adictos al crack cultural, la aplauden de pie y babeando. No. No quiero actuar como un niño ni como un drogadicto…

Pero sí puedo acceder a hacer algunas observaciones sobre otra historia del ancestral encapuchado… Una que casualmente sucede un primero de Abril. En Gotham, por supuesto, más precisamente en el Arkham Asylum.

Bien. Déjeme tomar aire.
Uf. Y pensar que sólo quería divertirme…

En fin... sígame, lector. Es por acá.

***
DESDE AFUERA

La década del 80 llegaba a su fin, los 90s estaban en la puerta. Frank Miller y Alan Moore habían sentado las bases para un universo de superhéroes mucho más realista. Un universo politizado, adulto, áspero, de maduración pesimista y tono lúgubre. La solemnidad de los héroes pedía altura. Ya no eran los ojos de los niños elevándose para mirar pasar al tipo de traje colorinche. Ahora eran los ojos de los héroes puestos sobre nosotros. Una mirada seria, de esas que tácitamente conllevan un movimiento de negación con la cabeza, algo que suele indicar desencanto. Los superhéroes se desencantaban, cosa que tenía a todos muy preocupados. Entendiendo que la sesuda tarea de entender a los superhéroes en estas condiciones no era del todo atractiva, el escocés Grant Morrison, que ya se ganaba la vida como guionista luego de soltar, como quien no quiere la cosa, títulos como Animal Man y la Doom Patrol (tranqui, 120), tuvo la idea de, otra vez, llevar las cosas a otro nivel. Fue entonces cuando nació Arkham Asylum: A serious House on Serious Earth (1989), que fue ilustrada por un genial Dave McKean y tiene la particularidad de ser (de nuevo, tranqui 240) la novela gráfica original más vendida de todos los tiempos.  

*

Así lo describe el mismísimo Morrison en Supergods: “…yo decidí plantar mi bandera en el mundo de los sueños, de la escritura automática, de las visiones y la magia. Arkham Asylum iba a ser denso, simbólico, interior, una respuesta intencionada a la corriente predominante de realismo hollywoodiense. Nuestra historia nos permitiría explorar un ícono estadounidense de una manera hierática, llena de alusiones y deliberadamente no estadounidense. Era una historia de dementes y marginados, una historia que no se desarrollaba en el mundo real, sino en una mente, en la mente de Batman, nuestra mente colectiva.”

El tan mencionado Arkham Asylum no es más que el hospital psiquiátrico que tiene la ardua misión de contener en su interior a los dementes de la ciudad que Batman custodia. Allí van a parar esas mentes enfermas que el hombre murciélago captura. Allí la locura no tiene un fin, sino que todo lo contrario: allí la locura se multiplica al tiempo que se vuelve fractal de si misma. Todo se hunde y todo se eleva, todo se vuelve mundano y celestial en partes idénticas: Arkham Asylum posee una arquitectura particular, desobediente, espejada, infinita.

Entremos.


***
DESDE ADENTRO

1 de Abril. Los internos del Arkham Asylum toman el psiquiátrico. Ya extorsionaron al personal policial, amenazando con asesinar a los internos que quedaron de rehenes. Ya se divirtieron y es hora de hacer un último pedido: que entre Batman. “Te queremos a ti, aquí con nosotros en el manicomio… donde perteneces”, dice el Joker en la línea telefónica. Batman accede al pedido para luego hacer una confesión a Gordon: “Batman no le teme a nada. Pero yo sí tengo miedo. Temo que Joker tenga razón respecto a mí. A veces yo cuestiono la racionalidad de mis actos y temo que al atravesar las rejas de ese asilo, cuando entre a Arkham y las puertas se cierren tras de mí… sea como llegar a casa”.

Bienvenido.

*

Bruce Wayne es vulnerable. Bruce Wayne le teme a la locura. Bruce Wayne está atrapado por sus actos, como si hacer lo que hace no fuera lo que desea, sino lo que sucede. Como si no fuera dueño de ese ser oscuro que, como él dice, no le teme a nada. Bruce Wayne no va a aparecer sin su disfraz en toda la historia (excepto cuando lo vemos de niño) pero sin embargo sabemos que está ahí, incómodo, asustado, debatiéndose entre las garras de su propia creación. Porque el monstruo acude al llamado, pero la experiencia es para el hombre… las respuestas las necesita ese que tiene que saber si lo que hace tiene sentido, ese que tiene que aprender que a veces todo es un poco más casual, que no es necesario que todo tenga una consecuencia. O quizás sea que el sentido es tan elevado que es imposible siquiera intentar entenderlo. Así se retira el hombre de la aventura, confundido y abatido, sin saber si le jugaron una broma realmente pesada o si acaba de reír último y mejor.

El monstruo, sin embargo, sale victorioso, porque al monstruo le alcanza con sobrevivir. Con seguir siendo un futuro anclado al pasado.

*

La historia de Batman es puesta en paralelo con la historia de Amadeus Arkham, el fundador del asilo en cuestión. Amadeus es un personaje quebrado que, de niño, luego de la muerte de su padre, tiene que hacerse cargo de su madre, una mujer que, tal como describe en sus diarios: “ha vuelto a nacer, en otro mundo. Un mundo de presagios y señales insondables. De terror y magia. Y símbolos misteriosos”. Hablamos, claro, del mundo de la locura.

Desde pequeño, el bueno de Amadeus tiene que lidiar con la locura ajena, con la soledad. ¿Qué es la locura ajena? ¿Qué es la soledad? ¿Existe la locura ajena en la soledad? ¿Qué es el otro? ¿Se puede habitar un otro? Amadeus no termina eligiendo las capas ni los calzoncillos sobre los pantalones… Amadeus vive en otro traje. En su madre. Amadeus, de mayor, estudia la locura, convierte la casa de su madre en Arkham, se dedica a una causa noble… Amadeus necesita, por sobre todo y como Wayne, entender. La racionalización de su vida lo lleva a encontrar en sí al monstruo, un monstruo conjurado por un demonio aún mayor, el mismo que acosaba a su madre. Amadeus encuentra en el terror de su madre, el terror de su propia locura y, antes de morir, deja un críptico mensaje escrito con sus propias uñas en el piso de su celda: el demonio mayor debe ser encerrado, debe ser convocado a su casa de origen, el asilo, para por fin ser atrapado, para que la cordura pueda prevalecer, para que termine, de una vez y para siempre, el nefasto dominó de horror que amenaza constantemente con dejarnos solos, frente a la locura de un mundo simplemente caótico.

Ese demonio es descripto por Amadeus como un murciélago.

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Arkham Asylum es la historia de esa enorme casa devenida en psiquiátrico, más precisamente la historia del cerebro afiebrado de esa casa, de las mentes que allí colapsaron otorgando textura a las paredes, sangre a las cerraduras, vida propia a los reflejos. Los internos escaparon de sus celdas y si bien todos tienen un plan, poder encargarse de Batman, no se organizan para crear en conjunto una trampa. Son locos, no trabajan en equipo. Cada cuál tiene su dominio, su lugar de reflexión, su rincón de reproches, cada cuál pide, como Wayne, como Amadeus, entender, hacerse escuchar, extrapolar la soledad, encontrar a alguien del otro lado. Batman está ahí para escucharlos y, aunque nos dicen que ellos salen a cazarlo por esos infernales corredores, el que siempre avanza es Batman, él atraviesa puertas, él une las habitaciones y es ese azar el que teje la constelación que de a poco empieza a ahondar profundo en su interior, en su cruda y frágil realidad. ¿Por qué hacer esto? ¿Por qué hacerlo de éste modo? ¿Qué hacer, de nuevo, con tanta locura ajena? Nadie niega la existencia del demonio, pero… ¿para qué existe el demonio? El demonio hiere su carne humana, se estigmatiza al principio, recibe la lanza al costado hacia el final, se diviniza como símbolo: escapa, comprueba su miseria, golpea, recuerda; recuerda como recuerda Amadeus el nacimiento de la casa, una casa que de niño dice percibir como “real” y que luego entiende como un lugar vivo, que quiere comunicarse con él. La experiencia recae en el recuerdo, se recorre desandando, en un hipnótico espiral que gira, que no taladra, que no es un remolino alterando las aguas, se vale de sí sólo para girar, otra vez y otra vez y otra vez y quien quiere ser el salvador se descubre asesino y culpa y el inocente quiere evitar la tragedia y nunca se acepta culpable.

Lo importante es que hay fatalidad. Y si hay fatalidad hay un dios. Un alguien al que poder quejarse, al que poder entender de un modo u otro, un alguien a quien poder negar. Cuando alguien dice que, ya que lo atraparon, es hora de desenmascarar a Batman, el Joker proclama que eso es una tontería, que la verdadera cara de Batman es esa… la de Batman. Lo acepta tanto que es doloroso para todos… menos para él. Los demás buscan redención, y un iluminado Sombrerero Loco, exclama: “a veces… a veces creo que el asilo es una cabeza. Estamos dentro de una gran cabeza y existimos porque nos sueña. Quizás es tu cabeza, Batman. Y Arkham es un espejo. Nosotros somos tú”.

Pero ese 1 de Abril, el demonio elige a otro de los mortales para convertirlo en la expiación definitiva. Y ese alguien es Harvey Dent. Dos Caras.

*

Junto con el grupo de internos se encuentran dos doctores del asilo que deciden quedarse dentro del lugar por razones personales y profesionales. Son una trampa y no. Son causa y efecto, se anulan entre sí, son víctimas de su propia intervención en ese lugar. Son daños colaterales. Son los que pagan todas las consecuencias caras. Los que no están ni encerrados ni fueron invitados. Y sin embargo todo sucede por uno de ellos. Y todo termina por uno de ellos. ¿Qué fuerzas protegen a esa casa? ¿O es la casa alimentándose? ¿Acaso la casa engaña, ese primero de Abril, a los internos y a Batman y los usa de excusa para seguir alimentándose? ¿Tan secundaria es la historia que vemos delante nuestro? ¿Tan hambrienta está la locura de seguir sumando adeptos?

*
La doctora explica al Batman recién entrado en Arkham los métodos que usaron para tratar el mal de Dos Caras: “nosotros lo apartamos de la moneda y le dimos un dado. Así le dimos seis opciones de decisión en lugar de dos, le fue tan bien con el dado que le dimos una baraja de Tarot…”. Batman no duda en replicar que “pero ahora… ¿no puede tomar una simple decisión como ir al baño sin consultar las cartas? A mi me parece que destruyeron eficazmente su personalidad, doctora”.

Cuando Batman empieza a huir, o cuando empieza a conectar los puntos azarosos de una trampa que en realidad no existe como tal, Dos Caras se queda mirando la luna por una de las enormes ventanas y rememora su moneda, la simpleza de su moneda, y encuentra en esa nostalgia un modo de mirar al cielo y ser honesto y estar triste y permitirse unos segundos de lucidez sin segundas intenciones: “es un gran dólar de plata que dios lanzó en un volado… y aterrizó del lado tachado, ¿verdad? Así hizo el mundo”.

La historia de Batman, de Amadeus, de la casa, nos teje la idea de una conexión en base a peces payasos que alguna vez existieron allí, en una gran pecera… Peces que hacen una alusión directa al villano más mítico del encapuchado pero que recién se re-simbolizan y hacen girar la tésis de la historia cuando se cruzan y forman el signo de piscis, la atribución astrológica de la carta de la luna en el Tarot. La luna que Harvey mira, la luna que ahora lo mira a Harvey encerrado en esa casa, como encerrada estaba la cabeza de la mujer de Amadeus en una casita de muñecas luego de que un demente se la cortara.


Cabezas muertas dentro de casitas de muñecas, castillos hechos con cartas de tarot y un demonio que desanda lo andado y le otorga a Dos Caras la posibilidad de que vuelva a ser el de siempre, el de blanco y negro, el de la vida no tan complicada. Le da una moneda y se entrega: depende qué salga él se queda o se va, porque, dice: “Arkham tenía razón. A veces es la locura lo que nos hace ser lo que somos. O quizás el destino”.
Dos Caras vuelve ansioso a su antigua cosmovisión… Pero esta vez miente. Acaba de decidir mentir, quizás en agradecimiento por recuperar un poco de la cordura que le habían arrebatado, quizás porque ahora ya no puede no mentir.
Batman sale de la casa y el Joker lo saluda: “Y no lo olvides: si todo se complica… aquí siempre habrá un lugar para tí”.
Mientras tanto Dos Caras destruye el castillo de naipes, más dueño o más prisionero. Más libre. O todo lo contrario.

***
VUELVA PRONTO

Palabras más, palabras menos, eso es lo que puedo decirle, estimado lector, al respecto de Arkham Asylum, esa historia que ocurre un primero de Abril y que cuento para no sentirme un estafador por no hablar de Batman vs Superman. Tengo miedo de reírme solo de los chistes, lector. Por eso lo obligué a recorrer este camino, porque nunca sé qué tan inocentes somos. O que tan locos estamos. Llego a la conclusión de que nada es necesario, pero todo es inevitable.

“¡Sólo soy un hombre!”, grita Amadeus. “¡Niño de mami!”, grita quien casi asesina a Batman. Y Batman obliga a que alguien mate. El demonio es el dios. Y viceversa. Atrás, siempre, la humanidad. Accidente o destino. ¿De qué podemos escapar? ¿de qué no? ¿Cuál es, finalmente, el sentido del chiste cuando no hizo gracia y debemos tratar de explicarnos? ¿será que sólo somos divinidades tontas y pretenciosos intentando sacarle una sonrisa a la razón?

¿Estoy sólo divagando, haciendo que usted, lector, pierda su preciado tiempo?
De ser eso, de limitarse todo a eso y nada más (“¿así termina todo? ¿todos nuestros sueños, esperanzas y aspiraciones? ¿sólo en vómito?”), si sólo signifiqué un extenso spoiler, déjeme repetirle algo: feliz April Fools´ Day, estimado lector.
(y no se haga tanto problema… más tiempo hubiera perdido en el cine viendo ya sabe qué)
Gracias. Y vuelva pronto.


*