domingo, 2 de julio de 2017

la vida es lava



Y de repente te despertás.
Te das cuenta que seguís teniendo quince años.
Te quedaste dormido en el ciber, mientras leías el fotolog de esa pibita media darky que siempre te gustó.
Estás confundido. La pesadilla, tan vívida hace unos segundos, empieza a ponerse borrosa.
Se convierte en una sensación.
Abrís tu blog, escribís una pavada.
La borrás.
Pensás con un movimiento de pierna nervioso. Algo que a partir de ahora no vas a dejar de hacer.
Buscás una epifanía antes de que todo se pierda para siempre.
Escribís.
Borrás.
Terminás volviendo a fotolog y subís una foto de los x-files.
Suspirás.
En el pináculo de la frustración te percatas de que te dormiste más tiempo del que estimabas: afuera empieza a oscurecer.
Salís corriendo.
No mirás al viejo del mostrador. Una vez buscaste porno y sabés que él lo sabe.
Corrés por un atardecer que sabés que va a perdurar mucho.
De pronto descubrís que estás grande para correr por la calle.
Tenés quince años.
No te detenés, pero sabés que es la última vez que lo hacés.
Saltás a un perro, esquivás a dos viejas; desde la ventanilla trasera de un vehículo, un pibe de tu edad te mira, con aburrimiento rotundo en el rostro.
Tristeza y vértigo.
Para vos, la noche sigue siendo un misterio.
Cruzás justo cuando el semáforo cambia, no te matan de pedo.
En la cena no tocás la comida.
Que mamá y papá se preocupen no te importa.
O que te importe hace que te duela. Así que duele, no importa.
No es lo mismo.
Te das cuenta de que pensás como escribís. No es que escribís como pensás. La forma en que escribís lo que pasa es lo que te sirve de orientación para entender al mundo. Sos vos mismo explicándote cosas.
Y vos no entendés nada y lo sabés.
Tenés que mentirte.
Y, sabiendo que te mentís, creerte.
No te sentís inteligente.
Te sentís solo.
Debajo de la foto de x-files no escribiste nada.
Es ese día específico del que estoy hablando.

Ese día en el que no dormiste porque estuviste ocupado tratando de recordar los sueños que hablaban del futuro.


***

martes, 20 de junio de 2017

ARTES MARCIALES MILENARIAS EN EL SÚPER CHINO DEL BARRIO



Al diablo con las circunstancias; yo creo oportunidades.
Frase atribuida a Bruce Lee.

Entre los chinos que atienden el mercado que hay cerca de casa, hay uno que sobresale por ser mucho más joven que los demás. Tendrá unos veinte años y, si uno va a comprar durante las horas diurnas, se puede observar su comportamiento errático y su innegable tristeza.
A veces está con la vista perdida en las cámaras de seguridad, toquetea la máquina registradora con una automaticidad brutal, manipula con frialdad y desinterés las compras ajenas, se limita a señalar los números que parpadean en el visor. Toma el dinero con delicadeza, nunca te pide cambio, es ágil y suspira mucho. No devuelve ninguno de los saludos y el “gracias” que suele acompañar al final de la transacción rebota contra su aura opacada y se muere ahí.
Otras veces deambula por los pasillos, sin ningún motivo aparente, entre góndolas que siempre le quedan bajas. Es un espectro flaco y muy alto y, en más de una ocasión, le tuve que mirar los pies para convencerme de que estaba caminando y no flotando entre los paquetes de fideos y arroz.
Sin embargo, si uno va de noche al mercado, la historia es otra.
Yo suelo ir mucho de noche al mercado, casi siempre movido por un abrupto antojo de alcohol o tabaco. O ambos.
En las noches, cuando el mercado está a punto de cerrar y sólo estamos dentro los ansiosos/adictos de siempre, el chino más joven rebosa alegría. No tenés que conocer su idioma para saber que te está haciendo un chiste: te lo dicen sus ojos brillosos, su sonrisa enorme. Y se ríe y te reís. Y después jode con darte mal el vuelto y vos no sabés si se equivocó de verdad o qué y ahí vuelven a brillarle los ojos y la sonrisa. Y te volvés a reír. Y los otros chinos están en la puerta, cruzados de brazos, sacando conclusiones sobre el negocio, haciéndose sonar el cuello luego de un productivo día laboral. No se meten en lo que pasa adentro. La noche es del chino más joven. El que te hace reír. Una y otra vez.
Levanta una ceja y me guiña un ojo cuando me cobra la birra. Y me hace entender lo que piensa de los cigarros con gestos de desaprobación que no dejan de estar enmarcados por el buen humor.
A mi me gusta mucho extender esas compras nocturnas, deteniéndome mientras guardo las cosas en la bolsa, soltando siempre alguna tontería, sabiendo que mi idioma es igual de incomprensible para él pero buscando hacer sobresalir mi propio brillo y mis mismas ganas de sentirme feliz.
Generalmente nos despedimos agitando las manos en el aire, buscando salvar la distancia de nuestras palabras bulliciosas. Luego él me abandona y empieza a brindar su calidez al siguiente cliente.
Entonces salgo de su embrujo y sacudo la cabeza, suelto un “chau” al grupo de la puerta y empiezo a regresar a casa con una epifanía interna: sentir tristeza por su tristeza no tiene sentido. Me doy cuenta que, en algún punto, ese chino joven se siente afortunado de su tristeza. La cuida. La deja ser. Por las noches contraataca. Usa la fuerza del enemigo a su favor.
Lo admiro.
El chino de mi casa es el Bruce Lee del stand-up.

No me pierdo ningún show.






martes, 6 de junio de 2017

principio básico del sonido universal

AL PRINCIPIO FUE UNA VOZ



A Gemma la encontré un día nublado. Estaba en una alcantarilla. Me llamaba. Me tiré al asfalto y al rato la tenía entre mis manos. Había una desproporción en su contextura: estaba flaca pero hinchada a la vez. Cierta ingenuidad me hizo pensar que se trataba de parásitos. Le hablé mucho, me respondió con certezas, sin miedos. Aceptó luego, sin chistar, la comida, la caja de cartón, la visita al veterinario. Sí, era una gata chica de edad, sí, rayaba la desnutrición, pero no tenía bichos en su interior. O al menos, no los que yo pensaba. Estaba embarazada. Desde ese día está en casa: parte de su cría aún está entre estas cuatro paredes, en busca de humanos ansiosos de una convivencia llena de pureza.
Esa es la versión resumida, corta e insuficiente: mi versión de los hechos.
Pero hay más. Siempre hay más.
A veces, cuando me despierto por la madrugada y la veo rondar por la cocina, monitoreando las travesuras de sus crías, pienso en toda la épica que a veces se nos escapa.
Gemma tiene una catarata en uno de sus ojos, una lámina nebulosa que hace que una de sus pupilas siempre parezca más apagada que la otra. Su otro ojo supura, a causa de una enfermedad, lo que le crea una ojera solitaria, un cementerio de lágrimas caprichosas que brotan a la fuerza, así, de un solo lado. Le falta un diente de adelante.
Imagino a Gemma antes de conocernos. Recreo historias donde ella es la reina de un mundo subterráneo, donde a veces tuvo un hogar. Quizás peleas por sobrevivir, quizás días y días llenos de incertidumbre y terror. La imagino solitaria, lastimada y con desventajas, recorriendo kilómetros. Su vida en libertad perturba mis fantasías, avivando llamas de romanticismo y admiración. La imagino frente a las adversidades: su posterior encuentro sexual, el desarrollo de su pronta maternidad.
A veces me excedo y, mientras vacío botellas de agua a las tres de la mañana para sacarme un poco de la resaca que me enmaraña, la veo enfrentándose no sólo a ratas, sino que parándose decidida, con esa valentía que le vengo conociendo hace meses, frente a monstruos de otro calibre. En lo que a mi respecta, nada me priva de decir que Gemma, quizás, haya espantado del barrio al mal más rotundo.
Y siempre, pero siempre, antes de dormirme, no puedo evitar sentir escalofríos de emoción al proyectar en mi mente la secuencia previa a nuestro encuentro: a punto de parir, con una tormenta (fue la tormenta más severa de la última mitad del 2016) cerniéndose sobre los cielos, hundida en una aventura que precisaba de nuevas aristas para su continuidad.
Antes contaba el suceso diciendo que encontré a Gemma porque estaba llorando. Ahora me redimo, anunciando, como ya hice, que me estaba llamando. Porque, en definitiva, es eso lo que entendí. La verdad es que nunca voy a saber cuáles fueron las peripecias que llevaron a Gemma hasta la esquina donde nos conocimos, pero sé que ese día ella me explicó que necesitaba seguir viva.
Transcurridos unos minutos, de nuevo en la cama, oscilo en meditaciones más profundas y entiendo que lo logró. Que su historia recién empieza y que sigue victoriosa. Sus hijos están bien: consiguió, con la ferocidad propia del amor, convertirse no en una, sino que en cuatro sobrevivientes.
Cuando me despierto, horas después, entre ronroneos amplificados, siempre tengo lagañas. Y siempre de un solo ojo, como si se completara en mí la otra porción de ese llanto que no es tal, que sólo es muestra recordatoria y fugaz de nuestra vulnerabilidad, de nuestra destreza absoluta para abrirnos paso a pesar de todo.

Puedo decir, sin temor a equivocarme, que no me vuelve afortunado poder contar lo que pasó. Me vuelve afortunado haber sabido escuchar. Me vuelve afortunado, sin más, poder seguir escuchándola, todas las mañanas.





martes, 30 de mayo de 2017



Lo primero que sé es que la persona que tengo adelante está un poco borracha, un poco drogada, desvelada desde que el mundo se creó… rota.
Lo segundo que descubro es que no hay que ser un genio para saber eso.
Trato, no por tratar de fingir una conmoción que en realidad ya me caló hasta los huesos, de pensar en un momento triste. Lo hago porque la tristeza es palpable en el ambiente. Es un pantano. Es el barro que se forma cuando el presente llueve con furia sobre nosotros. Creo que no hay mayor parálisis que el presente. Y claro que es bueno vivir en el presente. Pero en el presente no está el futuro. El presente de verdad está vivo porque es triste, porque por mucho que lo sepultemos agoniza con una vitalidad capaz de desintegrar con su onda expansiva a cualquier dios, a cualquier posibilidad.
El único dios vive en el presente. No tiene tiempo de juzgar, está loco, está sacado, es vulnerable. Por eso le robamos. Por eso viajo a la velocidad que viajo, por eso nada me detiene cuando aterrizo en mis últimos llantos. No voy al llanto de la infancia. Ya no puedo. Entiendo el dolor, no puedo recordar cómo era. Voy al llanto más preciso, busco morder el nervio adecuado, despertar el reflejo de una emoción reveladora que se pare frente a toda esa tristeza tan pura y avasallante. Trato de abusar. Increpar. Ser un héroe torpe y egoísta.
Con la misma velocidad caigo en la cuenta de que mis dentelladas van a ser todas al aire. Estoy rabioso en un lugar oscuro. Estoy en el pasado. Esto es el presente.
Acá se vive fuerte.
Acá hubo una muerte.
Abrazo al hijo del difunto y me escucho dándome vergüenza ajena.
Por suerte, la tristeza, mucho más eficaz que yo a la hora de mostrarse depredadora, destroza las palabras antes de que lleguen a calar en el otro.
A nuestra espalda, mientras danzamos con sutileza en un nudo de brazos que tienen como fin mantenerlo y mantenerme de pie, un dios se hace el mártir en una cruz, queriéndonos recordar que el también sufrió.
Nadie le da bola.
En el cajón, alguien retrató a la muerte en el rostro de un hombre apenas un poco más grande que mi viejo. El abrazo se pone más tenso y, en ese mismísimo segundo en el que el latido de su corazón retumba adentro de mi pecho, dejo de ver.
No cierro los ojos.
Me hundo.
En el presente no existe nada.  
“Esto está pasando acá y nadie está preparado para creerlo”.
Me separo del hijo drogado/empastillado/borracho/roto. Parpadeo. Me duele mirar. Me tomo un segundo para no verme en sus pupilas. En sus ojos sólo hay permiso para que se hospeden las lágrimas.
Sin llorar siento como se hinchan mis párpados.
Estoy llorando adentro. Algo que nunca me pasó.
Me siento más grande.
Más viejo.
Me prometo no olvidar el presente, pero lo próximo que pasa es que estamos en el cementerio. Entonces la distancia empieza a agigantarse.
30 de mayo.
Durante muchos 30 de mayo visité este mismo cementerio, justo en esta fecha, con una rigurosidad enfermiza y existencialista. Durante muchos años me dediqué, todos los 30 de mayo, a sentarme frente a la tumba de un rockero punk reconocido de mi zona que se tiró de un quinto piso después de perder un partido en la play. Algunos dicen que a pesar de que se quería morir hubiera sido incapaz de suicidarse. A veces había otros como yo frente a su tumba. Por lo general había, también, una viola desafinada.
Cantábamos, emocionados.
La última brisa de presente se evapora en la ventosa mañana y me deja con las manos en los bolsillos, ya lejos de mi yo con campera de cuero, mirando como, a unos metros, el mundo sigue girando, quieras o no.
Perdón, Ricky.
Fue lindo visitarte todo este tiempo. Si podría despedirme para siempre te diría que ya no uso la campera de cuero  porque el abrigo, ahora, viaja conmigo.
Gracias… es importante para soportar el frío en el que nos metimos por accidente o porque pintó.
El ritual termina de modo fugaz.
Como esos temas que tanto me gustaban.
  
Es martes.  
Los perros nos ladran cuando nos vamos.
Todos estamos borrachos, un poco drogados, desvelados desde que el mundo se creó… rotos.

Nada es lo mismo, el punk es para siempre, mañana será otro día. 





domingo, 21 de mayo de 2017

Depresión number 9




“Las cosas que podríamos preguntarnos sobre todo lo que pasó  mejor no preguntárnoslas.
Por entender eso es que preferimos empezar a mentir en las respuestas. Salió natural. Salió así. Se nos dio por cambiar la verdad. No es un acto de traición… sé que parece eso desde afuera… pero no. Una vez que hacerlo es tu realidad no es antinatural empezar a creerse de cierto modo la historia. Muy por el contrario de la traición, es lealtad creerse la historia… No siempre, no completa… pero la parcialidad alimenta la imaginación, te hacés preguntas, tejés planes por las noches, sospechás que sos muy bueno en lo que hacés, te sentís miserable pero menos mal, más juvenil en la sonrisa que te devuelve el espejo todas las mañanas, previo a que salgas a la calle, a ejercer tu papel de simple mortal.
Es un modo de vivir, como cualquier otro. No estábamos haciendo nada malo… teníamos una vida compleja, como todos, con nuestras obligaciones, nuestras neurosis y nuestras depresiones de los domingos… Porque podremos haber mentido en todo lo demás, pero que quede claro que para nosotros la depresión siempre fue mayor. Nosotros sabemos que de entre todas las fantasías que hay en la falsa realidad, la depresión de los domingos no es una más. La depresión de los domingos existe por debajo del traje, está en un lugar oscuro del alma, manchando la existencia misma de ese Todo con el que a veces soñamos…
Los que mentimos con pasión no dudamos de la existencia de una bondadosa divinidad: no sólo sabemos que existe, sino que sabemos que se deprime. La espiritualidad nos da felicidad y ganas de matarnos, por eso asumimos, volviendo al principio, que mejor es no hacer ciertas preguntas…
Hemos decidido alterar la historia porque si alguno de ustedes apenas alcanzara a ver la sombra de lo que nosotros vislumbramos enloquecería de inmediato, se rompería su cerebro, lloraría al descubrir que siempre fuimos enormes y eternos, que en realidad nos vamos atrofiando mientras más nos alejamos de nuestro génesis… Descubrir, con dolor, que todo esto comenzó con uno de nosotros totalmente solo con poderes infinitos en un espacio vacío y absoluto.”


Texto extraído de la “Declaración de principios (y finales)”, perteneciente a la mítica asociación secreta que se junta todos los domingos a contarse historias de terror. 

***


jueves, 4 de mayo de 2017

EL LADO OSCURO DE MI CABEZA



La voz de mi cabeza dijo que tenía una voz en la cabeza.
Ese día me convertí en el psicólogo de la voz de mi cabeza. Sin embargo, rápido nos perdimos en recovecos dialécticos donde terminábamos rebotando en un loop insufrible. Cada vez con más insistencia y frustración nos preguntábamos quién era el “yo” del que se estaba hablando.
Todo se estaba volviendo tedioso… entonces comprendí que yo era una voz en la cabeza de mi cabeza. Quizás todo era parte de una gran confusión. Me puse feliz por unos segundos… lo único que teníamos que hacer era eliminarnos, anularnos: empezar a ser iguales. 
Nunca tuve tiempo de compartir mi revelación.
Justo en ese momento, por primera vez, escuché a la voz de mi cabeza tartamudear. Estaba torpe, se reía de sus propios chistes. Ni bien caí en la cuenta de que la voz de mi cabeza estaba borracha me entregué al pronto impulso que se apoderó de mí: tenía que emborracharme también. La pasamos bien, mejor que nunca.
Brindamos por nuestras fantásticas ideas.
A partir de entonces tenemos las resacas para poder descansar el uno del otro, para poder ser objetivos y separarnos por unas cuantas horas. Para conservar independencia y no estar tentados a mezclarnos.
Ahora, cuando nos vemos, lo disfrutamos más… tenemos cosas nuevas para decirnos y nos hace bien extrañarnos.
Porque nacimos para estar juntos… pero no tanto.

Sólo por unas copas, por el bien de ambos. 

***


miércoles, 1 de marzo de 2017

NO QUIERO ASUSTARTE PERO…





Todo comenzó hace muchísimo tiempo.
El origen no es claro, pero la poesía que le rinde culto ha permanecido inmutable:
“duérmete niño, duérmete ya, que viene el Coco y te comerá”.

EL ETERNO SUEÑO DE LOS INCAUTOS

Un mal abstracto, con nombre de fruta peluda, el guardián de los roperos entreabiertos, el señor de los reinos del bajo la cama. La sombra sospechosa, la posibilidad absoluta de que todo sea malo, la certeza de que por cada amigo imaginario diurno existe, casi por lógica, ¡cómo no habernos dado cuenta antes!, su antítesis.
No todos son amigos en la vida. Lo mismo en el universo de la imaginación.
Por eso él.
El Coco.
Sin poética de venganza, sin justificativo, sin reglas, sin instrucciones para romper la maldición. Sólo cerrar los ojos y dormir, porque la única fragilidad de lo absoluto es la conciencia que consecuentemente teje sobre sí. Ante un mundo tan peligroso, mejor escapar.
Las pesadillas son un hogar, de lo contrario, todos moriríamos de miedo… de modo literal.

EL REY HA MUERTO, ¡LARGA VIDA AL REY!

Sin embargo, ese mal de antaño empieza a desdibujarse… sus sílabas gemelas hoy sólo despiertan un amargo sabor en quienes mamaron su cruel canción de cuna… los nuevos niños se encargaron de construir a su propio rey de lo oscuro.
Las palabras susurradas al oído en pasillos oscuros, mantra y arquitectura de nuestra filosofía arquetípica, hoy se reproducen en ecos por los sórdidos rincones de la web.
Un joven hace un trabajo para una página web… altera una foto, inventa una historia, un monstruo.
Otro niño difunde, proclama la veracidad de lo difundido. Ese niño ya no está mintiendo.
Tampoco mienten los que empiezan a indagar, los que reconocen en la extraña figura a un ser que de pronto recuerdan haber visto en momentos de una infancia más primigenia, de esa que generalmente no acarrea recuerdos.
Niños artistas, creando un hogar en la boca del lobo, atrapándose a si mismos.

QUÉ BRAZOS TAN LARGOS TIENES…

La plataforma de experimentación es basta.
Es una imaginación comunitaria, colectiva.
Las proyecciones, en el mejor (y mayor) de los casos, son sin segundas intenciones. De pronto las hojas en blanco se multiplican en ceros y unos, la posibilidad de formar parte de un fenómeno se incrementa, el terror desorbitado es muestra de que no estamos solos. Cada cuál narra su horror… las piezas encajan solas.
Y para no estar solos seguimos argumentando.
Ahora el mal parece teñido de una gracia timburtonesca (delgado, alto, de movimientos arácnidos), posee dotes biográficos romanticoides (fue abusado en la escuela), posee una doble motivación tan atractiva como sospechosa (¿monstruo o ángel de la guarda?), se convierte en conflicto de fe.
Mientras su antecesor logró causar infartos en infantes, él consiguió un universo, justificación, la posibilidad de descubrir más… consiguió adoración, profundización, sacrificios.
Internet, de pronto, es cuna para que los nuevos niños no duerman. El amor, el dolor, el miedo… todo convive en el nuevo villano de turno. Simple como cualquier villano que entretiene a la adolescencia gore, mucho más capaz y tridimensional que los malosos de las pelis que los padres observan con sopor, entre suspiros de escepticismo y sonrisas forzadas.
Los más fértiles del planeta empezaron a estirar sus tentáculos creativos.
Slenderman llegó… para quedarse.

COCO, VERISIÓN 2.0

El mito siempre cuenta con el atractivo de haber ocurrido al amigo de un amigo, al primo de un primo o, por qué no, al primo de un amigo del amigo de un primo. Internet da señales claras: lugar, fecha, personas involucradas, evidencias borrosas. La realidad es consensuada. Todo podría ser real. Todo es real.
La misma chica de 12 años que en pleno juicio dijo haber tenido conversaciones con una de las Tortugas Ninjas y con Voldemort, apuñaló 19 veces a su mejor amiga, con afán de convertirse en “sirviente” de Slenderman y poder así tener acceso a la mansión que se oculta en medio del bosque y en la que viven todos los creepypastas.
Hoy día están esperando su mayoría de edad y su mejoría mental (está siendo medicada con diagnóstico de esquizofrenia) para enfrentar una posible condena de 65 años.
Ahora el monstruo es ella.
Está catalogada de “loca”, carga con un intento de homicidio.
Mientras tanto, quien fuera el creador de Slenderman, Eric en la vida real, Victor en su vida virtual (¿referencia al doctor Frankenstein?), dijo estar muy triste por lo acontecido, al tiempo que los juegos, las películas, las historias y el universo de su creación se expanden, fuera de control. Él ya no puede medir lo que le pase a su personaje. No podría evitar que su propio personaje, llegado el caso, devorase a su hijo. Puede corroborar su cuenta bancaria, cobrar los derechos intelectuales pertinentes, pero los primos de los amigos de un primo de un amigo serán los encargados de narrar los nuevos ataques, actuar en consecuencia, cansarse de tener miedo o afiliarse a las líneas del mal.

¿Y si hoy soñaras con Slenderman? ¿Tan fácil te sería decir que todo es una alucinación? ¿Bastaría con volverte a dormir y nada más? ¿Y si el Coco existió y se extinguió? ¿Y si estamos acá de pura casualidad, sólo por haber hecho caso en el momento indicado? ¿Y si ahora hay un nuevo mal? ¿Somos inmunes por ya no ser niños?
Lo que antes eran noches de insomnio hoy son búsquedas.
Los niños ya no duermen para evitar el terror.
Los niños están despiertos, más que nunca.


***

martes, 10 de enero de 2017

pulp-ficción

LA CASA-MANSIÓN
-evidencias de un vecino-



*

En la puerta de casa siempre hay parado un patrullero. En la misma cuadra en la que yo alquilo vive un tipo importante, famoso. El intendente o un actor, algo así. Nadie se puede imaginar por qué alguien importante y/o famoso querría vivir en el barrio, pero todos asumimos que en esa casa de tres pisos y oscuros portones vive alguien no sólo con la capacidad de saber hacer buena guita sino que alguien con algún otro tipo de peso. Por eso la presencia policíaca, por ejemplo.  
Todas las movidas en la casa-mansión se realizan de noche y uno de los vecinos dice que en realidad pasa algo relacionado con la droga. Pero es el mismo vecino que baldea la vereda más de una docena de veces por día, en bata. 
Otros, iguales de poco creíbles, hablan de extraños ruidos por las madrugadas y de un tipo raro que a veces sale con un perro de desproporcionadas magnitudes.
Ah, y la mujer que hace unos años tenía un negocio chiquito pero rendidor de moda y ahora apenas puede combinar las dos partes de un par de medias dice que en una ocasión, en un bingo, un informante secreto le dijo que en el parque de la casa-mansión una vez, esa vez que se cortó la luz en toda la zona, había aterrizado un plato volador.

Pienso que sería muy loco que acá, cerca del centro de Avellaneda, se esté negociando una invasión intergaláctica, mientras los vecinos, ingenuos y estúpidos, deliramos con turbios intereses políticos y estrellas sobrevaloradas en pleno retiro.

*

Los policías que están en el patrullero que para en la puerta de casa no parecen hombres de negro. Leen folletos de supermercados, se cagan de calor, el tiempo se les hace eterno.
¿Sabrán a quién están cuidando? ¿De quién lo están cuidando?
¿Y si lo están cuidando de mí?
A veces me pregunto si me niegan el saludo porque soy un posible enemigo o si lo hacen porque sí, porque nacieron así, con el corazón ortiba.
Muchas veces me gustaría que fuéramos más compinches… salir a la puerta y preguntarles cómo están, contarles mis problemas: que me peleé con mi mejor amigo, que los mambos con mi novia re bien pero me pide cosas que no sé cómo dar… qué película vi, qué estoy leyendo, compartir un pucho una noche estrellada. Otras veces hasta los odio sin conocerlos: estoy adentro de mis cuatro paredes, con los auriculares a pleno, escuchando punk, medio borracho, dedicándoles gestos obscenos… justo a ellos, que lo único que hacen, por lo que se ve, es pasarla mal.
Es suspirar y leer. Leer y estar ahí.
¿Para quién?
¿Por qué?
Otra vez los estoy mirando fijo, fascinado.
Hace dos días que cada vez que me cuelgo mirándolos me devuelven la mirada y se quedan así, como atrapados con las manos en la masa, desafiándome.
Descubrieron que los descubrí.
No creo que eso los afecté de modo negativo.
Pero no los pone felices.
Vuelvo rápido a lo mío, bajo la vista, pongo llave, susurro un “buenas tardes” que se cae de maduro de lo hipócrita que es y me voy al chino a comprar otra birra y ver qué otra cosa meto en la bolsa para disimular.

No vaya a ser cosa que piensen que tengo un problema con el alcohol y por eso la paranoia.

*

Hace no mucho salí y me sorprendió el hecho de que hubiera una policía mujer en el patrullero que siempre está estacionado en la puerta de casa.
Ni bien me vio abrir la reja me miró y sonrió. Se tapó los ojos con la mano, como si saludara a un superior, pero en realidad lo hizo porque el sol le daba de frente, porque yo estaba saliendo tarde y ya era casi mediodía…
-¿Todo bien? –dijo.
La policía tiene que cuidarte si las cosas no están bien. En teoría, juegan para tu equipo.
¿Qué me robaron?
¿Cómo abusaron de mí?
¿Quién hizo una copia ilegal de mi persona?
¿Quién me trafica como si yo fuera porquería digna de ser conocida?
-Todo bien…
¿”Todo bien”? ¿Posta?
Acababa de ocurrir una mentira. Yo me iba, ella volvía a lo suyo. Lo suyo era vigilar esa casa, la casa-mansión que está en la misma cuadra en la que yo alquilo.
Importa un carajo mi bien estar. Lo importante es lo que pase en ese lugar que, inevitablemente, me come las energías y me recuerda qué es lo que soy para mi entorno: nada.
Nada
está
bien.

La chica policía tenía ojos grandes y oscuros…
Y quizás todo no sea tan simple ni sólo tan metafórico.
No la volví a ver.
Nadie volvió a saludarme.

*

Tercera vez en la semana que se corta la luz. Cada vez que pasa salgo para ver si el corte es en todo el barrio.
Lo primero que veo es la sirena del patrullero que siempre está parado en la puerta de casa. Emite luces rojas y azules, no hace ruido.
Están ahí, en la penumbra teñida, siguen en la misma, leyendo folletos de supermercados, cagándose de calor, con el tiempo volviéndoseles eterno…
Que no se alteren es raro.
Es probable que mientras pienso en estas cosas, en la oscuridad, un humano con muy poco carácter humano esté entregando el destino de nuestra especie para que nos volvamos lo que se vuelve una especie cuando ya no es la protagonista del drama cósmico sino que sólo un objeto de investigación: pura evidencia.
Si algo somos, somos eso.
Evidencia.
Pasó algo. Punto.
O algo va a pasar.

Dicen que cuando la luz se va del barrio cosas  raras pasan en la casa-mansión que, se supone, se dedican a cuidar esos policías.
En el barrio se habla de eso.
En la casa-mansión pasan cosas.
El barrio, sin luz, nunca está quieto.

*

Como no anda el ventilador las pesadillas me hacen transpirar más de lo habitual. Duermo mal.
Como no anda la compu me atrasé con todos los trabajos.
Como no anda la heladera la cerveza la tomo ni bien llego a casa. A veces la abro en el camino. Los policías que paran en la puerta siguen ahí pero siempre salgo cuando cae la tarde y, como lo único que ilumina todo es la sirena insonora del patrullero, imagino que no me ven.
O ya no me importa.  

A veces salgo a la terraza, me clavo cosas en los pies descalzos, me entre duermo sentado al lado de la improvisada parrilla y vuelvo a despertarme pasados unos veinte minutos, con la espalda dolorida. Pero al menos los sueños son más apacibles…
Creo que me trae paz el ronroneo motorizado que se escucha cuando el viento sopla fuerte. Viene de la casa-mansión. Supongo que la persona importante y/o famosa que vive ahí tiene un generador eléctrico, lo que explicaría, también, las luces que, desde mi posición, veo que salen disparadas desde su último piso. Como reflectores danzantes apuntados al cielo.
Cosas de excéntrico con aire acondicionado.

Pienso en qué pasa si la luz no vuelve más. Pienso en que debería ir a la casa-mansión a pedir que, por favor, me dejen enchufar el celular para cargarlo un poco. Lo suficiente como para llamar a casa. La casa de mis viejos. Deben estar preocupados. 

*

Soñé que abría los ojos y delante de mí había un tipo que se mantenía oculto entre las sombras que la ropa colgada infringía sobre sus facciones.
También tenía calor, por eso estaba desnudo. Y era medio petiso.
Siento la necesidad de aclarar que no era un niño. No soñé con un niño desnudo en mi terraza. Era un tipo bajito. No es lo mismo.
Estaba asustado, como yo.
A pesar de que no escuché su voz me dijo que todo iba a estar bien.
Ahí me desperté, por culpa de un estruendo.
Creo que podría haber sido un tiro, pero no puedo asegurarlo. Después de quedarme inmóvil y agitado por unos cuantos segundos pude comprobar que el ruido no se repetiría o bien nunca había ocurrido.
Sólo estaba yo, rodeado de medias y boxers aún húmedos.

Bajé a tomar un vaso de agua, sin tocar ningún interruptor, ágil en la fuerza de la costumbre.
Recién al cerrar la heladera me percaté del resplandor que de ella había salido.
De tan conmovido que me sentí tardé casi otro tanto en prender la primer luz.
Después las prendí todas.

*

El patrullero ya no está.
Hay un cártel en la casa-mansión: SE VENDE.
Mientras vuelve la rutina (di señales de vida, me estoy poniendo al día, descanso) empiezan a circular por el barrio los comentarios, las hipótesis de fuga, la pregunta maliciosa.
Otros están más ocupados indignándose: “¿quién va a gastar tanta plata para vivir en un barrio como este? Esa cosa va a quedar vacía para siempre…”
De a poco nos olvidamos que la casa-mansión ya estuvo ocupada en un momento.
Por alguien importante. O alguien famoso.
Alguien con custodia policial.
Alguien con un generador de energía propio.
Alguien que, a pesar de su residencia, nunca logró ser del barrio.
Sapo de otro pozo, le dicen.
Una persona que estaba en su propio mundo.

Y si me preguntan, no voy a dudar en decirlo: no voy a extrañar a los ratis. 
Para nada. 


***

miércoles, 4 de enero de 2017

postales

IMPRECISAS EVIDENCIAS DE UN DÍA SOLEADO EN EL PLANETA TIERRA


Si yo te digo la verdad de lo que me pasa, vos no te vas a enriquecer, pero yo sí voy a empobrecerme. Entonces, ¿para qué hablar?
Alberto Laiseca.

*

Un tipo me paró en la calle y me dijo que me cambiaba mi remera de Tom & Jerry por un vino en cartón sin abrir que tenía en la mochila. No tuve tiempo de expresar mi sorpresa, porque rápido, sintiéndose en offside, sin dudas, me aclaró: “me gustan mucho los dibujos animados… yo tenía una beca artística… pasa que…”. Sus ojos rojos se perdieron en algún lugar entre él y yo que no era ni él ni yo, que era un pasado construído sobre arenas movedizas. No tuve tiempo, otra vez, de dar una respuesta, porque agregó, negando con la cabeza: “no quiero que me des esa remera… si la tenés vos, mejor… a menos que no te gusten Tom & Jerry. ¿Te gustan Tom & Jerry?”. Por tercera vez quedé sin poder articular palabra. El tipo, unos cuántos años mayor que yo, se aproximó a mí, ya perdida la nostalgia de sus ojos, ya sublimada la euforia inicial en amenaza punzante: “más te vale no ser un boludo… si te gusta, que te guste, ¿se entiende? Hacé algo con lo que te gusta”. Iba a protestar, pero me calló levantando un dedo, a modo aleccionador… sin embargo, unos segundos después, luego de una pausa en la que nos estudiamos con incómodo detenimiento, su veredicto me desconcertó por la ausencia rotunda de moraleja: “¿Puchos tenés?”.
Para ese entonces yo ya no tenía ganas de hablar. Saqué dos cigarros y se los dí.
“Yo estudié dibujo para que ganara el gato… pasa que hacerte amigo del ratón es recontra tentador… la infancia no tiene fin”.
Lo vi alejarse, algo tambaleante.
Clavé la vista en su mochila, preguntándome si en serio tendría un vino en cartón sin abrir, con algo de sed… como cuando la merienda era sagrada y el hambre ley.

*

No voy a estar jugando al dominó con otros viejos. No voy a mirar un culo hasta olvidarme qué estoy mirando, no voy a hablar de lo idealista que fui en mi juventud. No voy a extrañar nada. Nunca extraño: siempre pienso que algo se desató con mi último fracaso o mi última victoria. Como si yo fuera la mariposa de un huracán por venir.
Tampoco me imagino tan bien vestido, ni orgulloso por tantos años de laburo. No veo el discurso del sacrificio, ni eso de que la droga se comió a la nueva generación. No me veo pasado ni perdido. No me veo cínico y ermitaño. No me veo en paz. No veo resentimiento.
No me veo escapando de mi hogar para refugiarme en la cábala resumida de la quiniela y las maquinitas tragamonedas.  No sólo porque ahora no soy así: sobretodo porque tengo tiempo para no serlo. Lo único incierto en todo esto es mi futuro. Se trata de seguir sin aceptar que todo se comprende, sin que haya en eso una lógica, sino un horizonte cargado de misterios.
Voy a ser un viejo de los que no conozco.

*


El chico tiene una remera de Batman.
Nunca patea al arco, siempre le pasa la pelota a su hermano menor, aún cuando es él el que gambetea con talento a su padre, dejándolo desparramado por el piso.
Intuyo que su padre lo odia por eso.
Intuyo que el niño no saca satisfacción del acto.
Intuyo que lo único que ese niño quiere es que su padre se sienta orgulloso.
Y no, su padre está cegado. Él está cegado.
Su hermanito festeja cada gol como si se tratara de la final del mundo.
Sin embargo, cada vez que va a buscar la pelota (patea fuerte de modo innecesario), cada vez que se aleja, su rostro se cubre de miedo.
Es chiquito. Muy.
Está ajeno a la guerra que se desata en esa porción de césped y la remera de Superman le queda grande.
Casi puedo ver cómo el corazón le estalla en el pecho cuando, al levantar la pelota, me mira, de modo fugaz.

*

Nuevos justicieros atiborrados de vodka insultan y amenazan a un joven que vende medias. Lo corren a patadas voladoras, mientras señoras bien con calzas ajustadas interrumpen su rutina y se llevan la mano a la boca, mientras padres jóvenes tapan los ojos de sus hijos y apuran el paso. Todo se paraliza unos segundos, para que el etílico grito de “tomátelas, no jodas más” se eleve como vaho de un espejismo tonto y hostil.
La respuesta tiene forma de amenaza, la guerra siempre será mañana, cuando algunos sean más, cuando otros sigan comprando alcohol difícil de costear para el que se dedica a pasar de banco en banco, con el tan practicado: “disculpá que te joda, no voy a mentirte diciendo que tengo una enfermedad o algo así…”. Etc, etc, etc.
Me saco las zapatillas. Quiero pensar un rato, estar solo, descansar, terminar la birra sin culpa. Puedo decir que no me importa, pero un poco me avergüenza que mi dedo gordo del pie haya roto las vestiduras y asome con una rebeldía estúpida e incómoda que mi inminente borrachera resignifica a niveles que no puedo manejar.
Porque la violencia es esto y porque la violencia es aquello.


*