jueves, 22 de diciembre de 2016

¿dónde van los mayas cuando llueve?

4 años después
reflexiones de otro sobreviviente



Hoy es 22 de Diciembre.
Si el mundo se hubiera acabado en aquel ya mítico 21 de Diciembre de 2012, hoy cumpliríamos un nuevo año de ya no ser. Aunque si ya no se es no se cumplen años y sólo podemos medir las cosas en términos de “año” y “nuevo” porque no nos extinguimos y eso nos permite seguir haciendo lo que más nos gusta: especular.
Como cuando no entendíamos los dibujitos mayas pero se nos ocurrió que hablaban del mundo explotando.

El mundo no explotó y nadie se puso a pensar en que, entonces, los mayas querían decir otra cosa. ¿Qué querían decir? No importa, lo importante es que no dijeron lo que pensábamos que querían decir. Pareciera que los que fracasaron fueron los mayas. O capaz los mayas ya no existan. Cuando dejamos de interesarnos en ellos un mundo sí explotó.

Respecto al fin del mundo que no fue puedo decir 2 cosas:
-Cuando, siendo muy niños, mi prima me dijo: ese día seguro no pasa nada, yo le aposté algo a que sí. Y nos enojamos y nos miramos ofendidos y nos fuimos cada uno a merendar a su casa, sin despedirnos. Cuando la fecha llegó, ella ya estaba estudiando medicina y yo presentando una obra de teatro que hablaba de una ruptura amorosa. Ese día yo estuve feliz y en un momento, sin saber si había perdido o no una apuesta, pensé en mi prima y le deseé, en silencio, apenas dos segundos antes de salir a escena, la misma dósis de felicidad.
-Cuando mi hermana, ocho años más chica, me preguntó sobre el fin del mundo, muy preocupada y con algo parecido al terror en los ojos, le expliqué que lo único que iba a pasar el 21 de Diciembre era que iba a empezar el verano… y que no eran “mayas”, eran “mallas”… todo una movida publicitaria para vender ropa de baño… Se rió. ¿En serio?, me preguntó. Le juré que sí, corriendo a fuerza de convicción todo el temor de su mirada.  

O capaz todo se terminó tan rápido que sólo somos la inercia de aquellos fantasmas que nos habitaban.
Quizás, si algún viajero galáctico se topa con nuestras coordenadas espaciales atraviesa un pueblo embrujado. Escucha voces, gemidos, gritos de furia, declaraciones llorosas de amor, una música terrible e inspiradora…
Profecías de algo, sospechará ese viajero galáctico, mientras se aleja, dejando a otra civilización sola e incomprendida en los confines de la existencia. 


***

domingo, 11 de diciembre de 2016

cuatro bolas y un funeral


EL ÁRBOL DE FUEGO
a Santiago Motorizado, 
por la navidad de reserva.



Antes me re gustaba armar el árbol de navidad.
Ahora no sé si tengo muchas ganas. Y no es que esté más amargado o haya dejado de creer en la magia o algo de eso. Aunque aclaro que por supuesto no soy un ser lleno, llenísimo, de buen humor y mi concepto de magia sufrió un par de mutaciones genéticas y hoy día se me hace difícil separar la conciencia mágica de la guerra.
Sigo teniendo, sin embargo, noches de paz, noches de amor.
No creo estar haciéndole mucho mal a nadie, creo que soy un toque influyente en algunas personas y siempre quiero usar ese poder para hacer el bien. Dejo que la influencia de otros me atraviese. Para bien o para mal. Y no me molesta representar lo que represento, sobre todo porque me gusta mucho encontrar el equilibrio entre si quiero o no tomarme en serio con lo en serio que quiero que me tomen o no.
Como cuando era chico y ya sabía que Papá Noel no existía pero igual pedía los regalos: nunca abusé de eso y me agarré a piñas con un compañerito, en el colegio, porque él sí actuaba, según mi temprana moral idealista, con maldad. Bah, agarré a piñas es un modo de decir. Le dije a la maestra. Y ahora que lo recuerdo, la maestra me miró con algo de lástima y retó a mi oponente pidiéndole piedad por mi tonto romanticismo…

Eso es lo que hago con las cosas que me pasan.
Y me divierte.
Así que no es que no armo el árbol porque me volví más aburrido y ya no disfruto de las pequeñas cosas… todo lo contrario, me encantan los jardines delanteros con luces que titilan. Me gusta ver cómo algunos se encargan de dar forma y orden al cablerío de foquitos mientras otros dejan que el caos domine la situación y la ausencia de patrones hace que uno se maree y todo se vuelva evidencia de un vómito lumínico tan misterioso como el sentido patológico oculto del que se tomó el tiempo para darle forma de estrella a todo el asunto respetando el ritual iconográfico y no haciendo, por ejemplo, algo un poco más original u osado: una figura onda las que forman las líneas de Nazca. O una pija, que es fácil de contornear. Lo que sea. Pero no, la navidad tiene sus símbolos, sus modas anuales, el Papá Noel clásico y el cheto, su variedad etílica propia, un par de discos dedicados exclusivamente a ella, un compilado de pelis imperdibles… quizás no porque sean tan-tan geniales, sino porque las van a repetir hasta que cedas y el fantasma del pasado te robe un poquitito de tu fantasma presente y se convierta en tu fantasma futuro, uno que siempre, al apagar la tele después de los créditos, se sonríe y piensa en algo con sabor a garrapiñadas e ingenuidad. Algo lindo.

Y tampoco es que no lo voy a armar, estoy tratando de explicar por qué no estoy tan entusiasmado con la idea… y no es que me haya topado con la famosa crisis del ser medio-burgués. Cursé dos años en Letras, me fumé en pipa cantidades cósmicas de cinismo, ejercité una indignación sólo igualable a la tempestad de un dios ciego. Y antes de eso estuvo el 2001 y fue una de las primeras veces que abracé a un amigo con lágrimas en los ojos y masticando una cosa peor que esos turrones que te rompen los dientes y no tienen gusto a nada. Ya sé que todo esto es una contradicción y tanto lo sé que seguro termino perdido en un bucle de contradicciones y a último momento voy a estar buscando un regalito, aunque sea algo chiquito, para todos, muy en contra de mi postura antimaterialista y pretendidamente sabia.
Así que capaz sí es crisis de medio-burgués. Uno que cada vez, años tras años, tiene menos plata para pasar las fiestas.

Entiendo con naturalidad que la navidad es triste. Antes era triste porque terminaba, porque nunca parecían suficientes mis intentos por sacarle el mejor provecho, siempre lo podría haber hecho mejor y me iba a dormir temblando de ganas de que todo volviese a empezar y era paciente en toda mi impaciencia. Ahora soy impaciente en todas mis pausas y la  navidad es triste porque empieza.
Como sea… no me quita el sueño la tristeza.

Respecto a los fuegos artificiales: durante años me divirtieron. Fui el tirador más veloz de cañitas voladoras de zona sur. Las disparaba al cielo, las disparaba en paralelo al asfalto, apuntaba a cosas. Era precavido, profesional y, por sobre todo, certero. Donde ponía el ojo ponía la cañita voladora. Con los fosforitos era más torpe y decidí alejarlos de mi vida cuando uno me explotó en la mano.
Después conocí los fuegos de verdad. Hacen mucho menos estruendo, pero arden mucho más tiempo.
Quiero decir: empecé a tomar en las fiestas y tuve mejores cosas que hacer.

Tuve tres días para armar el arbolito… y todavía no lo armé. Tres días. Hay más de tres ausencias si comparás una navidad de antes con una navidad de ahora. Capaz si pienso en la muerte es porque en la navidad se celebra un nacimiento. Estemos de acuerdo o no, el juego preponderante es armar la casita con los animalitos, ponerle los reyes, el ángel, la madre, el señor que va a tener que mantener al pibe toda la vida… ¿y el pibe que nace es Papá Noel, por eso su presencia en ésta festividad? No. Eso tendría sentido si quisiéramos tener una mínima línea de coherencia en las cosas… pero no queremos. Y el que nace no es Papá Noel.
Nace el hijo de dios, una y otra vez.
En el medio, chau a dos abuelos y una abuela. Y si querés sigo con la lista.
Abajo del árbol de navidad se produce un milagro. ¿Es el árbol de navidad el árbol de la vida? ¿Por eso el pesebre? ¿Para regar con la luz divina ese árbol generalmente muerto o de mentira y obligarlo a parir el fruto más prohibido de todos los tiempos: la esperanza en forma tonta e infantil?
Me doy cuenta ahora que la navidad fue la cosa que más compartí, por ejemplo, con mis abuelos que ya no están. Y cuando digo que la compartimos es de verdad. Ellos estaban ahí y yo estaba ahí.

Mis abuelos me regalaban libros de terror, siempre.

No sé por qué pienso en que todos terminamos siendo adornos de árboles de navidad. La idea no tiene mucho sentido y no sigue la línea argumental. Muchas de mis ideas son así, como Papá Noel.
El tema es que aún no armé el árbol de navidad justamente porque no quiero ver romperse sus adornos. Preferiría ahorrarme pasar por ese poético momento en el que las bolas rojas se conviertan en pedazos de algo esparcidos por toda la casa, lastimando si uno va descalzo. Sencillamente, no quiero. Y tengo gatos. Y estoy seguro que el árbol va a terminar tirado.
Todo esto va a pasar.

Pienso en un chiste: Jesús naciendo y todos felices y de pronto ¡PUM!
Un árbol de navidad gigante, proveniente de un universo superior o inferior o de otro universo y punto, acaba de aplastar a todos. Alrededor del árbol, sangre.
Las ramas empiezan a incendiarse, seguro por alguna fogata que iluminaba la precaria morada.
Me río solo.
Si no hubo sobrevivientes, ¿hizo ruido el árbol al caer?

Lo voy a armar en unos días.
Y seguro obtenga respuestas.

En navidad, más que nunca, la ausencia de respuesta es una respuesta.





85

MIENTRAS TODO LO DEMÁS SE MUERE



Hay bondis que sabés que no sólo te retrasan.
Hay bondis cuyas paradas son un desafío, porque no sólo está el tiempo en peligro. Hay un aura de ansiedad en el banco vacío, en el cartel descolorido… hay montañas de puchos, puchos de los de verdad y de los otros, esos que se pueden volver mentolados con sólo apretarles algo en el filtro, una maravilla de tecnología, hermoso, muy lindo, pero vos estás solo, seguís solo, esperás solo… otra vez sentado bajo ese número que ya empezás a confundir con una secuencia de divino carácter alquímico… porque algo que tarda tanto debe estar bueno, tiene que valer la pena, no puede ser que sólo signifique Pompeya o Valentín Alsina o cualquier otro destino, obvio que no, seguro, si un día te subís a la hora indicada y justo se alinea la cantidad precisa de pasajeros, si justo no hay otros vehículos que auspicien de testigos, seguro de pronto, después de pasar a más de 120 un semáforo en rojo, aparecés en otro lado, en un universo alternativo, en una realidad paralela, y te recibe el Rey de la Líneas con Demoras y te deja hacerle un par de preguntas o las que quieras, ya que esperaste tanto no nos vamos a poner en putos, te dice.
Y ahí te quiero ver. Ahí tenés que pensar rápido, tenés que ser ágil, separar lo importante de lo mundano, discernir cuáles conceptos son tan abstractos que tienen la capacidad de resultar contradictorios, preguntar de modo directo sin dejar de ser una representación universalizada de todo lo que te pasó y te pasa y te va a seguir pasando, obviar interrogantes sobre el amor, para no parecer tan novato.
Todo un tema decidir así de rápido cosas que podrían cambiarte la vida. Te reflejás en los lentes de sol espejados del Rey de las Líneas con Demoras, que espera tus palabras, sin apurarte, con algo que no podés saber si es resignación (para él sólo sos otro más) o confianza ciega (el no sabe nada de vos)… Ahí descubrís que los bondis que tardan mucho te estaban entrenando en el arte de focalizar los pensamientos.
Esperás. Esperás con la vista fija  en el horizonte. Esperás la luz. Esa luz. El bondi.
El bondi que sigue sin venir…
Porque hay bondis que uno tendría que aprender a ignorar… pero no. Hay un plan secreto debajo de la ingenuidad. Siempre hay un plan por debajo de la ingenuidad. Una necesidad. Un trauma no resuelto ligado a andá a saber qué ventanilla o que discusión o qué intercambio accidental de miradas. Toda una red de decisiones tomadas para que termine siendo necesario ir a sentarse a ese purgatorio, a las once de la noche, como si no supieras…
Hay bondis con los que te pasan cosas.
Bondis llenos pero cuyas paradas, te acabás de dar cuenta, siempre están vacías excepto por un único sujeto. Un Esperador solitario, ese que ahora sos. Porque una vez que sos un Esperador no hay otra cosa que puedas ser más que un Esperador. El Esperador ya no puede concentrarse en lo que venía leyendo, ya no se deja llevar por lo que está sonando en los auriculares. El Esperador… espera.
Un Esperador que se tambalea en la cuerda floja de la razón, que tiene sólo dos posibilidades: convertirse en un idiota o en un sabio. Un Esperador que tarde o temprano aprieta los puños y entrecierra los ojos y comprende que todo lo que tiene que hacer es darle vida al deseo… y algo se empieza a prender fuego en esas pupilas temblorosas por las lágrimas que implica el esfuerzo de crear lo que se necesita, porque eso de necesitar lo creado es una trampa y asumirlo te empuja a la próxima epifanía y no sabés si acabás de romper el mundo o sólo transcurrió el tiempo que tenía que transcurrir y justo justo justo en ese instante el resplandor azulado te congela los pensamientos…
El bondi.
¿Lo creaste vos?
¿Eso es lo que siempre venís a hacer acá solo?

Para cuando las puertas de esos bondis se abren delante tuyo vos ya estás volviendo de zarpado viaje.



~

jueves, 1 de diciembre de 2016

esa no es forma de decir adios




Crónicas de un desconectado (parte I)

Hace unos días se me rompió el celu. En determinado momento se apagó y luego quedó loopeando en la pantalla de inicio. Quedó sin poder salir del logo del fabricante. Quedó atrapado en si mismo, sufriendo una agonía que me dolió, que me dejó insomne, mirándolo en la penumbra del hogar, mientras mi novia dormía, mientras los gatos hacían lo que sea que hacen los gatos cuando todo está a oscuras: miraba el leve resplandor de la pantalla, luego el negro. Luego volver a empezar. Mi celular, ese del que siempre me desligué, ese del que nunca me hice cargo para demostrar que lo mío era una consecuencia y no una necesidad (esa necesidad imperiosa de no estar solos, esa necesidad descarada de no asumir que listo, ya fue, se nos fue todo de las manos), mi celular, del que nunca presumí porque no dejaba de darme una terrible y aburguesada culpa, mi “celu”, estaba dando sus últimas bocadas de aire…
Más de una vez me pregunté, durante esa noche eterna, si en vez de morbosear con su inminente y deshonroso deceso no debería seguir con los infructuosos intentos de darle esperanzas, presionando el botón de prendido/apagado, como si eso pudiera solucionar algo, como si eso pudiera hacer que las cosas fueran diferentes… decidí no hacerlo cuando, con terror, me percaté de que si hacía eso corría riesgo de agotarle más rápido la batería…
Y a eso se reduce todo: yo no avalaba el existir de mi celular, pero tampoco le deseaba la muerte.
Como un buen cobarde, coherente a mi proceder, no me hice cargo.
Lo dejé perecer.
A las 5.23 de la madrugada me quedé desconectado del mundo.
Pasó así:



Ninguna luz volvió a encenderse.

***

Crónicas de un desconectado (parte II)

Creo que a veces las personas somos como los celulares fallados.
Quedamos loopeando en el logo del fabricante.
No somos capaces de sacarle una postal al día, no somos capaces de empatizar con un pensamiento, para abolir, con la misma arrogancia, algún otro. No somos capaces de saludar a un desconocido. No somos capaces de hacer un chiste universal sobre nuestra apreciación personal del último capítulo de la última serie de moda.
Se nos arruina la batería.
No somos capaces de comunicarnos.
Un celular sirve, ante todo y por sobre todo, para comunicarnos.
Somos un celular roto.

“[los celulares] se llaman así porque transmiten en una determinada frecuencia de onda electromagnética dentro de una célula, que es una región geográfica de unos 30 km2, cubierta por una antena.

Las distintas células poseen un número fijo de frecuencias de transmisión diferentes, por lo que no se interfieren entre sí. Cuando un celular llama, se comunica con la célula más cercana, que le otorga una frecuencia libre al teléfono móvil y se establece la comunicación. Si el teléfono cruza la frontera entre dos células, devuelve la frecuencia anterior y toma una nueva de la célula en la que se encuentra.
Lo asombroso es que no nos damos cuenta de éste proceso, porque ocurre en ¡alrededor de 60 milisegundos!”.

Así lo describe Patricio Vargas Cantin (Magister en Física, P. Universidad Católica de Chile/ Dr. Recursos Naturales, Max Planck Institut fur Astrophysik, Alemania/ Departamento de Física/ Universidad Técnica Federico Santa María) en una página de internet que no sé si está buena pero tiene un diseño horrible.
Una página de internet muy poco visitada, me animaría a arriesgar.

El logo del fabricante es lo que somos cuando no encendemos nuestra capacidad celular: el contenido duro, la cáscara, la empresa desnuda sin capacidad de sacar rédito de su ficción de marca. Nos quedamos mostrando la cara, la forma, el marketing tras la persona que vendemos a diario. A veces quedamos así de estancados y desaparece la posibilidad de poder volver narrativo lo que pasa ante nuestros ojos.
Esa, en definitiva, es la enfermedad celular, la unidad anatómica de todos los organismos vivos: la enfermedad narrativa, ese algo pretencioso que va hacia el otro con violenta y genuina desesperación.

Me pareció tan buena idea que pensé en contarle a un amigo. A mi mejor amigo.
Así de buena me pareció la idea.
60 milisegundos después recordé que mi celular estaba roto y que la idea se iba a quedar conmigo a solas un rato más y que mejor me quedaba mirando la ciudad pasar por la ventanilla del bondi y que shhhh…
estás solo.

***

Crónicas de un desconectado (parte III)

La semana pasada nuestra gata cazó un bicho. Nos dimos cuenta porque se fue a un rincón y gruñía. Imaginamos que, como es habitual, se trataba de una cucaracha. Cuando le abrimos la boca nos dimos cuenta de que se trataba de una mariposa. La había herido de modo fatal, pero las alas aún indicaban que había espasmos de vida en su ser. 
“Matala, está sufriendo”, le dije con cobardía a mi novia. Ella me miró largo rato y luego me dio al pequeño animal, insinuando lo evidente: “si es tan fácil, matala vos”. 
Jaque mate. 
Dejé el agonizante cuerpo en el patio, en la maceta más linda, con las flores más coloridas. A la gata la retamos mucho, algo confundidos: es verdad que cuando la presa es una cucaracha no le hacemos tanto escándalo. Nos fuimos a dormir. Transpiré mucho. Tuve pesadillas que no recuerdo. 
Lo primero que hice al levantarme fue ir al patio. La mariposa no estaba donde la había dejado. 

De haber tenido mi celular hubiera sabido que esa noche Leonard Cohen había muerto. 
No sé muy bien por qué lloré. Pero lloré. En algún momento.


Cuando los del servicio técnico me dijeron “no lo pudimos hacer arrancar, no sabemos qué es” ni siquiera me conmoví.
De todos modos, la llamada me había llegado.