miércoles, 19 de octubre de 2016

vas a cobrar

EN EL MISMO LUGAR


 *

Segundo día consecutivo que paso la mañana en un banco. No un banco de plaza, un banco de esos con máquinas expendedoras de dinero. Igual sí, primero me quedé un rato en la plaza más cercana. Respiré hondo, me preparé para pasarla mal. Ayer fue horrible. Hoy fue peor. Me sentí atrapado, me sentí estúpido, me sentí observado, me sentí manipulado, me sentí rodeado. Todo eso y pobre, porque me quedé sin cobrar. Sigo sin cobrar.

 “¡Vas a cobrar!”, decía mi vieja cuando yo me portaba mal.
Es lógico que cuando no cobro me den ganas de  portarme no muy bien que digamos.
Es psicológico.
La figura de la madre y la figura del banco son la misma cosa, el mismo portal sangriento puesto en natural oposición: el primer hogar propio contra las deudas que genera un monoambiente choto.
Naturaleza misma del capitalismo.

“Andate a la concha de tu banco” y “el puto banco que te parió” deberían ser insultos válidos.

*

La mañana de hoy fue fresca. En un momento, mientras intentaba tranquilizarme, se me erizaron los pelos de la nuca… mi primer suposición fue que el miedo estaba actuando sobre mí. Después me di cuenta de que se había levantado viento.
Miedo y frío.
Son cosas que a veces se confunden.

En la primavera el miedo persiste, el frío no se va.

Entré al banco. Hice tres veces mal la cola. Todo después de haber hecho las estúpidas preguntas de rigor: “disculpame, ¿la cola para preguntar dónde se hacen las colas es acá?”.

Hay gente que a veces, sin querer, explica todo mal. A esa gente la contratan en los bancos para que se paren por ahí y pongan cara de que trabajan en el lugar. Entonces uno les pregunta algo y ellos hacen su gracia.
Siempre sale bien: es decir, mal.  

Me aferré a la mochila y empecé a hacer un recorrido visual veloz por el lugar, sin detenerme en nada, pero al acecho, mostrándome alerta. Estaba paranoico. Adelante mío había más de cincuenta personas. Y la cosa avanzaba con lentitud. Un sonido tipo ding-dong y nosotros dábamos un paso.
Junto al ding-dong un número aparecía en una pantalla de leds. El número indicaba a qué caja tenías que dirigirte. Una pavada. Recorrido fácil.
Ratitas psicológicamente destrozadas, condicionadas.
Ratitas en busca de queso.

*
Al tercer o cuarto ding-dong, es decir tres o cuatro adormilados pasos después, mi cabeza empezó a correr en círculos, desesperada:

Banco. Estructura de mentira dentro de edificio histórico, de histórica y sólida catedral. Babosa dentro de casa-caracol. Banco. El banco son paneles. Todos paneles. Uno al lado del otro. Paneles. Una cosa miserable. Nunca paredes. Ningún lugar en el que apoyarse. Te apoyás y se cae. Todo. Pilas de papees. Papeles que sabes que ya nadie va a leer. Como los carteles en los paneles. Cosas que anuncian cosas que ya pasaron hace rato. Como los graffitis en la calle, a nadie le importan. Envejecen y se los come el tiempo. Los paneles del banco quieren ser paredes, pero son chetas y nacieron así, con el corazón ortiba. Un banco no puede mantenerse en pie. Resoplás, frustrado, y parece que todo podría desmoronarse… aunque es probable que el que se esté desmoronando seas vos. Hipotecas, morosos, préstamos. Caras de incertidumbre, techos altos, risas que salen de algún lado, alerta de hospital y seguimos avanzando por laberintos hechos con cadenas de mentira. Laberinto zig-zag. El cebo es efectivo. Literalmente: el cebo es efectivo. Blanca pulcritud, blancos los bigotes de los rostros amarillentos que a veces se dejan ver. Pura perversión de perfumes caros que huelen grasa. Rostros ajetreados, agujereados, algo más que envejecidos. Rostros que se van a esfumar con el primer viento… polvo apenas condensado en figura humana. El primer viento va a dejar al mundo sin evidencias de lo que era un banco. Imagino papeles de colores lloviendo en una danza hipnótica. Los papeles de colores que hoy vinimos a buscar. Lluvia de próceres, idealistas, animales, todo junto. Cuánta vulnerabilidad. Un único viento. Uno no necesariamente fuerte sino que constante… Uno que termine empujando para finalmente lograr que…

DING DONG.

*

El tipo de adelante no se movió. Se quedó duro en el lugar.
El pánico se apoderó de mí, con un morboso cosquilleo en la panza de la curiosidad. Mariposas terroristas zumbando adentro de las tripas. “Ya está”, pensé, “se cansó… Ahora saca un arma y nos mata a todos…”. La imagen se vestía de surrealismo en mi cabeza: la sangre era brillante, los movimientos de la violencia poéticos en niveles desorbitantes.
“¿Quieren cobrar? Ahora van a cobrar”. Imaginé esas palabras en la boca del posible loquito, me imaginé a mi mismo susurrándoselas al oído, como un regalo por liberarnos a todos del infierno, como homenaje encubierto a mi vieja. Todo un cámara lenta, toda una humanidad volviéndose un bosquejo de si misma, una pintura rupestre luego estudiada por generaciones extraterrestres futuras; explicaciones en los museos del fracaso: “esto de acá representa a un ser vivo que se da cuenta de que todo lo que está haciendo es ridículo… saquen sus propias conclusiones…”.

Otro ding dong.
Los murmullos a mi espalda se intensificaron, mi corazón se aceleró.
El loquito se dio vuelta y pude ver su rostro: unos cuarenta años, bolsas bajo los ojos, barba en forma de púas. El rostro de la tragedia, el rostro vengador, el rostro masacre, el rostro que ocuparía las primeras planas de todos los diarios, rostro que aparecería en los noticieros, rostro que se completaría con alguna biografía exagerada… rostro de un tipo que mataba hormigas de chiquito, rostro de un tipo abusado por su padre, rostro de adulto con niño interno de padres divorciados, rostro de fuma porro, de nihilista, de oficinista ejemplar…
Toda la atención desviada. Nadie hablaría nunca del banco, ni yo podría hacerlo, dado que ya me suponía como primer y orgullosa víctima…
No me importó.

*

Antes del próximo ding dong, justo antes de que los murmullos empezaran a mutar en insultos, el tipo me dirigió una fugaz mirada y salió de la fila. Seguí su paso apurado y torpe, estirando el cuello.
“¿Te cuido el lugar?”, pregunté, sin proponérmelo.
No se volvió a girar.
Una vieja conchuda me metió un codazo para que avanzara.
Avancé, aturdido y decepcionado.

El loquito no volvió.
Ding dong tras ding dong llegué a la caja donde me informaron que faltaba que me registrara en no sé dónde, haciendo no sé cuál fila.
“Ya fue, vuelvo mañana…”, le dije a la mina de aros gigantes y bronceado ficticio.
No me dijo nada, no se solidarizó, no me dijo que lo lamentaba.
Apretó un botón.
Ding dong.

*

Salí ahogado, respiré llenándome los pulmones. Gasté mis últimos pesos en un paquete de cigarros, medio sin saber qué otra cosa hacer.
Caminé hasta la plaza.

El loquito estaba sentado en el mismo banco en el que yo me había sentado por la mañana. Me percaté de que era él cuando ya estaba cerca y me pareció de mal gusto cambiar de rumbo a pesar de que eso quería la parte de mí que empezaba a desintoxicarse de la presencia de otros humanos, mientras no dejaba de dar pitada tras pitada a mi tubito de cáncer.
Me senté a su lado.

“No vuelvas mañana…”, soltó, sin mediar saludo.  “¿Cómo sabés que tengo que volver mañana?”. “No vuelvas”. Me animé. No me animé a mirarlo a los ojos pero me animé: “¿Vas a hacerlos cagar fuego a todos?”. Pareció pensarlo un rato largo. “¿Estás loco, vos?”. Me quedé en silencio. No supe cómo explicarle que el loquito era él. “No vuelvas”, siguió, con tono monocorde. “No te van a pagar. No te van a pagar mañana ni nunca. Si les seguís la corriente vas a terminar viviendo en ese banco…”. La idea me pareció espeluznante: “No quiero vivir en un banco…”.
Nos miramos. Ahí sí nos miramos. Nos miramos fuerte, más que fuerte. No sé qué pensó él, pero yo pensé en mañana, en mi mañana, en todo el mañana.
“¿Tenés una moneda?”.
Luego, otra vez el viento, llevándose lejos la posibilidad de una respuesta.


***