EMPÁTICAMENTE HABLANDO: UNA REFLEXIÓN
Nunca todo esto podría
no existir.
*
La manifestación de espectro/cuerpo que se presenta y representa
durante la lectura del subsiguiente apartado es, sin más, la muestra categórica
y final de que sos esto: un rapto consensuado, un encuentro de salvación y de
nada entre mis deseos febriles de intentar decirlo y tus ganas encubiertas de
querer escucharlo, conceptos, dicho sea de paso, que nos envuelven también en
su aplicación inversa: siempre busco una voz, siempre gritás, y gritar no
existe más que en su forma literaria, porque leer la palabra gritar no es
gritar, porque pronunciarla no es gritar, porque tu espectro/cuerpo no es más
que mi espectro/cuerpo, aniquilado de experiencia, siempre vivo, a gusto y
contra gusto, presente y representado, porque quizás sea la manifestación el
único tiempo presente, el sagrado y primordial espacio neutro donde me decís lo
que pensás.
*
El protagonista del libro se
llama El Lector. O se hace llamar El Lector. O no lo sabe, pero todos lo leen
como El Lector. Es importante saber que muere en la página 27. Más importante
aún es saber que su nombre (su apodo, su ilusión de sí) vuelve a estar presente
en la página 28. A
partir de entonces la ficción decanta en sugerente carta de amor, despedida,
fatalidad. Homenaje. Lo universal, lo que podría ser para todos, se traslada al
plano de lo secreto, de lo individual, un susurro de subtexto que exige un
destinatario, un lector único, alguien capaz de prestar su oído visual para
abrazar ese pedido de ayuda definitivo. Pero, nos preguntamos, ¿puede alguien
muerto llevar a sus espaldas un protagónico? ¿Puede alguien muerto leer? La
curiosidad es la respuesta: la posibilidad de estar frente a un flashback
explicativo que justifique, desde el lejano pasado, el por qué de tan abrupta
muerte joven; la posibilidad de un fantasma, de un alma, de un ente, de un
“porque sí” inmortal, un contar la historia desde la perspectiva del habitante
de la casita embrujada, una rotura de eje metafórica para sentirse más o menos
solo, para demostrar que no importa tanto el lugar, todo es más o menos igual;
o la posibilidad, por último, de estar frente al milagro, el dedo divino interviniendo para dar al
lector la posibilidad de un Lector. O un Lector para el lector. No un sueño
húmedo con lo que ya no está, no un lugar entre las sombras, no el complejo de
mártir, no el espíritu acongojado por la ausencia de un espíritu. Nada de eso,
sino que un nuevo vórtice para la contradicción, para la fuerza de choque entre
los opuestos y el nacimiento de un contexto mayor: uno en el que El Lector del
lector (lector de El Lector) no muere y vislumbra al autor, un alguien-algo
cuya fé ciega lo mantiene meditando en una metafísica suspensión atemporal, con
la vista fija en las páginas de un libro que todo lo absorbe, que todo lo
contrae, que tarde o temprano terminará cerrado, olvidado o abandonado, en
medio de una habitación o un mundo en blanco, imposibilitando, por sobre todo, la
existencia de ese burdo y esencial juego del doble.
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