DIMENSIÓN FRACTAL
(o: “El gato de
Schrödinger ha muerto… ¡larga vida al gato de Schrödinger!”)
***
El problema, que para su interior,
para su representación totémica gráfica fue desde el instante cero EL PROBLEMA,
surgió cuando su novia le susurró, en mitad de la noche, en medio de la
oscuridad, justo en el centro de la cama que compartían, con él recostado en su
pecho, en el corazón del corazón, en el agujero podrido de ese cuento que
comenzaba con una manzana mordida: “si te parece que la idea estaba tan buena
la deberías volver a escribir… ¿o te vas a quejar toda la vida de haberla perdido?”.
Él intuyó que ella no sabía del todo
lo que estaba queriendo decir, incluso, sin mirarla, sintiendo el compás cada
vez más lento con que subía-bajaba su pecho izquierdo, supuso que lo que decía
lo decía por estar quedándose dormida con él sobre ella, como uniendo
pensamientos que en realidad no le pertenecían del todo, dando vida a esa
declaración Frankenstein que no carecía de valor en absoluto, pero no parecía
real, como si el secreto de su enunciación radicara en un estar diciendo algo
mucho más importante, algo que excluía por completo la idea de emisario
directo, siempre deforme, monstruo-monstruo-monstruo, un mensaje más importante
que los cómos para exteriorizarlo, algo que no podía estar para nada prefijado
por la débil voluntad de ella que ya descendía, seguro, espiralada hacia el
paraíso de las tierras oníricas.
O quizás fue que EL PROBLEMA surgió
de ese sueño, el de él, que dormido y soñando que ella se estaba por quedar
dormida, empezó a tejer el mito, ascendiendo al infierno de la razón que había sido
el culpable de otorgar el carácter de mayúsculas a esas palabras que empezarían
a desarrollar una afinidad enorme entre ellas, relaciones siempre lineales pero
llenas de mentiras piadosas: significaban algo y significaban muchísimas otras
cosas: dos palabras: EL-PROBLEMA.
A veces EL PROBLEMA era el “EL”, a
veces EL PROBLEMA era el “PROBLEMA”. Algo que todo el tiempo parecía estar en
un equilibrio enfermizo, de fiebre, de borrachera cósmica peligrosa, de acto
terrible y temerario de pararse en el borde de la terraza y mirar para abajo y
sentir el vértigo y saber que toda esa conciencia de la perfección es tan suave
y fugaz como la brisa que su mismo espíritu, el que se mira a si mismo,
provoca, esa brisa-posible-asesina pero mientras tanto tan embriagadora, un
trabajo de profesionales ejercido por entusiastas novatos cargados de confianza
ciega, confianza bruta, confianza todo: un equilibrio destinado a no serlo,
razón por la que él empezó, para decirlo de algún modo, a obsesionarse y su
obsesión fue, claro, la posibilidad de resolver EL PROBLEMA, lo que debe
entenderse como “la posibilidad de romperlo”.
Deseaba convertirlo en un “EL” libre
y un “PROBLEMA” libre, dejar de verlos siempre unidos en la primer plana de
todas sus fantasías o como mensaje subliminal de sus siniestros, fuera de foco,
pero tan evidente en su disfraz.
EL PROBLEMA tenía en su interior, en
analogía perfecta dado su carácter de organismo doble (EL/PROBLEMA), un sistema
circulatorio dividido también en dos. Una pulsión indicaba, casi fatigosa en su
completo convencimiento, que retomar algo ya escrito para volver a escribirlo
era una opción tan estúpida y aburrida que hasta era preferible, con tal de
evitarla, jugar a la maduración o la superación, un: al pasado, pisado;
cualquier cliché con tal de no entrar en el tedio de intentar entenderse de un
modo tan poco divertido. No, no había modo, ni hablarlo. Mejor no. La otra
pulsión no la contradecía, claro, porque provenía del mismo eje, pero se le
oponía en recorrido: comenzaba con un “sí” rotundo para luego explicar que su
gran plan consistía en volver a escribir lo escrito pero desde un segundo nivel:
re-escribir sin omitir la sensación de estar re-escribiendo, convertir la idea
en un barco de papel en un torrente de información vital, violento y caudaloso,
como si no fuera lo más importante ni lo más vivo, pero ahí, sin hundirse; para
esa voz era importante, justamente, ese
río, el poder pensar sobre las implicancias de retomar un texto y en vez de
realmente retomarlo escribir sobre ese retomar. Una trampa. Mejor ni decirlo en
voz alta.
No se animaba a colgarse de alguno
de los extremos, no se animaba a ser ese peso que ejerciera la presión
suficiente como para ahorcar a alguna de las cabezas, no se animaba a sentirse
culpable: sí, estaba aterrorizado con EL PROBLEMA, pero no podía, sabía que no
podía, recurrir a una escapatoria fácil, sabía que un ataque ingenuo podía
derivar, no bien hechas las cosas, en un EL PROBLEMA zombie. No necesitaba
corroborarlo para saberlo: EL PROBLEMA tenía que ser eliminado con un certero
tiro en la frente con una bala de plata en la que fuera tallada una cruz.
Cualquier otra opción era una tontería.
Sabía que la cabeza “mejor no” no se
equivocaba, que ese argumento anti-tedio era también una declaración astuta: el
tedio escondía, sin duda, imposibilidad, un velo falso, una respuesta que
terminaría decantando inteligente pero muerta, mejor no, mejor entender el
abandono y no abandonar, porque abandonar no era dejar de hacerlo, sino dejar
de vivir. Se dijo: no quiero dejar de vivir y seguir haciendo.
Sabía también que la cabeza “sí,
mejor”, estaba en lo cierto, se hacía cargo del giro, se peinaba para una
cámara de 360 grados, imploraba y exigía un desafío que no encontrara su punto
fuerte en la negativa, una sapiencia de que “claro que es una pérdida de
tiempo, a menos que”, un “a menos que” tesoro, un “a menos que” corriendo en
círculos alrededor suyo, un “a menos que” que podía marearlo, hacerlo tropezar.
Se dijo: no quiero ser yo el que me mate.
En ambos casos EL PROBLEMA estaba en
que EL PROBLEMA pertenecía a una cabeza otra que no era la suya, que podía ser
la de su novia, que podía ser la del rey del sueño, cualquiera… pero no la que
él podía agarrar con sus propias manos, no la que él podía hacer chocar contra
una pared, cosas ambas que hacía (taparse con las manos, darse contra una
pared) cuando EL PROBLEMA traía un insomnio insufrible, cosa que pasaba o
empezó a pasar a menudo.
También empezó a pasar que el terror
que lo paralizaba, debido a una repercusión en algún lugar de si mismo o en
algún lugar de algún si mismo, como si
se moviera a una velocidad increíble, comenzó a estirar sus tentáculos, dejando
detrás suyo una estela de fantasmas, que a veces son considerados pasado, pero
que eran, de modo claro, a él empezó a parecerle claro, nuestros arqueólogos,
nosotros después, adquiriendo el ego correspondiente, convirtiéndonos en
protagonistas, luego en la posibilidad de escribir sobre eso; de pronto el
terror-especulación-tentáculo-expansión le hacía concebir la idea en colores
brillantes de un par de cabezas para cada una de las cabezas, generando, con
esa simple doble posibilidad, doble de dobles,
una especulación matriz que en realidad siempre había sido eso: algo
imparable: dos cabezas por cada cabeza, dos cómo hacerlo dentro de cada qué
hacer que también era doble. Empezó a sentir, sin remedio, que en su ahora todo
dependía de EL PROBLEMA, hasta de su chance, porque la tenía, ¡la tenía!, de
decidir olvidarlo. EL PROBLEMA era una mentira, SU mentira. Escribió, en su
diario, “algo que había sido decide volver: alguien va a decir que escribí,
pero se va a estar refiriendo a si mismo”. Empezó a sentir que todo, en
definitiva, se trataba de eso: re-escribir o no re-escribir y cómo y algo
relacionado con la culpa y la inocencia; empezó a sentir que los pensamientos
habían tenido la fuerza suficiente como para evolucionar y empezaban a ser la
fusión evolutiva: el pensamiento único, y el día que de tanto pensar sobre eso
terminó por comprender (dentro de la misma comprensión) el concepto, abrió los
ojos y no supo si se despertaba de un sueño que le había narrado una vida o si
sólo había dado una cabeceada, que seguía acá, que nunca se había ido, que
ésta, así, era su, “mi”, escribió, vida.
Primero sintió que la negrura de su
habitación se lo tragaba. Luego, de a poco, se dio cuenta del peso que había
sobre su pecho. Un peso liviano, algo que se balanceaba entre los vaivenes algo
alterados de su ritmo cardíaco, algo ahí pero ausente: ella, dormida.
Esa fue la noche, la noche
re-escritura de la noche en que todo había comenzado, que llegó, por fin,
cuando estaba tan acabado que ni siquiera parecía acabado, cuando había asumido
que su brújula jamás podría guiarlo en un universo con una expansión de esas
magnitudes, en que supo que EL PROBLEMA, el del pensamiento único, algo de lo
que ya había escrito, algo de lo que no podría dejar de escribir: el
pensamiento único, paradójicamente sostenido por la repetición, tenía una
solución: no había que ir hacia delante, bastaba con dar un paso hacia atrás,
estar previo a la creación de EL PROBLEMA, crearlo, serlo, pasarle EL PROBLEMA
a otro, y, en la vida que siguió a ese segundo o, quizás mejor dicho, en los
segundos que siguieron a la vida que siguió, resolvió lo siguiente: empezó a predecirla,
a ella, a su novia, sólo porque era su reflejo no espejo más cercano, empezó a
palpar la ficción de tratar de predecirla, empezó a hacerla consciente de su
ficción de tratar de predecirla, la volvió real, testigo de su búsqueda, de la
de él y, a su pesar, de la de ella misa, la construyó en el templo de EL
PROBLEMA, sin que EL PROBLEMA sospechara, por caso, que estaban cocinando su
perdición en sus propias entrañas. La hizo única a razón de repetírselo todo el
tiempo, para que nada se borrara, hasta que un día, mucho después o ese mismo
EL PROBLEMA cuando todo había comenzado, cerró los ojos, en el centro de su
cama, en el centro de la habitación, que formaba parte de un mundo donde todo
podía ser un centro, en el centro mismo, por consiguiente, del espacio
infinito, espacio-hoja-en-blanco, y se durmió (por fin) para soñar algo que al otro
día no sabría cómo contar “a menos que” un cuento y volver a empezar, con la
pequeña diferencia de que ya no dormiría en su pecho, ni ella en el de él ni él
en el de ella, porque se había quedado (por fin) solo porque, concluyó, no hay mal (EL PROBLEMA) que
dure cien años, ni idiota (otro) que lo soporte.
Volver a empezar… o no, susurró para
sus adentros con una sonrisa que bien podía estar en sus labios o bien sólo
existir en sus pensamientos.
Quedarse quieto, ahí, en ese punto
exacto donde todos los rumbos convergían, ahí donde ya ninguna idea le parecía
tan buena, no le significó ningún problema: todo estaba, otra vez, como nunca,
roto y resuelto.
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