SOBRE EL SONIDO MALDITO
(o: "un compilado de grandes fracasos")
Me desperté sordo, en mitad de la noche.
Lo primero que descubrí fue que no podía
moverme. Mi vista estaba clavada en el techo, uno de los brazos doblado de modo
poco convencional, el corazón inusualmente calmo, como si el pulso no hubiera
recibido noticias de la terrible situación. Y la terrible situación era que (fue
lo segundo de lo que me percaté) un extraño cosquilleo me corría bajo la piel,
provocando pequeños aguijonazos en el centro mismo de los huesos, un eco veloz
que viajaba quemando, haciendo cenizas mi dureza, ahuecándome, dejando una
estela de purpurina ardiente que no llegaba a disiparse porque rápido el
circuito se cerraba y no había ni un segundo en el que todo el cuerpo no me
estuviera vibrando en un espacio-tiempo igual de dormido que mis capacidades
motoras.
Junto con esa certeza, la certeza de que me había
vuelto un furioso muñeco vudú que no dejaba de ser acribillado, llegó el tercer
descubrimiento.
El tercer descubrimiento fue el zumbido.
Sí, la vibración era un zumbido, una especie de
mantra en baja frecuencia que se desprendía de mis articulaciones ausentes, mis
músculos tensos, mi carne hirviente. O todo estaba en mi cabeza. Todo estaba en
la única parte de mí que aún estaba dispuesta a reclamar algo de propiedad
sobre lo que se mostraba muerto y
alarmantemente vacío, la parte de mí que tenía la culpa de que yo pensara en un
mí. Mi yo.
El zumbido, su existencia inapelable y única,
era, paradójicamente, la razón definitiva de mi sordera, de ese modo tan
fantasmal de habitar la noche, ese modo que interfería con la percepción
natural y me obligaba a no despegar la vista del techo tan lleno de sombras
estáticas, que bien podían ser, a su vez, un reflejo de lo que yo podía ser para la visión de alguien que se
tomara la molestia de mirarme desde allí, desde arriba, invirtiendo mi eje de referencia.
Me sentí desprendido: yo era sólo una mancha; el
zumbido, esa manifestación eléctrica que parecía llenarme con su vitalidad, me
daba una consistencia plana, achatándome sobre la cama-techo, convirtiéndome en
un punto de fuga, una figura que rápido la conciencia podía interpretar como un
monstruo, una quietud más dentro de un mundo paralizado.
Aumentó la vibración, tanto que nada era una
definición, sino que un estado en si mismo, un “ser” diferente. Ni mi antebrazo
bajo mi peso, ni mi corazón en su percusión pacífica, ni mi vista en un allá
que podía ser un acá; nada de todo eso era mío, sino que “mío”. Empecé a flotar
en el zumbido, ni arriba ni abajo.
“Estoy hundido”.
Analicé mi (“mi”) situación, traté de entender en
qué lugar me dejaba la inmovilidad:
-Arriba: un nuevo techo: la superficie de todo
un esquema llamado realidad.
-Abajo: una nueva cama: un paradigma que se
tejía con las fuerzas de choque existentes dentro del núcleo de la existencia
misma.
Ambos conceptos parecían intercambiables. Me
supe condenado.
Antes de ahogarme, sin desesperación, me
pregunté si también era incapaz de gritar.
Con un esfuerzo póstumo apreté los dientes, sin
sentirlos. El dolor fue tan indefinible como la caricia de un ayer. O como la fantasía de una caricia.
Estaba en sintonía con todo.
Estaba en sintonía con todo.
Sin esperarlo, me
encontré abriendo los ojos por segunda vez, al tiempo que el sonido de mi propia voz
llenaba toda la habitación, colmando cada rincón, cada arriba y cada abajo.
Algo se rompió.
Tenía puestos los auriculares y, para mi sorpresa, en el techo no
había sombras.
*
¿Por qué hace covers una banda?
Imaginate a un dibujante con talento calcando
un famoso cuadro. Imaginate a un escritor en el banco de los acusados, bajo el
cargo de “plagio”. Seguí imaginándote los devenires que afectan al resto de las
artes. Sin embargo, un músico puede ser considerado músico desde el mismo
instante de la precisa o genuina ejecución. La validación de la reversión
afecta de modo único al fenómeno musical. Algo que tiene que ver con el
lenguaje. Y el lenguaje es mito llevado al extremo, tanto como el mito es
lenguaje llevado al extremo. Una identificación más ingenua, una consecución
profesional más compleja, sin tanto arista de solemnidad: hacer un cover, fin.
Tanto el lenguaje como el mito buscan
preservar, inmortalizar.
¿Por qué hace covers una banda, entonces?
Manifestar en voz alta lo que vos ya tarareaste
por lo bajo. Una forma de comunicación
secreta, una lectura veloz de una realidad-paradigma que por culpa de esa
velocidad se imprime y se reimprime, como si el cover fuera el eslabón evidente
y preponderado, la pieza que decanta del espacio-tiempo-percepción de un
ahora-ya que es un ahora-antes, un ahora-después, un ahora-cover, fin.
El lenguaje, en su síntesis, puede ser muchas
cosas, pero nunca original. El mito, en su síntesis, origina. Clara
contradicción que deriva en el ser queriendo ser, siempre siendo.
Una copia que no se considera tal.
Eso somos.
*
La primera vez que me sentí conmovido de verdad
por un tema tenía ocho o nueve años y estaba en la pileta de lona que mis
viejos solían armar en el patio de casa ni bien el verano comenzaba. Estaba
compenetrado en una misión doble: quería batir mi propio record aguantando la
respiración y poder, de una vez por todas, abrir los ojos bajo el agua, sin que
eso dispara el reflejo de también abrir la boca. Quería mirar en las
profundidades sin que eso significara ardor, gusto a cloro, tos. Quería poder
ver sin pagar estúpidas consecuencias.
En mi muñeca derecha llevaba un reloj de
plástico que tenía una inscripción en inglés que lo calificaba como “a prueba
de agua”.
Por infinita vez esa tarde, programé el cronómetro,
tome aire y me sumergí.
Con los cachetes inflados comencé la cuenta
interna y empecé a sentir cómo, de a poco, mis pulmones, a diferencia del resto
del cuerpo que se abandonaba a una especie de letargo acuoso, empezaban a
convertirse en brasas ardientes.
Unos segundos después todo indicaba que el
intento se convertiría en otro de tantos intentos fallidos. Fue entonces cuando llegó la
melodía.
Provenía del interior de casa. Supe que mi
viejo había puesto uno de sus discos preferidos. Y la música no sólo atravesaba
los muros de concreto que la contenían sino que también llegaba hacia mí, como
“apagada”, como a través de un filtro que la reducía y a su vez la
revalorizaba, anexando sus golpes a los golpes de mi pecho, que me recordaban,
de modo violento, la necesidad siempre implícita de aire.
Sin embargo, cautivada por los acordes, la
necesidad bailó y se olvidó de sí.
Mi propio peso y consistencia dejaron de ser
tales y una voz lejana que hablaba de cosas tristes me elevó. El aire, ya no
feliz con no entrar, salió. Pero no yo. Yo no salí. Se desinflaron mis
cachetes, dejé de contar. Me quedé bajo el agua.
La primera vez que me sentí conmovido de verdad
por un tema me encontré a mí mismo flotando. Y cuando abrí los ojos, ya sin
estar pensando en fracasar, vi el fondo azul sobre el que mis rodillas se
habían asentado minutos antes. El fondo de la pileta se movía, hipnótico, como
si reflejara, a punto con los acordes invasores, el cielo que sobre mí, sobre
el agua, se movía, en ese cautivador pero invisible rotar que da razón al
mismísimo eje terrestre.
La vista se me nubló más y más, al tiempo que
el tema (el favorito de mi viejo, el que venía de su infancia) llegaba a su clímax
y yo entendía que llorar era un deseo imposible.
“¿se puede llorar bajo el agua?”, me pregunté,
al tiempo que el furioso palpitar se me trasladaba a los ojos y manchas oscuras
empezaron a aparecer con intermitencia frente a mí, nublando el fondo-cielo,
como si una enorme ave rapaz me sobrevolara, hambrienta y paciente.
Cuando el tema terminó, resurgí, como un zombie acuático, con una profunda y ruidosa inhalación, como si ni todas las partículas de oxígeno del mundo me fueran
suficientes. La música parecía más lejana que aún estando lejana. Pero yo ya había
descubierto la conmoción. El mito. El lenguaje.
Observé dos cosas: el reloj de mi mano derecha
se había detenido.
Mis oídos, efecto secundario, estaban tapados.
Unos días después, solo en casa, descubrí, con
el vértigo del que inspecciona lo prohibido, que el tema que sonó la tarde en
que quizás batí mi record o quizás no, no sólo provenía de la infancia de mi
padre, sino que era una reversión de un tema mucho más viejo.
Es el tema que más veces escuché en mi vida.
*
Las bandas hacen giras, dan shows en vivo,
tocan una y otra vez eso que ya supieron perfeccionar hasta el límite de sus
capacidades.
Recordemos que nunca vas a leer un libro tantas
veces como escuchás un tema. Mucho menos asistir mil veces a la misma muestra
de obras de tal o cual artista plástico.
El rock te obliga a remitirte una y otra vez a
un determinado sentimiento, recuerdo, muerte, resurrección. No es juntarse a
escuchar un disco. Es juntarse a escuchar a una banda reproducir un disco.
¿Qué es un
show en vivo si no es un mito de las cavernas a la inversa, donde primero se visualiza
la forma, luego el engaño? Y en el engaño la revelación, el reflejo.
El fuego
primigenio fue creador de las sombras primigenias, las primeras sombras danzantes
creadas por el hombre, entregadas al crepitar del accidente-descubrimiento.
¿Y el
primer fracaso? La vulnerabilidad y finitud del fuego.
¿Y el
primer saber? El fuego puede recrearse.
Que existan
los shows en vivo es un entrenamiento para nuestra conciencia ancestral, la más
importante y la más efímera: la experiencia vuelta cover de si misma.
Ninguna
lluvia puede apagar ese incendio.
*
Logré ver a mi banda favorita cuando mi vida
había atravesado la curva de saber que nada puede ser favorito, que todo es más
una chance, que la música se come a sí misma, como la cultura toda, pero a
pasos (mordiscones) agigantados.
Fue un recital al aire libre, en un estadio. La
banda había movilizado a miles de fanáticos que se habían dejado cautivar con
la trampa de que no habría más recital que ese, que era el volver a juntarse
luego de la extinción. Incluso con las críticas previas que calificaron al show
como un robo, un intento desesperado de capitalizar algo que había perdido su
alma, el estadio se había llenado.
Idealización: ese es el alma no perdida del
lenguaje y el mito.
Me conmoví sobremanera cuando, en su retorno,
mi banda favorita (o mi ex banda favorita) ejecutó un tema de su primer disco
que en realidad no les pertenecía. El chiste se repetía a si mismo, a la sonrisa
del entendimiento le seguía la sonrisa del fracaso que motiva toda composición.
Comprendí la sala de ensayo, a pesar de nunca haber tocado un instrumento.
Rápido me sentí no solo pero sí único entre
todas aquellas personas y me recordé a mi mismo escuchando ese tema en una
prehistoria inalcanzable, con auriculares, acostado, entrando al plano onírico
al compás de esas notas.
Al llegar al estribillo, cerré los ojos. La
efusividad de todo ese público que no era necesariamente “yo” demarcó el
carácter de la leyenda, habló del entendimiento más allá del tiempo y me dejó
titubeando, aún con el resonar de epifánicos versos repitiéndose entre mis yo y
dentro de ellos.
Me mantuvo de pie el hecho de que otro
ser-forma se ajustara a mi hombro derecho y otro ser-forma se ajustara a mi
hombro izquierdo. De lo contrario hubiera caído.
Levanté la cabeza (que era lo único que podía
levantar, aprisionado y contenido como estaba) hacia las nubes, con los ojos aún
cerrados.
“¿Puede mi viejo, ya muerto como está, seguir
escuchando su tema favorito?”
A modo de respuesta, pesadas gotas empezaron a
besar mi rostro.
El tema terminó. Sé que hubo aplausos pero no
los escuché: para esas alturas, el show había dejado un irremediable zumbido en mi interior.
*
Ya dijo alguien alguna vez que todo
sucede siempre dos veces. El rock proclama que existe una tercera vez, pero su
esencia es un secreto, un sagrado y profano silencio, eso que se
busca romper, con terquedad, sin mucho o sin nada de éxito, para lograr, de
modo definitivo, eso que se llama comunicación. La tercera vez es el disco
girando de modo incesante: el mito-lenguaje del ciclo.
*
Mientras releo lo expuesto,
vuelvo a poner play.
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