martes, 2 de agosto de 2016

¿y yo qué era?

NIÑO DIOS SE MUERE






A todo lo que no recuerdo y jamás voy a recordar de mi abuelo



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Hay cosas de mi infancia que me acuerdo con colores particulares, como filtrados por Instagram, a pesar de que allá, en ese pasado, esa aplicación no existía. Ni siquiera existían los celulares y tener una cámara de fotos era jodido y caro con todo ese rollo de los rollos. Mi infancia quedó tan desapegada del presente como en su momento quedó desapegada para siempre la infanto-realidad de mi viejo, esa realidad que por ser terriblemente lejana parecía ficticia. Él hablaba de calles sin asfaltar. Yo hablo de la ausencia de internet. Llega un punto donde toda prehistoria se compacta y forma parte de lo mismo: pura y básica prehistoria, sin más ni menos.

Hay cosas de mí infancia que no me acuerdo o que sé que no son como me las cuento. Mucho menos como me las cuentan. Pasa sobre todo con las cosas de mi infancia que involucran a alguien que está muerto en la actualidad, casi siempre un familiar. Esas cosas se resignifican en relación a la eternidad que cada interlocutor construyó sobre el difunto en cuestión. Cuando se habla de gente que ya no está, el público es el doble de respetuoso y el artista mucho más artista. Un muerto es un show. Una excusa para tratar de entender algo, una farsa, un pedazo de ego mordiéndose la cola.

El tema es ese: cada vez más, las cosas de mi infancia tienen muertos. Tienen cosas que tarde o temprano voy a dejar de contar, cosas que, ante un nuevo descubrimiento, voy a querer conservar sólo para mí. Intuyo que los secretos empiezan a definir a las personas tarde o temprano. Creo que hay un momento en que ciertos recuerdos dejan de serlo para convertirse en historia. Pre-historia, la que ya mencioné, la rígida, la compacta, la piedra. Creo que esto también va a pasar y de hoy voy a decir lo mismo mañana. Pero creo que nunca me había pasado esto.

Porque a veces todo rebosa hipersensibilidad casi eléctrica, porque a veces sé que me divierto llenando espacios vacíos, pero nunca este ahora, donde pienso en mi abuelo y ya no lo veo, no está, porque ya me olvidé cómo era ese sótano en el que él trabajaba y que era uno de mis placeres más rotundos, no recuerdo por qué hoy pensé en ese cuadro que él tenía de no me acuerdo qué cosa… en este ahora todo ese lugar donde mi abuelo no está es mi abuelo en su totalidad, hoy lo pienso y siento cómo se derrite el lienzo que supe habitar en alguna ocasión, veo detrás de la ilusión a mi abuelo, al vivo, como si no hubiera nada para contar porque todo se sigue contando; lo veo ahí, lo pienso y ya no sé cómo era mirar su cara, no puedo asegurar cómo es que sonaba su voz, pero me habla desde un lugar que de pronto deja de ser un mundo fuera para convertirse en casillero interno. Ahora que la magnitud del asunto me sobrepasa es que puedo medirlo, es que puedo hacerlo ocupar un espacio; ahora que ocupo ese espacio soy realmente consciente de ese espacio, de lo que completo, de lo que reduzco, de lo que proyecto, entiendo que los recuerdos también se convierten en tumbas, en cementerios, que no hay modo de concebir un pasado que no esté muerto, que no sea fantasma y por eso mismo prueba rotunda de una vida después.

En la retrospectiva, la religión. La encrucijada en la que soy el mismo pero los demás no. Los demás que se deshacen y se hacen polvo y se disuelven y previo a la historia de la historia sólo partículas, así, llevándose la última certeza de lo que fue tocar una mano que una vez, apoyada en mi hombro, fue sustento para andá a saber qué palabras que hoy me parecen intensas y por eso ya no escucho, como ya no huelo el perfume; ya no soy el que no piensa en el paso del tiempo, ahora soy el que tiene una infancia sobre la que reflexionar… Todo eso nunca pudo pasar para mí. No ahora. Eso es pedazo de tierra removida, un fósil asomando, unas flores que simulan respeto. Yo no estaba. No era yo.

Traicionando a mis historias, traicionando a mi infancia, estoy acá, afuera, vivo.
Quiero decir… alguna religión debe existir para mí. Sino no habría necesidad de las cruces. Y las cruces no existen, pero que las hay, las hay, porque todo el tiempo estoy mirando mi vida pasar frente a mis ojos, que dicen que es lo que te pasa cuando te estás por morir.
Y eso es como una revelación, una presencia divina que se recicla.

Aunque ya nunca van a existir sus palabras, ese día mi abuelo me habló de dios. Eso es lo que me acabo de acordar que no me acuerdo, lo que genera la pausa, el abrumador y novedoso blanco en mi consciencia: lo que mi abuelo dijo de dios ese día, en el sótano en el que trabajaba, con ese cuadro gigante de no me acuerdo qué a su espalda.
Era un chiste. Un chiste en el que estaba dios… y a dios le fallaba la memoria o algo así… no recordaba algo o a alguien…
Alzheimer.
La palabra la aprendí de grande, cuando mi abuelo dejó de reconocernos y empezó a delirar sobre el carácter de la existencia en extensos monólogos cada vez más confusos.
Me río porque nunca lo voy a recuperar pero intuyo que era un chiste maravilloso.
Quizás su último acto de lucidez.
O la primer manifestación de la enfermedad.
Siento que hoy heredé el chiste. Ese chiste.
El chiste que ya escuché y no recuerdo está en mi genética.


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