NIÑO DIOS SE MUERE
A todo lo que no recuerdo y jamás voy a recordar de mi abuelo
*
Hay cosas de mi infancia que me acuerdo con
colores particulares, como filtrados por Instagram, a pesar de que allá, en ese
pasado, esa aplicación no existía. Ni siquiera existían los celulares y tener
una cámara de fotos era jodido y caro con todo ese rollo de los rollos. Mi
infancia quedó tan desapegada del presente como en su momento quedó desapegada
para siempre la infanto-realidad de mi viejo, esa realidad que por ser
terriblemente lejana parecía ficticia. Él hablaba de calles sin asfaltar. Yo
hablo de la ausencia de internet. Llega un punto donde toda prehistoria se
compacta y forma parte de lo mismo: pura y básica prehistoria, sin más ni
menos.
Hay cosas de mí infancia que no me acuerdo o
que sé que no son como me las cuento. Mucho menos como me las cuentan. Pasa
sobre todo con las cosas de mi infancia que involucran a alguien que está muerto
en la actualidad, casi siempre un familiar. Esas cosas se resignifican en
relación a la eternidad que cada interlocutor construyó sobre el difunto en
cuestión. Cuando se habla de gente que ya no está, el público es el doble de
respetuoso y el artista mucho más artista. Un muerto es un show. Una excusa
para tratar de entender algo, una farsa, un pedazo de ego mordiéndose la cola.
El tema es ese: cada vez más, las cosas de mi
infancia tienen muertos. Tienen cosas que tarde o temprano voy a dejar de
contar, cosas que, ante un nuevo descubrimiento, voy a querer conservar sólo
para mí. Intuyo que los secretos empiezan a definir a las personas tarde o
temprano. Creo que hay un momento en que ciertos recuerdos dejan de serlo para
convertirse en historia. Pre-historia, la que ya mencioné, la rígida, la
compacta, la piedra. Creo que esto también va a pasar y de hoy voy a decir lo
mismo mañana. Pero creo que nunca me había pasado esto.
Porque a veces todo rebosa hipersensibilidad
casi eléctrica, porque a veces sé que me divierto llenando espacios vacíos, pero
nunca este ahora, donde pienso en mi abuelo y ya no lo veo, no está, porque ya
me olvidé cómo era ese sótano en el que él trabajaba y que era uno de mis
placeres más rotundos, no recuerdo por qué hoy pensé en ese cuadro que él tenía
de no me acuerdo qué cosa… en este ahora todo ese lugar donde mi abuelo no está
es mi abuelo en su totalidad, hoy lo pienso y siento cómo se derrite el lienzo
que supe habitar en alguna ocasión, veo detrás de la ilusión a mi abuelo, al
vivo, como si no hubiera nada para contar porque todo se sigue contando; lo veo
ahí, lo pienso y ya no sé cómo era mirar su cara, no puedo asegurar cómo es que
sonaba su voz, pero me habla desde un lugar que de pronto deja de ser un mundo
fuera para convertirse en casillero interno. Ahora que la magnitud del asunto
me sobrepasa es que puedo medirlo, es que puedo hacerlo ocupar un espacio; ahora
que ocupo ese espacio soy realmente consciente de ese espacio, de lo que
completo, de lo que reduzco, de lo que proyecto, entiendo que los recuerdos
también se convierten en tumbas, en cementerios, que no hay modo de concebir un
pasado que no esté muerto, que no sea fantasma y por eso mismo prueba rotunda de
una vida después.
En la retrospectiva, la religión. La
encrucijada en la que soy el mismo pero los demás no. Los demás que se deshacen
y se hacen polvo y se disuelven y previo a la historia de la historia sólo partículas,
así, llevándose la última certeza de lo que fue tocar una mano que una vez,
apoyada en mi hombro, fue sustento para andá a saber qué palabras que hoy me
parecen intensas y por eso ya no escucho, como ya no huelo el perfume; ya no
soy el que no piensa en el paso del tiempo, ahora soy el que tiene una infancia
sobre la que reflexionar… Todo eso nunca pudo pasar para mí. No ahora. Eso es
pedazo de tierra removida, un fósil asomando, unas flores que simulan respeto. Yo
no estaba. No era yo.
Traicionando a mis historias, traicionando a mi
infancia, estoy acá, afuera, vivo.
Quiero decir… alguna religión debe existir para
mí. Sino no habría necesidad de las cruces. Y las cruces no existen, pero que
las hay, las hay, porque todo el tiempo estoy mirando mi vida pasar frente a
mis ojos, que dicen que es lo que te pasa cuando te estás por morir.
Y eso es como una revelación, una presencia
divina que se recicla.
Aunque ya nunca van a existir sus palabras, ese
día mi abuelo me habló de dios. Eso es lo que me acabo de acordar que no me
acuerdo, lo que genera la pausa, el abrumador y novedoso blanco en mi
consciencia: lo que mi abuelo dijo de dios ese día, en el sótano en el que
trabajaba, con ese cuadro gigante de no me acuerdo qué a su espalda.
Era un chiste. Un chiste en el que estaba dios…
y a dios le fallaba la memoria o algo así… no recordaba algo o a alguien…
Alzheimer.
La palabra la aprendí de grande, cuando mi
abuelo dejó de reconocernos y empezó a delirar sobre el carácter de la
existencia en extensos monólogos cada vez más confusos.
Me río porque nunca lo voy a recuperar pero
intuyo que era un chiste maravilloso.
Quizás su último acto de lucidez.
O la primer manifestación de la enfermedad.
Siento que hoy heredé el chiste. Ese chiste.
El chiste que ya escuché y no recuerdo está en
mi genética.
*
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