LAS PRESENCIAS QUE HABITAN LA
TEMPESTAD
Para el Julio que quedó del otro
lado.
Hoy cumpliría 102 años el señor Julio Cortázar, pero, dado
que es menester estar vivo para cumplir años, podríamos decir, mejor, que se
conmemora aniversario de su nacimiento, que, a diferencia de cumplir años, es
algo que ni el mismísimo señor Julio podrá cambiar, puesto que se nace y se
condiciona con eso la lectura del mundo que a continuación se fecunda, porque
bien podría llegar mañana el apocalipsis, pero nada podría ser lo mismo si no
estás o si no hubieras estado, por tanto, diría, no hay más espíritu en la
historia que la conjunción de espíritus que la rebalsan, algunos de miradas
recaídas, otros eternamente rehabilitados, habiendo transformado su muerte en
potenciadora de su natalicio y así llegamos a la idea de que hoy no está ni
cumple años el que sigue naciendo siempre sin nunca estar ausente.
Salud, señor Julio.
"...pero el problema, para nosotros, los que pensamos
nuestra vida,
es confuso y casi infinito."
Me desperté en medio de la noche y
me encontré parado frente a la pecera, mirando a Lastolite, mi axolote, uno que
había comprado porque de chico leí a
Cortázar y cometí el gran crimen que cometen todos los primerizos e incautos
lectores de Cortázar, que es el de creer que tener un axolote es algo hiper
romántico. A mi defensa puedo decir que no me llevó tanto tiempo descubrir que
mi alma no tenía la sensibilidad necesaria para conmoverse poéticamente con la
quietud del bicho y un poco más me llevó darme cuenta de que lo único que podía
sentir al verlo era lástima. Y una terrible culpa.
¿Tenía chances el pobre animal de
decirme que se sentía mal, enfermo, agobiado por el encierro?
No, porque los axolotes, como la
mayoría de animales de pecera, no pueden llorar o, al menos, llorar de un modo
comprensible para nosotros. No es perro, es axolote. Y no sé muy bien por qué
le puse Lastolite, aunque sospecho que fue otro crimen, ya no el de querer
resultar romántico, sino que ingenioso.
Retomo: era la mitad de la noche si
podemos dar por sentado que eran más de las tres de la mañana, cosa que supe
cuando me giré, algo confundido, para ver el reloj de la repisa y descubrir que
estaba detenido a las 2:56. Por tanto, eran más de las tres, aunque supuse que
no podía ser mucho más tarde: la penumbra era intensa y del exterior sólo
entraba más penumbra y un repiqueteo constante.
Llovía.
Estaba acostumbrado a despertar en
algún rincón de la casa, quizás luego de contemplar, quién sabe por cuánto, el
objeto que, valiéndose de mi trance onírico, me había atraído a su esfera,
quizás para contarme un secreto, quizás sólo para quedarse mudo e hincharse de
orgullo y brillar y poder ser observado en todo su esplendor: una pava, la foto
de mi abuela muerta, el vaso en el que descansaban el dentífrico y mi maltrecho
cepillo de dientes.
Mi cuerpo estaba pegajoso, me pasé
la mano por el pelo y lo sentí graso, sucio, a pesar de que me había dado una
ducha antes de acostarme, allá, en el otro día, en ese día que ya había pasado,
en lo irrecuperable.
Creció el murmullo, el golpe contra
los cristales, a medida que creció la lucidez en mi cerebro, esa lucidez
post-sonambulismo, tan de poco aclarar, tan de iluminar con trampas, tan de
entender que “tranquilo, está todo bien, pero no”.
Traté de recordar, al tiempo que
volvía a la cama, con paso torpe, con un frío subiendo por la planta de los
pies para instalarse en las rodillas, en el centro mismo de las articulaciones,
un frío que podía significar que mi estadía de pie, descalzo, en las blancas
cerámicas de mi habitación, había sido, por lo menos, de unos cuantos minutos,
traté de recordar, decía, si había visto nubes en el cielo antes de acostarme
temprano, con el ánimo apático de los que se acuestan temprano sin razón, en un
acto de desconsuelo rotundo, cuando en realidad están acostumbrados a acostarse
tarde.
Sólo acudieron a mí imágenes de días
soleados, como si la lluvia, ya instalada en su magnificencia de
golpe-silencio/golpe-silencio superpuestos al infinito, convocara en mis
pensamiento a su antítesis, como una invocación inversa y genuina, porque todo
lo que se sobre-entiende deriva de su oposición más directa.
Vi días de sol, con el falso prisma
de lo que será verdad algún día, vi al sol de las vacaciones fuera de temporada
y sus exageraciones pertinentes, vi al sol de las plazas incendiadas, ya
inexistentes pero siempre demandantes del cariño de los amantes, del sexo o la
amistad. Vi al sol visto desde todos los lugares posibles. Y el sol, en algún
lugar, es lo que en realidad es: una estrella. Vi al sol de lo que está por
venir: vamos a sufrir, mientras, en ese lugar ficticio y real, seguirán viendo
su esfera, seguirán sintiendo su calor. Vi al sol que dice que los que están
más cerca son los que mueren primero. Vi al sol, a todo ese sol que existió antes
de que dejara de verlo, antes del encierro absoluto, antes de los libros y las
obsesiones, antes de Cortázar y el enamoramiento fugaz e incompleto de cada
historia y sol, siempre sol, hasta la caída definitiva del último rayo, con la última
línea leída y el descubrimiento de que esa última línea del último libro era ni
más ni menos que la última línea toda porque nada más había para leer y nada
había para hacer en esa casa que ahora me trataba como a un adicto y me llenaba
de mis miserias y me dejaba estancado, a mí, que sólo hubiera querido una cosa:
seguir leyendo.
Un sol que me dejaba sin lector.
Un sol de esos: cuando lastima y
llorás.
Con ese sol perforándome el cerebro,
me volví a dormir.
Lo siguiente que me despertó, lo
único que lo hizo, porque seguían siendo las 2:56, claro, fue un trueno. Un
trueno azul: porque eso es lo que ví cuando abrí los ojos para que mis pupilas
dispararan lo que mis oídos ya no podían contener. La luz del rayo entró por la
ventana pero también salió de mí.
Azul puro. Eléctrico.
Me senté en la cama, porque hay
sorpresas que te dejan estático y hay sorpresas que te hacen moverte. Yo no
sabía que podía disparar azul por los ojos.
Fue entonces cuando mis pies, que
casi habían logrado desprenderse del frío, un frío que podría haber existido o
no, tocaron el agua: mi habitación se estaba inundando.
En realidad eso es lo primero que
pensé. Unos segundos después descubrí que el agua que me daba la bienvenida,
acumulada a los pies de la cama, bajaba en catarata por el mueble, proveniente
de la pecera que, de un momento a otro, quién sabe por qué, había decidido
romperse.
Perdió resonancia el sueño que no
podía recordar pero que intuía así como perdió resonancia la reciente
revelación de mi abrupto despertar. Ganó resonancia la tempestad: tambores
desenfrenados de antiguo ritual guiaron mis pasos hacia lo que había sido la
morada de mi mascota más tonta e insignificante: Lastolite había desaparecido.
Una grieta era la que proporcionaba
el flujo líquido; imposible que se hubiese escurrido por ahí. Imposible de
todos los modos, pero no estaba.
El axolote víctima de romanticismo
se había fugado, como el mejor de los escapistas jamás conocido.
Un horror insospechado cayó sobre
mí: dando por sentada la premisa imposible, que el axolote no estaba donde
debería, sólo quedaba sospechar las consecuencias: el axolote podía estar en
cualquier lugar. Podía estar a mi lado. Podía estar en cualquier rincón de la
habitación. Pero no.
Supe de inmediato que el axolote,
quizás en respuesta a su propio insomnio, había salido a recorrer la casa hacia
algún destino incierto y obsoleto.
Miré hacia la puerta, hacia el resto
de mi hogar.
Tragué saliva con dificultad y, con
el frío otra vez (¿otra vez?) instalado en mí, me encaminé hacia ese
resplandor, presintiendo todas las presencias que pueden esconderse en una
tormenta.
Lo primero que sentí fue la falta de
electricidad, no tuve que tocar los interruptores para saber que ninguna lámpara
volvería a encender.
Vi a todos los fantasmas de mis yos
recorriendo la habitación, sin abrir los ojos, sin chocarse muebles, mucho más
expertos que yo, el yo-ahora, que apenas se atrevía a moverse por temor a
chocar algo. Vi cerraduras golpeadas por llaves borrachas, que se debatían,
histéricas, por concretar el sexual acto de ofrecer una obertura. Vi la
desolación de buscar velas, con un rostro que nunca es apreciado. Pero vi. Vi
el malestar y el azul ofreciendo resistencia: lo azul no era más que el aura
benevolente, la esperanza que ofrece de pilar a cualquier plan, por más ingenuo
o disparatado que sea. Vi a todos mis yos y el azul devorándolos, para no dejar
a nadie mejor que yo, el yo-ya, para dejarme sólo a mi, un único ser, en medio
de una habitación conocida pero ya sin luz.
Caminé y con cada paso los objetos
empezaron a emerger, cubiertos de ese nuevo color, casi como hologramas, un
poco distorsionados, ondulantes. Mi cuerpo pesaba, lo que me pareció en extremo
lógico, la sonoridad del exterior era tan estridente que se había vuelto
densidad: una densidad tan llena, tan espesa en su carácter, que no permitía
una lucha indirecta de impulso inconciente, lo que quiere decir que era una
densidad que me obligaba a ser conciente de cada paso, del movimiento oscilante
de mis brazos. Una densidad que no permitía profundidad de pensamientos: no
podía desembarazarme de lo más básico, como el movimiento, como el objetivo
definitivo, para perderme en otros niveles de conciencia mayores. Fue por eso
que supe que aquello no era un sueño y claro estaba que no era insomnio. Estaba
vivo en la furia ajena, en medio del berrinche exterior, apenas refugiado por
una capa vulnerable que lejos estaba de alejarme de lo esencial de todo el
asunto. No había chances de ser romántico.
Mucho menos ingenioso.
Pensé en pronunciar el nombre de mi
mascota perdida, pensé en sumar a esa música en perpetuo in crescendo mi voz, a
sabiendas de que pasaría desapercibido, a sabiendas de que nada podía
significar lo que yo pudiera decir, pero tentado ante la posibilidad de ser
parte activa de esa orquesta. Lo único que me detuvo fue la certeza de que mis
cuerdas no me responderían del modo apropiado y quizás, al querer pronunciar
“Lastolite”, terminaría por evocar la acústica de alguna otra melodía, alguna
otra ausencia.
Pasé la yema de mis dedos por los
muebles que se materializaban, pasé la yema por su futilidad, por su alma
intrínseca y entendí, pasando del living-comedor a la cocina, que todo mi
entorno se reacondicionaba, que ya nunca nada acabaría, que las formas
estilizadas del hogar se convertían en las líneas angulosas de otro lugar, el
mismo pero reformulado, entendí la sucesión de sillas-mesa-biblioteca –sobre
este último punto me veo en la obligación de aclarar que no percibí cronopios o
famas- como la decoración del armazón que si bien servía a las causas tenía su
génesis existencial en un vértice distante que mi perspectiva habitual había
obviado.
Era mi casa, sí. Pero era una
prisión.
Ya nunca podría salir.
Cuando llegué al gran reloj que hay
al costado de la heladera no me pareció inoportuno verlo también detenido a las
2:56. Estiré la mano, mi mano pesada, unida a mi cuerpo pesado, para repetir el
contacto que hasta allí había sido mi hilo conductor en ese camino de búsqueda
y perdición, ese camino de cazador furtivo que se deshace hasta quedar
completamente camuflado con el entorno. Detuve mis dedos a pocos centímetros
del cristal, cuando noté que el mismo estaba mojado. No la pared, no la
circunferencia del contorno. El cristal.
Otros dedos ya habían acariciado la
inutilidad de ese mecanismo antes que los míos.
Sin perder un segundo, no por ser
rápido en mi accionar, sino porque ya nada podía perderse, menos que menos los
segundos, sin perder la calma, fui hasta la ventana más cercana y supe que el
momento en que mis ojos se encontraran con el húmedo mundo que se deshacía me
iba a encontrar solo. Yo no estaba buscando a mi axolote, a mi romanticismo, a
mi ingenio: el axolote, el romanticismo y el ingenio se habían hecho a un lado
para entregarme, sin mayor culpa, pero cómplices, sobornados todos por ese
tictac descompasado que ya infligía su sentencia en el centro de mi pecho,
cuasándome un pulsar atemporal cargado de doloroso y solitario existir.
Tic-tac que de pronto se hizo carne.
Y de carne se hizo gotera. Tanto que
supe que lo temido se hacía inevitable.
Corrí las cortinas al tiempo que se
discurría en mi memoria todo el magnetismo que la oscuridad, que las madrugadas,
habían ejercido sobre mí.
“Mi axolote nunca cerró los ojos
para dormir… nunca cerró los ojos cuando el sol entraba a su pecera”, le dije a
ese mundo enorme, tan lleno de personas en otro tiempo-espacio. “Nunca viví más
que mi insomnio, siempre ciego...”.
Después quise hacer otra
declaración, un colorido pero conciso monólogo final, pero de mí sólo salió una
burbuja. Una burbuja que no tardaría en llegar a una probable superficie, donde
por fin todas mis preguntas tendrían una respuesta…
La pava, la foto de mi abuela
muerta, el vaso piojoso en que descansaba mi dentífrico maltrecho, la pecera…
¿Tenía chances de decir que me
sentía mal, enfermo, agobiado por el encierro?
…la burbuja estaba destinada a
explotar, pero antes me mostró, a través de su perfecta estructura, a ese inmenso
ojo que me observaba, demasiado dios o demasiado idiota, quizás ajeno o inspirado…
quizás conmovido o
simplemente…
cansado.
***
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