IDEALIZACIÓN A ESCALA
-notas en el aniversario del nacimiento de Joey Ramone-
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No soy un pibe alto. No soy petiso, pero no soy alto.
Para mí, la estética punky la pueden lucir los altos, los bajos sólo somos renegados, punks más punks. Los altos podían darse el lujo del héroe romántico, por la fragilidad que los chupines les infringían, por el modo en que quedaban cortas las mangas de la campera de cuero.
Yo, aparte de no ser alto, era punk, campera de cuero y jeans rotos incluídos. Pero no podía ver atractiva mi condición punk estéticamente hablando. La campera me quedaba grande y mi jean roto no era más que eso: un jean roto. De todos modos no me quejaba, yo era todo el enojo y el optimismo que el punk me enseñaba a ser y con eso estaba bien.
Sin embargo, un día vi una foto de Joey Ramone. Venía escuchando a los Ramones hacía un tiempo, luego de rastrear que eran los que habían escrito un tema sobre uno de los libros del autor que por ese entonces me convencía, a pura cadera literaria, de ser escritor. Luego, el amor ocasional por “Pet Sematary” se convirtió en un amor pasional por esos cuatro tipos que terminaron acompañándome, con amor e infinita comprensión, en mis últimos años de tardía adolescencia.
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Iba con esto a lo siguiente: los Ramones fueron para mí un sonido, un mensaje, un sábado de sol, un viaje a Cemento con los auriculares estallando, cover en recis celebrados en los antros más míticos de toda una generación, motivación, leyenda… Fueron eso y luego fueron cuatro rostros.
No recuerdo cuál fue la primer foto de Joey Ramone que vi, pero sé que me enamoré de modo rotundo. El gesto, la pose, lo humano, la ausencia de todo eso: de gesto, de pose, de humanidad. Todo eso junto. La caricatura, la sensibilidad, la inocencia risueña, la voz. ¡La voz por sobre todo! La voz por fin asociada a un cuerpo, todo cerrándose sobre si mismo, el off de un dolor, de un exceso, de noches de desvelo, de mi primer borrachera, de mi primer todo, de reírnos en habitaciones oscuras, de amigos volviéndose serios, de amigos que ya no están. Descubrí muchas cosas cuando conocí la altura de Joey. Entendí el paradigma de lo que yo esperaba ser; no lo que era, lo que podía ser: Joey no era otro alto lindo que se disfrazaba de punk para seguir siendo lindo. A Joey lo hacia un alto lindo ser punk.
Con Joey Ramone terminé de descontracturar mi posición entre persona y personaje, entre lo que te gusta y lo que te puede hacer feliz, entre la identificación y la búsqueda. Me sentí bien gracias a él.
Fui un adolescente que podría haber dejado un cadáver bonito, lo sé. No lo hice, pero eso no le quita bonitura al cadáver que ya no seré.
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Otra aclaración que suelo tener que justificar: soy argentino, conocí Cemento, mi banda favorita supieron ser los Ramones y no… no los vi en vivo. No, ya sé que vinieron un montón de veces. Yo nací en 1985, así que saquen cuentas: los Ramones podrán haber venido muchas veces, sí, pero yo pertenezco al grupo de gente que conoció a los Ramones, los adoptó como bandera y, sin verlos, sufrió como una cachetada rotunda la muerte de Joey cuando nos volvíamos tipos afines a ir a recis.
Soy de los que piensan que llegan tarde a todo.
Cuando me enteré de que Joey estaba muerto, lloré.
Lloré en la pieza que aún tenía en la casa de mis viejos. Me acuerdo que me emborraché con licor de dulce de leche. Me dormí escuchando “Loco Live”. Porque era re así.
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Después la vida me mostró que no sólo se lleva ídolos sino que también se lleva gente cercana. Seguí escuchando Ramones, pasaron cosas, terminé el secundario, empecé a conocer personas más allá de mis obligaciones estudiantiles, cerraron Cemento, seguí escuchando música, escribí. Crecí y lo sigo haciendo.
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Una de las anécdotas que más perdura es la de un regalo que me hizo mi vieja. Yo ya tenía veintipico, vivía solo. Mi vieja me regaló un muñeco de Joey Ramone. Me dijo que estaba cansada de regalarme cosas que no sabía si en serio me gustaban, que se había cansado de darme plata para las festividades de almanaque, que quería mostrarme que me conocía. Cuando vi el muñeco me sentí querido de un modo muy profundo que nada tuvo que ver con el materialismo del obsequio en sí. Coloqué el muñeco en una repisa, cerca de la compu en la que escribía.
Pasaron los años y Joey, a pesar de que cambié varias veces de hogar, siempre estuvo cerca de mi lugar de creación, como un amuleto, como un recordatorio, como un existir que asocio al pasado, como una promesa de futuro, como un latir presente.
Joey está acá, ahora, mientras escribo esto. Es pequeño, pero me mira desde arriba, desde la altura que esta vez no le da su cuerpo pero sí la estantería que lo pronuncia inmortal.
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De vez en cuando escucho el disco solista de Joey. Pero ya no lloro. Me cuelgo. Lo termino escuchando completo, generalmente con una sonrisa.
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Hoy, ya sin jeans rotos ni camperas de cuero, hoy, igual de poco alto, puedo decir que Joey Ramone fue el primer héroe al que vi morir, mi primera confirmación de que las cosas siempre las terminás mirando de arriba, no importa la altura, porque lo muerto ya no avanza pero uno se aleja, día tras día, de modo inexorable.
Larga vida al dulce Príncipe Punk.
Hey Ho, Let´s Go!
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