sábado, 31 de octubre de 2015

treehouseofhorror



ESPECIAL DE HALLOWEEN
(o: “arriba de mi casa (del árbol) con un rifle: Los Simpsons y las pesadillas del otro”)




Lo que más disfruté de Los Simpsons, siempre, fueron Las Casitas del Horror.
Incluso hoy, habiéndome aliado, luego de una feroz resistencia, a la línea de gente que argumenta que los amarillos “ya no son lo que eran, ya no son lo que eran”, sigo sin perderme esos especiales de Noche de Brujas y es entonces cuando tanto prejuicio acumulado parece evaporarse y me entrego a la visualización, quizás, con la misma algarabía con la que me entregaba de chico: esa soberbia del espectador póstumo, el que no juzga, el que disfruta lo que ve porque lo que está ahí ya tiene tu corazón entre sus manos y medio que estás jugado. El espectador póstumo está enamorado y punto. Le mienten en la cara, lo traicionan, le hacen guiños que no son para él. Y sin embargo sigue fiel, hermoso en su hidalguía, incluso más enamorado.

Luego, como todo en el amor, uno deja de creer en lo que, en definitiva, creó. A veces, la decepción deviene de otra arista: quizás descubrís que eso que creaste sabe que sos el creador y se sostiene de vos, con un vil artilugio de vampirismo que cuando te seca la sangre, cuando se vacían tus venas de sorpresa, te acerca un poco más al paradigma que se sucede por coherencia: el de crítico. Esa figura que todo aquel que aún sabe enamorarse (el que entendió que llegado ese punto sólo resta volver a creer en crear) siempre mantiene con un poco de culpa y vergüenza. Nadie está a la altura de hundir a sus primeros amores. Hacerlo es nefasto, es, en vistas de cómo nació todo, cómo nació el amor, estar negándose a si mismo.

Un espectador enamorado conserva en sí, le guste o no, un monumento al romanticismo más puro y esencial. A veces el monumento es abandonado, a veces se convierte en la tumba que recibe las flores más salvajes, a veces es un lindo lugar al que volver, una sombra que te cuida de tanto sol en tiempo presente. Pero está ahí, dentro de la demografía interna, sin dudas.

Como decía, Las Casitas del Horror siempre fueron, y son, mi cosa favorita de ese universo Springfield, sobre todo porque en esos especiales la serie sufría la transformación, le aullaba a la Luna, y su pretendido macrocosmos volvía a un manantial de reserva interna y se convertía en el micromundo que siempre había sido: un micromundo constituído con los valores más y menos nobles de esa vorágine llamada “cultura pop”. Si no eras seguidor de Los Simpsons no entendías el chiste detrás de que Flanders fuera el Diablo, por ejemplo. Los Simpsons mueren o sufren atroces transformaciones en Las Casitas del Horror: son universos alternativos cuyo drama está cargado en mirarte a los ojos, donde muchas veces no sólo se consume lo mismo que vos consumís, sino que todo es eso que vos consumiste. Ellos se relajan de una continuidad para revalorizar el conjunto de vulnerabilidades que los hicieron únicos y especiales (al punto de universales-vulnerables) en un primer momento.
No podemos imaginar un final para la que es la familia más famosa de toda una generación. Ellos tampoco. Pero nos regalaron un momento de sincericidio: “si todo termina, que sea yéndose al carajo”.

Punto aparte: ¿quiénes son “ellos”? ¿A quién me refiero con los “ellos” del “ellos tampoco”? Intento evocar al barro crudo de la empatía. Ese donde nos revolcamos todos, porque cuando terminás pensando en “ellos”, incluso en el “ellos” que nos traicionaron con esas cinco o seis últimas temporadas, es porque pensamos en un “nosotros”, donde, por dentro, nos subyugamos a un “yo”, el que puede decir, más allá de la empatía o no, que banca o no la incesante puesta en el aire de esos personajes que nos van a acompañar hasta el último de nuestros días, cuando, víctimas de un Alzheimer brutal, le digamos Bart a un hijo o cuando, elevados a la más preciosa de las iluminaciones, nos terminemos metiendo un crayón en la nariz, para despedirnos un poco más tontos, sin tanta mediocre contaminación racional.

Las Casitas del Horror siempre fueron un espacio de resistencia que entendió en el terror un lugar de escape definitivo. Y el terror llevado a la parodia giró sobre si mismo y el chiste funcionó, tanto como para descubrir que lo que más nos gustaba no era asustarnos, sino la idea de que una premisa simple derivara en consecuencias irreversibles. La segunda vuelta de tuerca fue que sí: todo era reversible. Lo que comenzaba como historias que los niños se cuentan y son escuchadas por un Homero que “imagina” todo,  termina siendo una trinchera donde, años tras años, sin justificación que quiebre el orden, puede suceder cualquier cosa.

Tres cosas a tener en cuenta: el título original de los episodios de Halloween de los Simpsons es “Treehouse of Horror”. “La Casita del Árbol del Horror”. Esto viene a colación porque cuando todo comienza (“Treehouse of Horror I”) el foco está puesto en Bart y Lisa contando historias en la referida casa del árbol. Los protagonistas de estás historias son los chicos. Los chicos son ese espectador enamorado del que ya se habló. Entonces, en las subsiguientes Casitas del Horror, ¿siempre estuvo implícita la idea de que visualizábamos a dos niños tratando de asustarse, jugando sin más, escondidos de sus padres? La narración como conductor se terminó abandonando, quizás ya dándose por sentada, en el “Treehouse of Horror IV”. 

Segundo: la primer Casita del Horror nos muestra a una Marge que, preocupada, rompe la cuarta pared y nos habla, diciéndonos que los niños deberían ser acostados para no visualizar lo que está por venir. Es la provocación perfecta, de manos de la madre perfecta. Madre que al final termina durmiendo junto al padre que, sugestionado por lo que acaban de contar sus hijos, luego de espiarlos, ve sus peores miedos vueltos realidad.  

  En otro par de ocasiones algún miembro de Los Simpsons intentó advertirnos de lo que veríamos… luego, la ficción se comió a la realidad de la ficción.

Por último: se hizo repetitiva en los especiales de Halloween  la secuencia inicial en la que podían verse lápidas cuyas inscripciones hacían alguna referencia cultural. En la primer Casita del Horror se ve la tumba de Paul McCartney, en honor a la famosa leyenda urbana del falso Paul. El chiste de las lápidas también fue abandonado, pero ya es tarde para que podamos escapar de entender que el cementerio falso que habita en las fantasías de Springfield es el mismo que tarde o temprano será hogar de aquella comunidad que llegamos a entender como propia, que nos creó mientras la creábamos, que luego creyó en nosotros mientras la descreíamos, que finalmente, cuchillo en la espalda, terminará descreyéndonos.

Quizás no exista mayor terror que el de observar nuestra propia eternidad víctima de nuestras propias pesadillas.

Feliz Casita del Horror para todos.



*

jueves, 29 de octubre de 2015

el problema

DIMENSIÓN FRACTAL
(o:  “El gato de Schrödinger ha muerto… ¡larga vida al gato de Schrödinger!”)



***
El problema, que para su interior, para su representación totémica gráfica fue desde el instante cero EL PROBLEMA, surgió cuando su novia le susurró, en mitad de la noche, en medio de la oscuridad, justo en el centro de la cama que compartían, con él recostado en su pecho, en el corazón del corazón, en el agujero podrido de ese cuento que comenzaba con una manzana mordida: “si te parece que la idea estaba tan buena la deberías volver a escribir… ¿o te vas a quejar toda la vida de haberla perdido?”.
Él intuyó que ella no sabía del todo lo que estaba queriendo decir, incluso, sin mirarla, sintiendo el compás cada vez más lento con que subía-bajaba su pecho izquierdo, supuso que lo que decía lo decía por estar quedándose dormida con él sobre ella, como uniendo pensamientos que en realidad no le pertenecían del todo, dando vida a esa declaración Frankenstein que no carecía de valor en absoluto, pero no parecía real, como si el secreto de su enunciación radicara en un estar diciendo algo mucho más importante, algo que excluía por completo la idea de emisario directo, siempre deforme, monstruo-monstruo-monstruo, un mensaje más importante que los cómos para exteriorizarlo, algo que no podía estar para nada prefijado por la débil voluntad de ella que ya descendía, seguro, espiralada hacia el paraíso de las tierras oníricas.

O quizás fue que EL PROBLEMA surgió de ese sueño, el de él, que dormido y soñando que ella se estaba por quedar dormida, empezó a tejer el mito, ascendiendo al infierno de la razón que había sido el culpable de otorgar el carácter de mayúsculas a esas palabras que empezarían a desarrollar una afinidad enorme entre ellas, relaciones siempre lineales pero llenas de mentiras piadosas: significaban algo y significaban muchísimas otras cosas: dos palabras: EL-PROBLEMA.

A veces EL PROBLEMA era el “EL”, a veces EL PROBLEMA era el “PROBLEMA”. Algo que todo el tiempo parecía estar en un equilibrio enfermizo, de fiebre, de borrachera cósmica peligrosa, de acto terrible y temerario de pararse en el borde de la terraza y mirar para abajo y sentir el vértigo y saber que toda esa conciencia de la perfección es tan suave y fugaz como la brisa que su mismo espíritu, el que se mira a si mismo, provoca, esa brisa-posible-asesina pero mientras tanto tan embriagadora, un trabajo de profesionales ejercido por entusiastas novatos cargados de confianza ciega, confianza bruta, confianza todo: un equilibrio destinado a no serlo, razón por la que él empezó, para decirlo de algún modo, a obsesionarse y su obsesión fue, claro, la posibilidad de resolver EL PROBLEMA, lo que debe entenderse como “la posibilidad de romperlo”.

Deseaba convertirlo en un “EL” libre y un “PROBLEMA” libre, dejar de verlos siempre unidos en la primer plana de todas sus fantasías o como mensaje subliminal de sus siniestros, fuera de foco, pero tan evidente en su disfraz.

EL PROBLEMA tenía en su interior, en analogía perfecta dado su carácter de organismo doble (EL/PROBLEMA), un sistema circulatorio dividido también en dos. Una pulsión indicaba, casi fatigosa en su completo convencimiento, que retomar algo ya escrito para volver a escribirlo era una opción tan estúpida y aburrida que hasta era preferible, con tal de evitarla, jugar a la maduración o la superación, un: al pasado, pisado; cualquier cliché con tal de no entrar en el tedio de intentar entenderse de un modo tan poco divertido. No, no había modo, ni hablarlo. Mejor no. La otra pulsión no la contradecía, claro, porque provenía del mismo eje, pero se le oponía en recorrido: comenzaba con un “sí” rotundo para luego explicar que su gran plan consistía en volver a escribir lo escrito pero desde un segundo nivel: re-escribir sin omitir la sensación de estar re-escribiendo, convertir la idea en un barco de papel en un torrente de información vital, violento y caudaloso, como si no fuera lo más importante ni lo más vivo, pero ahí, sin hundirse; para esa voz era importante, justamente,  ese río, el poder pensar sobre las implicancias de retomar un texto y en vez de realmente retomarlo escribir sobre ese retomar. Una trampa. Mejor ni decirlo en voz alta.

No se animaba a colgarse de alguno de los extremos, no se animaba a ser ese peso que ejerciera la presión suficiente como para ahorcar a alguna de las cabezas, no se animaba a sentirse culpable: sí, estaba aterrorizado con EL PROBLEMA, pero no podía, sabía que no podía, recurrir a una escapatoria fácil, sabía que un ataque ingenuo podía derivar, no bien hechas las cosas, en un EL PROBLEMA zombie. No necesitaba corroborarlo para saberlo: EL PROBLEMA tenía que ser eliminado con un certero tiro en la frente con una bala de plata en la que fuera tallada una cruz. Cualquier otra opción era una tontería.

Sabía que la cabeza “mejor no” no se equivocaba, que ese argumento anti-tedio era también una declaración astuta: el tedio escondía, sin duda, imposibilidad, un velo falso, una respuesta que terminaría decantando inteligente pero muerta, mejor no, mejor entender el abandono y no abandonar, porque abandonar no era dejar de hacerlo, sino dejar de vivir. Se dijo: no quiero dejar de vivir y seguir haciendo.

Sabía también que la cabeza “sí, mejor”, estaba en lo cierto, se hacía cargo del giro, se peinaba para una cámara de 360 grados, imploraba y exigía un desafío que no encontrara su punto fuerte en la negativa, una sapiencia de que “claro que es una pérdida de tiempo, a menos que”, un “a menos que” tesoro, un “a menos que” corriendo en círculos alrededor suyo, un “a menos que” que podía marearlo, hacerlo tropezar. Se dijo: no quiero ser yo el que me mate.

En ambos casos EL PROBLEMA estaba en que EL PROBLEMA pertenecía a una cabeza otra que no era la suya, que podía ser la de su novia, que podía ser la del rey del sueño, cualquiera… pero no la que él podía agarrar con sus propias manos, no la que él podía hacer chocar contra una pared, cosas ambas que hacía (taparse con las manos, darse contra una pared) cuando EL PROBLEMA traía un insomnio insufrible, cosa que pasaba o empezó a pasar a menudo.

También empezó a pasar que el terror que lo paralizaba, debido a una repercusión en algún lugar de si mismo o en algún lugar de algún si mismo,  como si se moviera a una velocidad increíble, comenzó a estirar sus tentáculos, dejando detrás suyo una estela de fantasmas, que a veces son considerados pasado, pero que eran, de modo claro, a él empezó a parecerle claro, nuestros arqueólogos, nosotros después, adquiriendo el ego correspondiente, convirtiéndonos en protagonistas, luego en la posibilidad de escribir sobre eso; de pronto el terror-especulación-tentáculo-expansión le hacía concebir la idea en colores brillantes de un par de cabezas para cada una de las cabezas, generando, con esa simple doble posibilidad, doble de dobles,  una especulación matriz que en realidad siempre había sido eso: algo imparable: dos cabezas por cada cabeza, dos cómo hacerlo dentro de cada qué hacer que también era doble. Empezó a sentir, sin remedio, que en su ahora todo dependía de EL PROBLEMA, hasta de su chance, porque la tenía, ¡la tenía!, de decidir olvidarlo. EL PROBLEMA era una mentira, SU mentira. Escribió, en su diario, “algo que había sido decide volver: alguien va a decir que escribí, pero se va a estar refiriendo a si mismo”. Empezó a sentir que todo, en definitiva, se trataba de eso: re-escribir o no re-escribir y cómo y algo relacionado con la culpa y la inocencia; empezó a sentir que los pensamientos habían tenido la fuerza suficiente como para evolucionar y empezaban a ser la fusión evolutiva: el pensamiento único, y el día que de tanto pensar sobre eso terminó por comprender (dentro de la misma comprensión) el concepto, abrió los ojos y no supo si se despertaba de un sueño que le había narrado una vida o si sólo había dado una cabeceada, que seguía acá, que nunca se había ido, que ésta, así, era su, “mi”, escribió, vida.

Primero sintió que la negrura de su habitación se lo tragaba. Luego, de a poco, se dio cuenta del peso que había sobre su pecho. Un peso liviano, algo que se balanceaba entre los vaivenes algo alterados de su ritmo cardíaco, algo ahí pero ausente: ella, dormida.

Esa fue la noche, la noche re-escritura de la noche en que todo había comenzado, que llegó, por fin, cuando estaba tan acabado que ni siquiera parecía acabado, cuando había asumido que su brújula jamás podría guiarlo en un universo con una expansión de esas magnitudes, en que supo que EL PROBLEMA, el del pensamiento único, algo de lo que ya había escrito, algo de lo que no podría dejar de escribir: el pensamiento único, paradójicamente sostenido por la repetición, tenía una solución: no había que ir hacia delante, bastaba con dar un paso hacia atrás, estar previo a la creación de EL PROBLEMA, crearlo, serlo, pasarle EL PROBLEMA a otro, y, en la vida que siguió a ese segundo o, quizás mejor dicho, en los segundos que siguieron a la vida que siguió, resolvió lo siguiente: empezó a predecirla, a ella, a su novia, sólo porque era su reflejo no espejo más cercano, empezó a palpar la ficción de tratar de predecirla, empezó a hacerla consciente de su ficción de tratar de predecirla, la volvió real, testigo de su búsqueda, de la de él y, a su pesar, de la de ella misa, la construyó en el templo de EL PROBLEMA, sin que EL PROBLEMA sospechara, por caso, que estaban cocinando su perdición en sus propias entrañas. La hizo única a razón de repetírselo todo el tiempo, para que nada se borrara, hasta que un día, mucho después o ese mismo EL PROBLEMA cuando todo había comenzado, cerró los ojos, en el centro de su cama, en el centro de la habitación, que formaba parte de un mundo donde todo podía ser un centro, en el centro mismo, por consiguiente, del espacio infinito, espacio-hoja-en-blanco, y se durmió (por fin) para soñar algo que al otro día no sabría cómo contar “a menos que” un cuento y volver a empezar, con la pequeña diferencia de que ya no dormiría en su pecho, ni ella en el de él ni él en el de ella, porque se había quedado (por fin) solo  porque, concluyó, no hay mal (EL PROBLEMA) que dure cien años, ni idiota (otro) que lo soporte.

Volver a empezar… o no, susurró para sus adentros con una sonrisa que bien podía estar en sus labios o bien sólo existir en sus pensamientos.


Quedarse quieto, ahí, en ese punto exacto donde todos los rumbos convergían, ahí donde ya ninguna idea le parecía tan buena, no le significó ningún problema: todo estaba, otra vez, como nunca, roto y resuelto.   






domingo, 25 de octubre de 2015

(r)ojo

AXIS MUNDI


No hay ninguna duda de que existe el más allá. Sin embargo, hay que preguntarse a qué distancia se encuentra del centro de la ciudad y hasta qué hora está abierto.
Woody Allen

***
Nos conocimos de un modo particular, en una de esas correspondencias que genera el universo cuando se distrae o mira para otro lado sólo para darte una tregua. O quizás sean las correspondencias que genera cuando mejor conspira, no sé. Sí reafirmo que fue particular y no creo que haya discusión al respecto. Después de todo, no va a faltar quien afirme que todo es particular.
Nos conocimos, para ser más exactos, cuando yo me escapaba del cumpleaños de mi ex, perseguido por una turba iracunda conformada por amigos, familiares, conocidos y oportunistas varios que decidieron que no había sido de buen gusto mi llegada al lugar de festejo; mucho menos mi regalo. Por sobre todo mi regalo.
Él estaba parado en una esquina, con la cabeza algo ladeada hacia la derecha, los brazos caídos al costado, la mano izquierda completamente roja y una lata de aerosol entre sus dedos, detalle que hizo que confundiera sincronicidad con empatía o empatía con sincronicidad, porque sea cual sea el caso las dos cosas estuvieron presentes y ninguna estuvo de más.
Lo vi acercarse rápido, con lo que quiero decir que yo me acercaba a gran velocidad. Mis pasos despertaban ecos que iban y venían desesperados, de punta a punta, rebotando entre palos de luz encorvados por las tempestades de los últimos tiempos, paredes de ladrillo en las que aún se veían los restos de afiches de recis ya olvidados y ventanas cerradas y orgullosas que jugaban a ser el baúl de los tesoros dentro de una fantasía donde los piratas siempre son los padres disfrazados; ecos rebotando en cada grieta de cada árbol, convirtiéndose en la descompasada banda sonora de mi fuga, una fuga que significó, en su resonancia, la renuncia de mi ser a quedarse con algo para recordar ahora que todo estaba dicho: ahora que el regalo definitivo había llegado al destinatario correcto yo perdía la capacidad de resolverme por un veredicto que me postulara como héroe o villano o mártir manipulador y pude concluir que poder salir con vida era lo único que me interesaba de la tonta revancha que tan carente de sentido era sin una biografía del desastre que justificara sus extremismos pasionales y románticos.
Me giré para ver si estaban cerca, un poco asustado por el buen estado que había demostrado el pariente-amigo-vaya uno a saber qué de esa chica que en mi cabeza, a esas alturas, ya estaba hecha del mismo material que están hechos los sueños, o los ecos, y que, en la segunda cuadra, había estado casi pisándome los talones. Después, un poco por ausencia de resistencia por parte de mi persecutor más audaz, un poco por la suicida estrategia de cruzar una avenida de cuatro carriles sin ni siquiera mirar, había logrado una distancia más que digna, luego había doblado en cada esquina, había obviado los caminos rectos para despistar, y, recién cuando mi propia resistencia comenzó a oscilar, fue que miré hacia atrás, como decía, al tiempo también que se desprendía de mí otro sueño u otro eco, uno que hablaba de una traición que me tenía como víctima, una traición salada como mi abundante transpiración y que logré quitarme de encima, junto con lo que podía quedar del amor, pasándome el antebrazo por la frente, con fastidio rotundo pero simulando desinterés: un acto reflejo fingido, todo un funeral en si mismo.
Para mi alivio, para alivio de mi corazón que acusaba con espasmos enérgicos de reproche mis años de inactividad física, no vi a nadie. El previo miedo a ser atrapado dio lugar a una inyección de adrenalina que se disfrazó de triunfo y optimismo y largué una carcajada mientras volvía mi cabeza al frente.
Entonces sólo me quedó un segundo. Porque yo lo había visto, sí, lo había visto mirando con cara de idiota lo que tenía en frente, pero había supuesto que él me escucharía, que él me miraría, se aterraría por ver a un desquiciado perturbando la serenidad nocturna y se haría a un costado, quizás hasta dramatizando, y se revolcaría en el césped, para luego ver, boquiabierto, mi espalda ya perdiéndose bajo la luminiscencia del último farol de la cuadra y hasta podría elegir entre putearme o no, si total yo no tendría modo de escucharlo y, de hacerlo, poco me podía importar, si éramos, después de todo, sólo dos desconocidos.
Lo que no tuve en cuenta fue que él estaba en su propio clímax y, así como yo había supuesto que él se correría por la influencia de mi ególatra cosmos, él, del mismo modo, había dado por sentado que nada ni nadie se entrometería en su reflexión final, mientras observaba lo que había escrito, con letras un poco aniñadas, sobre la pared de la iglesia.
Cuando vi que se trataba de la iglesia, una iglesia de barrio que si bien era como tantas otras, de esas con poco presupuesto y olor infinito a desesperanza y humedad, no era, ni por asomo, una más del montón, supe que aquello tenía sentido, sobretodo porque no me quedaba nada de lo que desprenderme y me dije que entre una declaración de amor y el máximo de los reproches no hay nada de diferencia, más si se usa pintura roja, que es un color que hace suspirar a los enamorados y saca de quicio al resto del mundo, más si se usa al tipo más solitario del universo como padrino vandalizado, y, consciente de que era tarde para detenerme, me entregué al encuentro cercano con su hombro, con el hombro del otro, y todo se me puso negro y todo brilló, como en una explosión, como un meteorito cuyo impacto acaba con la existencia pero deja en la retina de la conciencia del todo la cicatriz de su estela violeta, palpitando, por los siglos de los siglos.
En el piso nos miramos confundidos el tiempo suficiente como para que ninguno de los dos aprendiera nada del otro. Después las corridas interrumpieron las posibles palabras que nos podríamos haber dicho para evitarnos algunas cosas o para ganar otras y, por culpa de la culpa, él se levantó y huyó, como siempre, para completar otra vuelta, seguido de cerca por un montón de personas que me obviaron, ahí en la sombra como estaba. Cuando todo volvió a tranquilizarse, cuando no fueron él y los otros más que un grupo de fantasmas, la escuché:
-¿Estás bien?
 Nunca había escuchado esa voz, ya no, pero no tuve que girarme para saber quién hablaba. Tampoco tuve que girarme para saber que ella estaría asomada a la ventana del segundo piso del edificio que estaba frente a la iglesia: había averiguado, tras seguirla en un acto impulsivo que en realidad había conllevado semanas de planificación, como planificación había conllevado todo el asunto del graffiti, que ella, la chica que veía todas las mañanas al tomarme el colectivo, vivía allí.
Por fin iba a poder limar las asperezas de la distancia que une a los cuerpos que no saben cómo romper el silencio y ya no la valentía-cobardía de empezarlo una y otra vez en mi cabeza, donde rápido todo fluía y hasta nos cansábamos de estar juntos. Me giré y me dejé absorber por sus pupilas.
-Hola –exclamé, sonriente, olvidando mi agitación, mientras levantaba la mano derecha, la que estaba manchada de pintura-. Ya sé que no nos conocemos… pero tengo un regalo para vos.
Y me hice a un lado, para que viera lo que había escrito.
Y así, más o menos, ocurrió el milagro.
Seguíamos muriendo y resucitando.


lunes, 19 de octubre de 2015

tercera vez

SOBRE EL SONIDO MALDITO
(o: "un compilado de grandes fracasos")



*

Me desperté sordo, en mitad de la noche.
Lo primero que descubrí fue que no podía moverme. Mi vista estaba clavada en el techo, uno de los brazos doblado de modo poco convencional, el corazón inusualmente calmo, como si el pulso no hubiera recibido noticias de la terrible situación. Y la terrible situación era que (fue lo segundo de lo que me percaté) un extraño cosquilleo me corría bajo la piel, provocando pequeños aguijonazos en el centro mismo de los huesos, un eco veloz que viajaba quemando, haciendo cenizas mi dureza, ahuecándome, dejando una estela de purpurina ardiente que no llegaba a disiparse porque rápido el circuito se cerraba y no había ni un segundo en el que todo el cuerpo no me estuviera vibrando en un espacio-tiempo igual de dormido que mis capacidades motoras.
Junto con esa certeza, la certeza de que me había vuelto un furioso muñeco vudú que no dejaba de ser acribillado, llegó el tercer descubrimiento.
El tercer descubrimiento fue el zumbido.
Sí, la vibración era un zumbido, una especie de mantra en baja frecuencia que se desprendía de mis articulaciones ausentes, mis músculos tensos, mi carne hirviente. O todo estaba en mi cabeza. Todo estaba en la única parte de mí que aún estaba dispuesta a reclamar algo de propiedad sobre lo que se  mostraba muerto y alarmantemente vacío, la parte de mí que tenía la culpa de que yo pensara en un mí. Mi yo.
El zumbido, su existencia inapelable y única, era, paradójicamente, la razón definitiva de mi sordera, de ese modo tan fantasmal de habitar la noche, ese modo que interfería con la percepción natural y me obligaba a no despegar la vista del techo tan lleno de sombras estáticas, que bien podían ser, a su vez, un reflejo de lo que yo  podía ser para la visión de alguien que se tomara la molestia de mirarme desde allí, desde arriba, invirtiendo mi eje de referencia.
Me sentí desprendido: yo era sólo una mancha; el zumbido, esa manifestación eléctrica que parecía llenarme con su vitalidad, me daba una consistencia plana, achatándome sobre la cama-techo, convirtiéndome en un punto de fuga, una figura que rápido la conciencia podía interpretar como un monstruo, una quietud más dentro de un mundo paralizado.

Aumentó la vibración, tanto que nada era una definición, sino que un estado en si mismo, un “ser” diferente. Ni mi antebrazo bajo mi peso, ni mi corazón en su percusión pacífica, ni mi vista en un allá que podía ser un acá; nada de todo eso era mío, sino que “mío”. Empecé a flotar en el zumbido, ni arriba ni abajo.
“Estoy hundido”.
Analicé mi (“mi”) situación, traté de entender en qué lugar me dejaba la inmovilidad:
-Arriba: un nuevo techo: la superficie de todo un esquema llamado realidad.
-Abajo: una nueva cama: un paradigma que se tejía con las fuerzas de choque existentes dentro del núcleo de la existencia misma.
Ambos conceptos parecían intercambiables. Me supe condenado.
Antes de ahogarme, sin desesperación, me pregunté si también era incapaz de gritar.
Con un esfuerzo póstumo apreté los dientes, sin sentirlos. El dolor fue tan indefinible como la caricia de un ayer. O como la fantasía de una caricia. 
Estaba en sintonía con todo.

Sin esperarlo, me encontré abriendo los ojos por segunda vez, al tiempo que el sonido de mi propia voz llenaba toda la habitación, colmando cada rincón, cada arriba y cada abajo.
Algo se rompió.
Tenía puestos los auriculares y, para mi sorpresa, en el techo no había sombras.

*

¿Por qué hace covers una banda?
Imaginate a un dibujante con talento calcando un famoso cuadro. Imaginate a un escritor en el banco de los acusados, bajo el cargo de “plagio”. Seguí imaginándote los devenires que afectan al resto de las artes. Sin embargo, un músico puede ser considerado músico desde el mismo instante de la precisa o genuina ejecución. La validación de la reversión afecta de modo único al fenómeno musical. Algo que tiene que ver con el lenguaje. Y el lenguaje es mito llevado al extremo, tanto como el mito es lenguaje llevado al extremo. Una identificación más ingenua, una consecución profesional más compleja, sin tanto arista de solemnidad: hacer un cover, fin.
Tanto el lenguaje como el mito buscan preservar, inmortalizar.
¿Por qué hace covers una banda, entonces?
Manifestar en voz alta lo que vos ya tarareaste  por lo bajo. Una forma de comunicación secreta, una lectura veloz de una realidad-paradigma que por culpa de esa velocidad se imprime y se reimprime, como si el cover fuera el eslabón evidente y preponderado, la pieza que decanta del espacio-tiempo-percepción de un ahora-ya que es un ahora-antes, un ahora-después, un ahora-cover, fin.
El lenguaje, en su síntesis, puede ser muchas cosas, pero nunca original. El mito, en su síntesis, origina. Clara contradicción que deriva en el ser queriendo ser, siempre siendo.
Una copia que no se considera tal.
Eso somos.
*

La primera vez que me sentí conmovido de verdad por un tema tenía ocho o nueve años y estaba en la pileta de lona que mis viejos solían armar en el patio de casa ni bien el verano comenzaba. Estaba compenetrado en una misión doble: quería batir mi propio record aguantando la respiración y poder, de una vez por todas, abrir los ojos bajo el agua, sin que eso dispara el reflejo de también abrir la boca. Quería mirar en las profundidades sin que eso significara ardor, gusto a cloro, tos. Quería poder ver sin pagar estúpidas consecuencias.
En mi muñeca derecha llevaba un reloj de plástico que tenía una inscripción en inglés que lo calificaba como “a prueba de agua”.
Por infinita vez esa tarde, programé el cronómetro, tome aire y me sumergí.
Con los cachetes inflados comencé la cuenta interna y empecé a sentir cómo, de a poco, mis pulmones, a diferencia del resto del cuerpo que se abandonaba a una especie de letargo acuoso, empezaban a convertirse en brasas ardientes.
Unos segundos después todo indicaba que el intento se convertiría en otro de tantos intentos fallidos. Fue entonces cuando llegó la melodía.
Provenía del interior de casa. Supe que mi viejo había puesto uno de sus discos preferidos. Y la música no sólo atravesaba los muros de concreto que la contenían sino que también llegaba hacia mí, como “apagada”, como a través de un filtro que la reducía y a su vez la revalorizaba, anexando sus golpes a los golpes de mi pecho, que me recordaban, de modo violento, la necesidad siempre implícita de aire.
Sin embargo, cautivada por los acordes, la necesidad bailó y se olvidó de sí.
Mi propio peso y consistencia dejaron de ser tales y una voz lejana que hablaba de cosas tristes me elevó. El aire, ya no feliz con no entrar, salió. Pero no yo. Yo no salí. Se desinflaron mis cachetes, dejé de contar. Me quedé bajo el agua.
La primera vez que me sentí conmovido de verdad por un tema me encontré a mí mismo flotando. Y cuando abrí los ojos, ya sin estar pensando en fracasar, vi el fondo azul sobre el que mis rodillas se habían asentado minutos antes. El fondo de la pileta se movía, hipnótico, como si reflejara, a punto con los acordes invasores, el cielo que sobre mí, sobre el agua, se movía, en ese cautivador pero invisible rotar que da razón al mismísimo eje terrestre.
La vista se me nubló más y más, al tiempo que el tema (el favorito de mi viejo, el que venía de su infancia) llegaba a su clímax y yo entendía que llorar era un deseo imposible.
“¿se puede llorar bajo el agua?”, me pregunté, al tiempo que el furioso palpitar se me trasladaba a los ojos y manchas oscuras empezaron a aparecer con intermitencia frente a mí, nublando el fondo-cielo, como si una enorme ave rapaz me sobrevolara, hambrienta y paciente.

Cuando el tema terminó, resurgí, como un zombie acuático, con una profunda y ruidosa inhalación, como si ni todas las partículas de oxígeno del mundo me fueran suficientes. La música parecía más lejana que aún estando lejana. Pero yo ya había descubierto la conmoción. El mito. El lenguaje.
Observé dos cosas: el reloj de mi mano derecha se había detenido.
Mis oídos, efecto secundario, estaban tapados.

Unos días después, solo en casa, descubrí, con el vértigo del que inspecciona lo prohibido, que el tema que sonó la tarde en que quizás batí mi record o quizás no, no sólo provenía de la infancia de mi padre, sino que era una reversión de un tema mucho más viejo.
Es el tema que más veces escuché en mi vida.


*

Las bandas hacen giras, dan shows en vivo, tocan una y otra vez eso que ya supieron perfeccionar hasta el límite de sus capacidades.
Recordemos que nunca vas a leer un libro tantas veces como escuchás un tema. Mucho menos asistir mil veces a la misma muestra de obras de tal o cual artista plástico.
El rock te obliga a remitirte una y otra vez a un determinado sentimiento, recuerdo, muerte, resurrección. No es juntarse a escuchar un disco. Es juntarse a escuchar a una banda reproducir un disco.
¿Qué es un show en vivo si no es un mito de las cavernas a la inversa, donde primero se visualiza la forma, luego el engaño? Y en el engaño la revelación, el reflejo.
El fuego primigenio fue creador de las sombras primigenias, las primeras sombras danzantes creadas por el hombre, entregadas al crepitar del accidente-descubrimiento.
¿Y el primer fracaso? La vulnerabilidad y finitud del fuego.
¿Y el primer saber? El fuego puede recrearse.
Que existan los shows en vivo es un entrenamiento para nuestra conciencia ancestral, la más importante y la más efímera: la experiencia vuelta cover de si misma.
Ninguna lluvia puede apagar ese incendio.

*

Logré ver a mi banda favorita cuando mi vida había atravesado la curva de saber que nada puede ser favorito, que todo es más una chance, que la música se come a sí misma, como la cultura toda, pero a pasos (mordiscones) agigantados.
Fue un recital al aire libre, en un estadio. La banda había movilizado a miles de fanáticos que se habían dejado cautivar con la trampa de que no habría más recital que ese, que era el volver a juntarse luego de la extinción. Incluso con las críticas previas que calificaron al show como un robo, un intento desesperado de capitalizar algo que había perdido su alma, el estadio se había llenado.
Idealización: ese es el alma no perdida del lenguaje y el mito.
Me conmoví sobremanera cuando, en su retorno, mi banda favorita (o mi ex banda favorita) ejecutó un tema de su primer disco que en realidad no les pertenecía. El chiste se repetía a si mismo, a la sonrisa del entendimiento le seguía la sonrisa del fracaso que motiva toda composición. Comprendí la sala de ensayo, a pesar de nunca haber tocado un instrumento.
Rápido me sentí no solo pero sí único entre todas aquellas personas y me recordé a mi mismo escuchando ese tema en una prehistoria inalcanzable, con auriculares, acostado, entrando al plano onírico al compás de esas notas.
Al llegar al estribillo, cerré los ojos. La efusividad de todo ese público que no era necesariamente “yo” demarcó el carácter de la leyenda, habló del entendimiento más allá del tiempo y me dejó titubeando, aún con el resonar de epifánicos versos repitiéndose entre mis yo y dentro de ellos.
Me mantuvo de pie el hecho de que otro ser-forma se ajustara a mi hombro derecho y otro ser-forma se ajustara a mi hombro izquierdo. De lo contrario hubiera caído.
Levanté la cabeza (que era lo único que podía levantar, aprisionado y contenido como estaba) hacia las nubes, con los ojos aún cerrados.
“¿Puede mi viejo, ya muerto como está, seguir escuchando su tema favorito?”
A modo de respuesta, pesadas gotas empezaron a besar mi rostro.

El tema terminó. Sé que hubo aplausos pero no los escuché: para esas alturas, el show había dejado un irremediable zumbido en mi interior.

*

Ya dijo alguien alguna vez que todo sucede siempre dos veces. El rock proclama que existe una tercera vez, pero su esencia es un secreto, un sagrado y profano silencio, eso que se busca romper, con terquedad, sin mucho o sin nada de éxito, para lograr, de modo definitivo, eso que se llama comunicación. La tercera vez es el disco girando de modo incesante: el mito-lenguaje del ciclo.

*

Mientras releo lo expuesto, vuelvo a poner play.

*




lunes, 12 de octubre de 2015

negación doble

EMPÁTICAMENTE HABLANDO: UNA REFLEXIÓN
Nunca todo esto podría no existir.


*

La manifestación de espectro/cuerpo que se presenta y representa durante la lectura del subsiguiente apartado es, sin más, la muestra categórica y final de que sos esto: un rapto consensuado, un encuentro de salvación y de nada entre mis deseos febriles de intentar decirlo y tus ganas encubiertas de querer escucharlo, conceptos, dicho sea de paso, que nos envuelven también en su aplicación inversa: siempre busco una voz, siempre gritás, y gritar no existe más que en su forma literaria, porque leer la palabra gritar no es gritar, porque pronunciarla no es gritar, porque tu espectro/cuerpo no es más que mi espectro/cuerpo, aniquilado de experiencia, siempre vivo, a gusto y contra gusto, presente y representado, porque quizás sea la manifestación el único tiempo presente, el sagrado y primordial espacio neutro donde me decís lo que pensás.

*

El protagonista del libro se llama El Lector. O se hace llamar El Lector. O no lo sabe, pero todos lo leen como El Lector. Es importante saber que muere en la página 27. Más importante aún es saber que su nombre (su apodo, su ilusión de sí) vuelve a estar presente en la página 28. A partir de entonces la ficción decanta en sugerente carta de amor, despedida, fatalidad. Homenaje. Lo universal, lo que podría ser para todos, se traslada al plano de lo secreto, de lo individual, un susurro de subtexto que exige un destinatario, un lector único, alguien capaz de prestar su oído visual para abrazar ese pedido de ayuda definitivo. Pero, nos preguntamos, ¿puede alguien muerto llevar a sus espaldas un protagónico? ¿Puede alguien muerto leer? La curiosidad es la respuesta: la posibilidad de estar frente a un flashback explicativo que justifique, desde el lejano pasado, el por qué de tan abrupta muerte joven; la posibilidad de un fantasma, de un alma, de un ente, de un “porque sí” inmortal, un contar la historia desde la perspectiva del habitante de la casita embrujada, una rotura de eje metafórica para sentirse más o menos solo, para demostrar que no importa tanto el lugar, todo es más o menos igual; o la posibilidad, por último, de estar frente al milagro,  el dedo divino interviniendo para dar al lector la posibilidad de un Lector. O un Lector para el lector. No un sueño húmedo con lo que ya no está, no un lugar entre las sombras, no el complejo de mártir, no el espíritu acongojado por la ausencia de un espíritu. Nada de eso, sino que un nuevo vórtice para la contradicción, para la fuerza de choque entre los opuestos y el nacimiento de un contexto mayor: uno en el que El Lector del lector (lector de El Lector) no muere y vislumbra al autor, un alguien-algo cuya fé ciega lo mantiene meditando en una metafísica suspensión atemporal, con la vista fija en las páginas de un libro que todo lo absorbe, que todo lo contrae, que tarde o temprano terminará cerrado, olvidado o abandonado, en medio de una habitación o un mundo en blanco, imposibilitando, por sobre todo, la existencia de ese burdo y esencial juego del doble. 


*


sábado, 10 de octubre de 2015

stand by me

SOBRE LOS BENEFICIOS DE CONVERTIRSE EN LA PARADOJA
(o: “de por qué se recomienda tener un mejor amigo”)



La vida es esa película que decimos que es nuestra favorita, que supimos que fue nuestra favorita, que no puede ser otra cosa más que nuestra favorita. Una película que sabemos que en realidad no recordamos tanto, porque de ella sobrevivió lo que sólo se podía consumir una vez antes de perder pureza: sobrevivió la intención. La vida es como esa película favorita: intención en su máxima expresión.

*

La amistad es algo que siempre se mira para atrás, siempre es el “no volví a tener amigos como los de los 12” de la peli “Stand by me”, porque la amistad conforma ese tiempo perdido que es el presente, el presente más continuo, no el que se vive, sino el  que se recuerda en el momento.

La amistad es un fotograma que resulta epifánico y sagrado, la más conservadora de las rebeldías, la rebeldía genuina, no la que rompe un esquema, porque eso es suicida, sino la que primero se entiende como síntoma del modelo a cambiar y por entenderse gira sobre sí misma y su giro es tan orgánico que nadie lo duda, nadie lo sospecha, nadie nada: es un momento de los que suceden cuando no estás esperando algo tan genial, porque te basta con la imaginación: siempre ganás vos… la amistad siempre es un momento crucial donde la realidad puede meter la cola y tenés un testigo de vos, otro, y capaz que en serio a eso se reduce esto de estar vivo. Es un momento violento, queda claro que la amistad es un virus, un ente invasor que carcome a la raza humana que alguna vez supo de ella. Ya nunca saberse más nada.

Nada más para saber: la amistad siempre se mira para atrás, porque cualquiera puede esperar cosas del amor, exigirle al amor, exigir amor, pero la amistad es más espontánea, por eso nadie piensa en generar un amigo: uno busca enamorarse, la amistad a veces existe porque sí, y sí, es estar enamorado de un modo que no sabías: el modo de amarte, tanto como para confiar en que podés sostener la ilusión ajena. Un amigo, otro, es un poco hacerse cargo del mundo. Y la rutina y las cosas que no sabías que podían llegar a volverse aburridas. Sí, siempre podemos encontrar nueva diversión, pero en un momento nos divertimos sin estar buscando nada y fue tan puro que trajimos cómplices y mirá lo que pasó: al cómplice le salieron ganas de hablar y darle forma tangente a nuestra forma y la forma que nunca vamos a ser.

La amistad siempre se mira tan para atrás que termina reflejando un futuro. La amistad es una paradoja: algo que nunca existe un segundo después: siempre es. Como una peli que te gusta mucho (onda “Stand by me”) y se permite nunca repetirse en tu cabeza. Como un milagro cuyo milagro es saberse milagro. Como una peligrosa conciencia al cubo, porque en realidad ningún milagro vale menos por ser uno de tantos milagros. El milagro siempre es milagro. Imaginate ser consciente de eso.

Por eso la amistad se mira para atrás: la amistad te mira. Decodifica en veloces ecuaciones de nostalgia y fé todo el hilo conductor de momentos de solemnidad, solemnidad de uno contra otro, que de un momento a otro se ven y miran lo mismo: lo que se proyecta en la cabeza del otro, y verse así, de frente, es tener siempre un pasado en una cabeza que no tiene problemas en reproducir el suceso: el suceso divino de la amistad, que como toda religión tiene a su mártir, el amigo imaginario asesinado, corriendo por las venas a la velocidad de la luz, a la velocidad del rayo, atravesando las vías que llevan al cadáver, para ser eternos, no-solos, durante una pequeña fracción de tiempo.

Como a los 12.
Y los amigos que no volví a tener.


*


martes, 6 de octubre de 2015

aunque no lo veamos

I CAN SEE YOU




traerá el sol más luz
aunque nos vayamos-



Veo al hombre bajar de su caballo. Lo veo acomodándose el sombrero, bajo el fulminante sol. Veo todo lo oculto que está su rostro: no poder ver sus ojos no es una ausencia sino que una confirmación. Podría no tener ojos.

Veo, ahora que lo veo girar sobre sus talones para mirar lo que lo rodea, que todo allí es posibilidad de algo.

Veo un desierto, veo a un hombre y su caballo. Nada más. Y para colmo el caballo no parece en buen estado. El hombre más o menos. O no acusa debilidad. Además, cuando sólo sos vos no podés estar débil, ni bien, ni más o menos (mucho menos más o menos), porque no existen las categorías. No hay dos modos de poder ser. Vos en tu interior sabés que es así, yo también, el hombre también. El caballo, no sabemos. No parece importante saberlo.

¿O sí?

De pronto, el hombre mira al caballo. Lo mira como mira alguien que sabe que no hay más testigos. Y nosotros no contamos como testigos: nosotros le estamos dando vida. No sabemos lo que va a venir, pero una vez sucedido, se imprime. Y a veces no está tan mal. Y a veces sorprende. No somos sólo testigos. Quizás no existan los testigos. ¿Puede alguien ser testigo imparcial de su propia vida?

El hombre se pregunta eso, pero de otro modo:

“el bicho este… ¿es… conciente de mi vida?”

 El plano se aleja un poco más, el hombre sigue siendo el centro de lo que veo, de lo que vemos, de lo que existe si entendemos lo que existe como lo que podemos ver ya y acá, y acá está, pero ahora hay más espacios vacíos o el hombre se está achicando. O las dos cosas. Es un desierto enorme.

El viento esparce una pequeña lluvia de arena que entra por la derecha y se va por la izquierda, el cielo podría ser un telón: es tan uniforme que no posee curvaturas aparentes, como si el mundo fuera plano en su infinitud.

Un aura de calor crea un desenfoque mínimo en la figura del hombre mirando al caballo, como si estuvieran borroneados o desplazados en el tiempo, siempre un poco antes y un poco después, siempre una posible ilusión.

Como que a fin de cuentas somos un poco responsables de lo que va a pasar.

Y lo que pasa es lo siguiente: el caballo, que ya vimos que no estaba muy bien, se desmorona de pronto, sin escándalo, convencido, seco, muerto antes de tocar el piso.

El hombre había llegado a anexar una reflexión al pensamiento inicial: “puta madre, los ojos parecen re sinceros”. Y se había visto reflejado, con un lente ojo de pez, que, siendo correctos, en éste caso era lente ojo de caballo, por mucho que eso no signifique nada en un enfoque técnico del asunto.
La siguiente reflexión fue: “La muerte no tiene mala cara”.

El hombre ladea la cabeza, mira el cadáver. Quiere ver al caballo pero sólo ve la certeza de que todo se esfumó de modo definitivo. Fin.

Veo a un hombre que da la espalda al ser que se queda con el trofeo de haber sido el último en largarse. Sí, el último. Veo que el hombre entiende que su supervivencia lo deja afuera.

Ladea la cabeza hacia el otro lado, al compás del plano que se abre otros centímetros. O se empequeñece más la figura del hombre, que se incorpora, con algo de sobresalto, con un escalofrío, a pesar del calor infernal, a pesar de la camisa pegada en la espalda y en las axilas, a pesar de los huevos pasados por agua.

Veo que el hombre levanta su vista.

Mira directo al sol. Que podría estar pintado sobre ese cielo-telón.

Cree entender que él aniquiló a la vida con su mirada. Cree entender que tiene la culpa. Que quedar afuera no forma parte del proceso natural.

Que entonces tiene que ser el encargado de apagar la luz.

Veo, vemos, que, a pesar de que aún no sabemos si tiene ojos, es incuestionable que se terminará quedando ciego. 

Veo, vemos, pero no vamos a ver por mucho tiempo.

Se agranda el desierto, el hombre se hace más chico al tiempo que un reflejo de luz empieza a teñir una de las esquinas de blanco.

Veo que la próxima cabeza en levantarse será la nuestra, cuando el resto de todo esto sea vacío.

Y vamos a volver a vomitar al mundo por los ojos.

Una pequeña transfusión de sol.

Todo esto va a desaparecer. 

Y veo que va a suceder después del siguiente punto: .

(mirá)