lunes, 28 de septiembre de 2015

Kaos


CORTE Y CONFICCIÓN
(o: cómo escribir una trampa)





Me extraña, araña,
que siendo mosca
no me conozca.

*

le digo: "te van a agarrar".
& él dice "no" & yo digo: "si ellos no
te agarran, te  vas a agarrar tú mismo".
Bob Dylan, Tarántula.

***

Quizás todo esto se trate de mi yo escritor defendiendo el territorio que tanto tiempo y esfuerzo y fé ciega le costó conseguir; quizás no es que soy un tipo complicado y por eso escribo, capaz que primero escribo y por eso me puse complicado. Sé que podría ser de cualquier modo, sé que todos tenemos una ilusión de lo que es la libertad, pero sería de verdad complicado descubrir que mi ficción la definió, por ejemplo y sin ir más lejos, una profesora de literatura que a mis doce le dijo a mi vieja que yo iba a ser esto; le dijo, sí, escuchaste bien, tu hijo va a ser escritor.

Y fue así cómo comenzó.
Una vieja se columpiaba sobre la tela de una araña.

*

Mirá si esa vieja se hizo profesora de literatura para poder escribir estas cosas…
Más complicado aún.

Podría descartar el pensamiento o someterme muy pasivo a los látigos del drama, lo que es decir que podría no ser yo o creerme el protagonista de una película, la mía, y perdoname que te diga, pero no hay peli que dure cien años (o lo que quieras vivir) ni idiota que la soporte. No puedo no ser y no puedo fingir interés. Podría una cosa o la otra, pero primero vislumbro un presente, un “ahora”, un lugar que no es sin mi pero del que no soy dueño.

Un territorio infinito.

O eso es lo que argumento para entenderme como creación, esa clase de creación que lejos de estar bajo el constante influjo maquiavélico logra sorprender. Eso que elegís ser ante la incertidumbre, mediante el simple hecho de entregarte a volver experimento tu propia capacidad de crear. Eso es lo que me digo que hago cuando creo. Y cuando creo, creo. De creer y de crear.

Me entiendo como creación del siguiente modo: una vieja (para mí era vieja en ese momento, no importa que hoy piense diferente sobre la vejez) estiró sus tentáculos y me estrujo y en la asfixia de la inspiración me hizo representarla, definirla y finalmente abandonarla. Ella me representó, me definió, me abandonó. Me dejó solo, sólo siendo escritor, porque eso sí, claro, “su hijo va a ser escritor”.

¿Qué pasa si esa profesora hoy lee esto?
Más importante aún: ¿sigue viva esa profesora?
(Ojo. Los viejos no viven mucho más)

*

Como veían que resistía, fueron a buscar a otra vieja.

Imagino a esa vieja convirtiéndose en otra vieja, la que cuando yo tenía dieciséis leyó un cuento de mi autoría y lo calificó de “horrible”, para luego explicar que por “horrible” entendía que yo había escrito un cuento de terror y que aquello esperaba ser entendido como un piropo. Imagino fuerte ese momento en el que la segunda vieja (para mí era vieja en ese momento, no importa que hoy piense diferente sobre la vejez, no importa lo que pensé entre un momento y otro) se deja llevar por algún párrafo escrito con la furia de esas primeras posesiones reales, todo muy amateur y gloria, todo muy puño y letra, algo tembloroso, y acto seguido escribe, igual de puño y letra, igual de tembloroso, con adultez, en rojo: “¡Horrible!”. La imagino imaginándose a si misma, explicándome. Seguro me pensó joven y entendió diferente la juventud o la recluí al recuerdo de sus años dorados o nada es tan romántico en el mundo, pero seguro me pensó y seguro no intuyó a la vieja anterior y me creyó, ella también, fruto de su descubrimiento, lo que significa que se apropió de mi, para volverme un poco su creación.

Y es así de violento cómo tu creador se vuelve tu crítico y de pronto recibís algún premio, o no, pero ves la mentira y también las cosas buenas (las cosas buenas sobre todo) y podes cargar con el secreto de ya haber intuído (vos sí intuís, tejés, que es lo que hacía tu abuela, otra vieja, la que te regaló los primeros libros), el secreto de haber cohesionado la realidad, de ser culpable de un modo  muy ncestral, básicamente, de haber sido (o haberte creído) libre en tu idea de libertad.

Un día cualquiera conmoviste a una maestra o dos.
Fuiste orgullo de mamá.

Escribo:

Y ni siquiera tuviste la decencia, el pudor, de sentirte tan escritor como te creíste que eras. No se te ocurrió pensar que no había que ser tan escritor para descubrir que estabas siendo sutilmente embaucado, que esas bocas eran un filo diciendo: “su hijo va a ser horrible” o diciendo “¡escritor!”, porque formaban parte de lo mismo, no en vos, sino que en un plan, en un cortejo de payasos y asesinos y nadas y dramas que te reclamó como núcleo de un complicado sistema solar y antes de convertirte en astronauta te interesaste por la carta astral y la carta astral también te dijo algo de vos, y la escuela, en definitiva, te marcó tanto como a todos los demás y le creíste a tu cabeza y hubo algo que tenía que ver con que todo te podía pertenecer y un territorio que siempre se puede conquistar un poco más; un virus, algo que nació con el nuevo místico que nace, el escritor que soy y que dijeron que sería, el mismo que cayó rendido en las redes de la primer y brutal causalidad.

O ser complicado de verdad y escribir:

Crea un mundo y te hunde en él. Tu mundo ahora es la vibración causada por tus propios gritos- espasmos. Tu mundo ahora es la violencia de querer escapar. A eso se reduce el causa-efecto: a vos en el medio. A veces te sorprendés pensando en la música que tus movimientos pueden estar creando: después de todo, la música es eso, vibración. Es música que no escuchás, pero sabés que eso no determina su existencia. Empezás a ver los nudos en tus ratos de vacilación, en los recreos que le das al desespero. Ahora que entendés la forma, entendés, también, que no hay nada saliendo de vos. Muy por el contrario: todo parece ser NO vos. Podría (podrías) haber sido cualquiera. Un mundo plano creado de hermosas formas geométricas, un mundo plano capaz de pasar desapercibido o tentar con su presuntuosa fragilidad. Un portal pegajoso: el mundo en el que estás hundido, mientras la parcaraña se acerca, fascinada ante el nuevo moscángel caído.

*

O quizás se trate de que ya nacido sólo hago lo que se hace de modo inexorable después de nacer: me pongo viejo, sin saber que voy a pensar sobre la vejez un segundo después, gravitando en mi pretenciosa, única, parodiada y ¡horrible! (“¡horrible!”) eternidad, uniendo puntos que pronto se vuelven un efecto causal, una constelación de ocho patas bajo la que pendulan las víctimas que leyeron la primer línea y luego siguieron, muy ingenuas, hasta el punto final.





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