martes, 21 de junio de 2016

garcos dorados

LA COMIDA CHATARRA NO SE CREA NI SE DESTRUYE





Yo no sé si tengo tantas esperanzas como dicen algunos. Yo creo que tiene más que ver con otra cosa: pierdo rápido las esperanzas, entonces tengo que renovarlas. Por eso parecen siempre a flor de piel, porque en realidad son siempre nuevas. La esperanza promedio a mí me dura un día: la agarro, le clavo el cuchillo en la panza, la descarto. Ni le explico nada, ni me persigue la culpa. Soy una especie de adicto, con esa cosa tan violenta de los adictos. Todo como si no quisiera, todo con segundas intenciones, todo un manipulador de alto rango, profesional.
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Tenía que hacer trámites insoportables, era temprano, había dormido mal, en el bondi había tenido un encuentro cercano del tercer tipo con un maletín que en ningún momento se detuvo a darme algo de cariño entre ofensa y ofensa. Sin embargo, venía borracho o resacoso de ideas que me parecían buenas, realizables, que ajustaban bastantes de mis proyectos y con un esfuerzo mínimo me permitían ponerme al día con todo lo que había acumulado como deber. Quería tomar notas y mi radar fue conciso: preferible mil veces un McDonalds a cualquiera de esos bares deprimentes de microcentro donde tanto se luce la desesperanza, derrochando sus perfumes baratos, sus frases siempre tan de precipicio, sus modales que parecen querer lastimar el buen gusto.

Observé por ventanales a tipos que en su mayoría eran más grandes que yo: tipos que no parecían tener registro de mis mambos existenciales o que los habían convertido en una devolución cínica. Movimientos tortuosos, trajes incómodos, pretenciosos, desencajados, pelo peinado a las 8 de la mañana, como si eso estuviera bien, como si eso fuera sano.

En McDonalds la gente todavía no perdió tanto. Y si ya lo perdió parece sentirse no conflictuada entre las psicóticas paredes colorinches. Al final, la gran M resulta un antro de contención para espíritus suspirantes, para nuevos iniciados en los discursos anticapitalistas, para millones y millones de enamorados sin contemplaciones, estudiantes obsesivos, oficinistas jóvenes, locos que penden de un hilo, gente con ambición, temblorosos entre café y bocado, eléctricos, fallados de fábrica.

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No sé si esto es un rasgo de la edad en sí o sí es algo de mi generación en particular, sea como sea, seguro que saberlo no me ayuda a tener un entendimiento más universal capaz de calmar ciertos berrinches innecesarios que se suceden, con frecuencia, por las madrugadas, los mismos que no me dejan dormir, que me dejan ojeroso, pidiendo el combo recargado, con una sonrisa que no quiero fingir pero que sale así, como si yo también estuviera a punto de dejar de confiar, con la diferencia de que siempre confío y hago la cola, triste por no poder demostrarlo.

Miro el reloj y se hizo un poco tarde, me voy a retrasar para todo el papelerío, una pena, porque había salido puntual, porque era una buena oportunidad para no tener que esperar tanto, para no estar regalando mi tiempo, con desgana y resignación.
“¿Quién me manda a desayunar?”.

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Cuando finalmente es mi turno pido que me agreguen un vaso grande de jugo de naranja. 
La naranja me cae mal por las mañanas. 
Me hace cagar. 
De repente cagar me parece algo bueno y suficiente como para soportar otro rato sin arrojarme por la ventana, mientras mastico el Tostado Criollo con bacon, mirando como las arterias de la ciudad se tapan de autos, de bocinazos, de algo parecido al capricho, a la obstinación.
No tomo las notas que quería tomar.

Pasado un rato ya me duele un poco la panza y voy, todavía vivo y con un día a contramano por delante, rumbo al baño.


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