jueves, 1 de diciembre de 2016

esa no es forma de decir adios




Crónicas de un desconectado (parte I)

Hace unos días se me rompió el celu. En determinado momento se apagó y luego quedó loopeando en la pantalla de inicio. Quedó sin poder salir del logo del fabricante. Quedó atrapado en si mismo, sufriendo una agonía que me dolió, que me dejó insomne, mirándolo en la penumbra del hogar, mientras mi novia dormía, mientras los gatos hacían lo que sea que hacen los gatos cuando todo está a oscuras: miraba el leve resplandor de la pantalla, luego el negro. Luego volver a empezar. Mi celular, ese del que siempre me desligué, ese del que nunca me hice cargo para demostrar que lo mío era una consecuencia y no una necesidad (esa necesidad imperiosa de no estar solos, esa necesidad descarada de no asumir que listo, ya fue, se nos fue todo de las manos), mi celular, del que nunca presumí porque no dejaba de darme una terrible y aburguesada culpa, mi “celu”, estaba dando sus últimas bocadas de aire…
Más de una vez me pregunté, durante esa noche eterna, si en vez de morbosear con su inminente y deshonroso deceso no debería seguir con los infructuosos intentos de darle esperanzas, presionando el botón de prendido/apagado, como si eso pudiera solucionar algo, como si eso pudiera hacer que las cosas fueran diferentes… decidí no hacerlo cuando, con terror, me percaté de que si hacía eso corría riesgo de agotarle más rápido la batería…
Y a eso se reduce todo: yo no avalaba el existir de mi celular, pero tampoco le deseaba la muerte.
Como un buen cobarde, coherente a mi proceder, no me hice cargo.
Lo dejé perecer.
A las 5.23 de la madrugada me quedé desconectado del mundo.
Pasó así:



Ninguna luz volvió a encenderse.

***

Crónicas de un desconectado (parte II)

Creo que a veces las personas somos como los celulares fallados.
Quedamos loopeando en el logo del fabricante.
No somos capaces de sacarle una postal al día, no somos capaces de empatizar con un pensamiento, para abolir, con la misma arrogancia, algún otro. No somos capaces de saludar a un desconocido. No somos capaces de hacer un chiste universal sobre nuestra apreciación personal del último capítulo de la última serie de moda.
Se nos arruina la batería.
No somos capaces de comunicarnos.
Un celular sirve, ante todo y por sobre todo, para comunicarnos.
Somos un celular roto.

“[los celulares] se llaman así porque transmiten en una determinada frecuencia de onda electromagnética dentro de una célula, que es una región geográfica de unos 30 km2, cubierta por una antena.

Las distintas células poseen un número fijo de frecuencias de transmisión diferentes, por lo que no se interfieren entre sí. Cuando un celular llama, se comunica con la célula más cercana, que le otorga una frecuencia libre al teléfono móvil y se establece la comunicación. Si el teléfono cruza la frontera entre dos células, devuelve la frecuencia anterior y toma una nueva de la célula en la que se encuentra.
Lo asombroso es que no nos damos cuenta de éste proceso, porque ocurre en ¡alrededor de 60 milisegundos!”.

Así lo describe Patricio Vargas Cantin (Magister en Física, P. Universidad Católica de Chile/ Dr. Recursos Naturales, Max Planck Institut fur Astrophysik, Alemania/ Departamento de Física/ Universidad Técnica Federico Santa María) en una página de internet que no sé si está buena pero tiene un diseño horrible.
Una página de internet muy poco visitada, me animaría a arriesgar.

El logo del fabricante es lo que somos cuando no encendemos nuestra capacidad celular: el contenido duro, la cáscara, la empresa desnuda sin capacidad de sacar rédito de su ficción de marca. Nos quedamos mostrando la cara, la forma, el marketing tras la persona que vendemos a diario. A veces quedamos así de estancados y desaparece la posibilidad de poder volver narrativo lo que pasa ante nuestros ojos.
Esa, en definitiva, es la enfermedad celular, la unidad anatómica de todos los organismos vivos: la enfermedad narrativa, ese algo pretencioso que va hacia el otro con violenta y genuina desesperación.

Me pareció tan buena idea que pensé en contarle a un amigo. A mi mejor amigo.
Así de buena me pareció la idea.
60 milisegundos después recordé que mi celular estaba roto y que la idea se iba a quedar conmigo a solas un rato más y que mejor me quedaba mirando la ciudad pasar por la ventanilla del bondi y que shhhh…
estás solo.

***

Crónicas de un desconectado (parte III)

La semana pasada nuestra gata cazó un bicho. Nos dimos cuenta porque se fue a un rincón y gruñía. Imaginamos que, como es habitual, se trataba de una cucaracha. Cuando le abrimos la boca nos dimos cuenta de que se trataba de una mariposa. La había herido de modo fatal, pero las alas aún indicaban que había espasmos de vida en su ser. 
“Matala, está sufriendo”, le dije con cobardía a mi novia. Ella me miró largo rato y luego me dio al pequeño animal, insinuando lo evidente: “si es tan fácil, matala vos”. 
Jaque mate. 
Dejé el agonizante cuerpo en el patio, en la maceta más linda, con las flores más coloridas. A la gata la retamos mucho, algo confundidos: es verdad que cuando la presa es una cucaracha no le hacemos tanto escándalo. Nos fuimos a dormir. Transpiré mucho. Tuve pesadillas que no recuerdo. 
Lo primero que hice al levantarme fue ir al patio. La mariposa no estaba donde la había dejado. 

De haber tenido mi celular hubiera sabido que esa noche Leonard Cohen había muerto. 
No sé muy bien por qué lloré. Pero lloré. En algún momento.


Cuando los del servicio técnico me dijeron “no lo pudimos hacer arrancar, no sabemos qué es” ni siquiera me conmoví.
De todos modos, la llamada me había llegado.






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