domingo, 11 de diciembre de 2016

cuatro bolas y un funeral


EL ÁRBOL DE FUEGO
a Santiago Motorizado, 
por la navidad de reserva.



Antes me re gustaba armar el árbol de navidad.
Ahora no sé si tengo muchas ganas. Y no es que esté más amargado o haya dejado de creer en la magia o algo de eso. Aunque aclaro que por supuesto no soy un ser lleno, llenísimo, de buen humor y mi concepto de magia sufrió un par de mutaciones genéticas y hoy día se me hace difícil separar la conciencia mágica de la guerra.
Sigo teniendo, sin embargo, noches de paz, noches de amor.
No creo estar haciéndole mucho mal a nadie, creo que soy un toque influyente en algunas personas y siempre quiero usar ese poder para hacer el bien. Dejo que la influencia de otros me atraviese. Para bien o para mal. Y no me molesta representar lo que represento, sobre todo porque me gusta mucho encontrar el equilibrio entre si quiero o no tomarme en serio con lo en serio que quiero que me tomen o no.
Como cuando era chico y ya sabía que Papá Noel no existía pero igual pedía los regalos: nunca abusé de eso y me agarré a piñas con un compañerito, en el colegio, porque él sí actuaba, según mi temprana moral idealista, con maldad. Bah, agarré a piñas es un modo de decir. Le dije a la maestra. Y ahora que lo recuerdo, la maestra me miró con algo de lástima y retó a mi oponente pidiéndole piedad por mi tonto romanticismo…

Eso es lo que hago con las cosas que me pasan.
Y me divierte.
Así que no es que no armo el árbol porque me volví más aburrido y ya no disfruto de las pequeñas cosas… todo lo contrario, me encantan los jardines delanteros con luces que titilan. Me gusta ver cómo algunos se encargan de dar forma y orden al cablerío de foquitos mientras otros dejan que el caos domine la situación y la ausencia de patrones hace que uno se maree y todo se vuelva evidencia de un vómito lumínico tan misterioso como el sentido patológico oculto del que se tomó el tiempo para darle forma de estrella a todo el asunto respetando el ritual iconográfico y no haciendo, por ejemplo, algo un poco más original u osado: una figura onda las que forman las líneas de Nazca. O una pija, que es fácil de contornear. Lo que sea. Pero no, la navidad tiene sus símbolos, sus modas anuales, el Papá Noel clásico y el cheto, su variedad etílica propia, un par de discos dedicados exclusivamente a ella, un compilado de pelis imperdibles… quizás no porque sean tan-tan geniales, sino porque las van a repetir hasta que cedas y el fantasma del pasado te robe un poquitito de tu fantasma presente y se convierta en tu fantasma futuro, uno que siempre, al apagar la tele después de los créditos, se sonríe y piensa en algo con sabor a garrapiñadas e ingenuidad. Algo lindo.

Y tampoco es que no lo voy a armar, estoy tratando de explicar por qué no estoy tan entusiasmado con la idea… y no es que me haya topado con la famosa crisis del ser medio-burgués. Cursé dos años en Letras, me fumé en pipa cantidades cósmicas de cinismo, ejercité una indignación sólo igualable a la tempestad de un dios ciego. Y antes de eso estuvo el 2001 y fue una de las primeras veces que abracé a un amigo con lágrimas en los ojos y masticando una cosa peor que esos turrones que te rompen los dientes y no tienen gusto a nada. Ya sé que todo esto es una contradicción y tanto lo sé que seguro termino perdido en un bucle de contradicciones y a último momento voy a estar buscando un regalito, aunque sea algo chiquito, para todos, muy en contra de mi postura antimaterialista y pretendidamente sabia.
Así que capaz sí es crisis de medio-burgués. Uno que cada vez, años tras años, tiene menos plata para pasar las fiestas.

Entiendo con naturalidad que la navidad es triste. Antes era triste porque terminaba, porque nunca parecían suficientes mis intentos por sacarle el mejor provecho, siempre lo podría haber hecho mejor y me iba a dormir temblando de ganas de que todo volviese a empezar y era paciente en toda mi impaciencia. Ahora soy impaciente en todas mis pausas y la  navidad es triste porque empieza.
Como sea… no me quita el sueño la tristeza.

Respecto a los fuegos artificiales: durante años me divirtieron. Fui el tirador más veloz de cañitas voladoras de zona sur. Las disparaba al cielo, las disparaba en paralelo al asfalto, apuntaba a cosas. Era precavido, profesional y, por sobre todo, certero. Donde ponía el ojo ponía la cañita voladora. Con los fosforitos era más torpe y decidí alejarlos de mi vida cuando uno me explotó en la mano.
Después conocí los fuegos de verdad. Hacen mucho menos estruendo, pero arden mucho más tiempo.
Quiero decir: empecé a tomar en las fiestas y tuve mejores cosas que hacer.

Tuve tres días para armar el arbolito… y todavía no lo armé. Tres días. Hay más de tres ausencias si comparás una navidad de antes con una navidad de ahora. Capaz si pienso en la muerte es porque en la navidad se celebra un nacimiento. Estemos de acuerdo o no, el juego preponderante es armar la casita con los animalitos, ponerle los reyes, el ángel, la madre, el señor que va a tener que mantener al pibe toda la vida… ¿y el pibe que nace es Papá Noel, por eso su presencia en ésta festividad? No. Eso tendría sentido si quisiéramos tener una mínima línea de coherencia en las cosas… pero no queremos. Y el que nace no es Papá Noel.
Nace el hijo de dios, una y otra vez.
En el medio, chau a dos abuelos y una abuela. Y si querés sigo con la lista.
Abajo del árbol de navidad se produce un milagro. ¿Es el árbol de navidad el árbol de la vida? ¿Por eso el pesebre? ¿Para regar con la luz divina ese árbol generalmente muerto o de mentira y obligarlo a parir el fruto más prohibido de todos los tiempos: la esperanza en forma tonta e infantil?
Me doy cuenta ahora que la navidad fue la cosa que más compartí, por ejemplo, con mis abuelos que ya no están. Y cuando digo que la compartimos es de verdad. Ellos estaban ahí y yo estaba ahí.

Mis abuelos me regalaban libros de terror, siempre.

No sé por qué pienso en que todos terminamos siendo adornos de árboles de navidad. La idea no tiene mucho sentido y no sigue la línea argumental. Muchas de mis ideas son así, como Papá Noel.
El tema es que aún no armé el árbol de navidad justamente porque no quiero ver romperse sus adornos. Preferiría ahorrarme pasar por ese poético momento en el que las bolas rojas se conviertan en pedazos de algo esparcidos por toda la casa, lastimando si uno va descalzo. Sencillamente, no quiero. Y tengo gatos. Y estoy seguro que el árbol va a terminar tirado.
Todo esto va a pasar.

Pienso en un chiste: Jesús naciendo y todos felices y de pronto ¡PUM!
Un árbol de navidad gigante, proveniente de un universo superior o inferior o de otro universo y punto, acaba de aplastar a todos. Alrededor del árbol, sangre.
Las ramas empiezan a incendiarse, seguro por alguna fogata que iluminaba la precaria morada.
Me río solo.
Si no hubo sobrevivientes, ¿hizo ruido el árbol al caer?

Lo voy a armar en unos días.
Y seguro obtenga respuestas.

En navidad, más que nunca, la ausencia de respuesta es una respuesta.





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