EL SORPRENDENTE
21 DE DICIEMBRE DE UN AÑO CUALQUIERA
Nosotros éramos el último vehículo
de la caravana. Manejaba papá, es decir, el hijo del hombre que encabezaba la
marcha, el hombre que ya no volvería a conducir su viejo coche que, en algún
momento, no había sido viejo. Cada cosa define al todo. O el todo es todo a tal
nivel que las definiciones no existen:
siempre va a existir un accidente, siempre el mundo será novedoso y repetitivo
llegado el momento. ¿En qué parte de la ruta te deja poder pensarlo así? Es
algo que no sé. No sé todavía o no sabré nunca. Es imposible saber qué
pensamiento se puede volver permanente, por eso los pensamientos son
peligrosos. Lo que sí sé con certeza es que esa mañana mamá, papá y yo éramos
los últimos de la caravana. Yo iba en el asiento trasero, como en los eneros de
antaño, cuando recorríamos ciudades turísticas gastadas, cuando el siempre
potencial divorcio de mis progenitores no me aterrorizaba pero me causaba un deslumbrante
insomnio, en camas ajenas, en habitaciones impersonales, en la tristeza
esperanzadora de otro lugar… no extrañar pero querer volver: la línea rítmica
de mi adolescencia.
La diferencia residía en que ya no
contaba con 12 años. Había pasado más de una década. Muchas cosas habían
cambiado, pero para esta historia es suficiente con que diga que algo seguía
igual: a los 25 yo seguía sin auto propio. Así que ahí estaba: la muerte de mi
abuelo me había vuelto más pequeño. Incluso el “me parece muy desubicado que tu
hermano con esa cualquiera con la que está ahora vaya adelante nuestro” de mamá
hacia papá podía intercambiarse por el mítico “¿te diste cuenta o no te diste
cuenta de que esas playas están cada vez en peores condiciones?”. La cara inevitable
del futuro (la ausencia) era, de pronto, la cara mamarrachada del pasado. El
presente siempre es una foto. Toda foto se convierte en un dibujo. Todo dibujo
esconde una pregunta: “¿qué ves vos acá?”.
Toda pregunta es un disfraz para la
intuición más retorcida. Presente, otra vez. Y seguimos eternizando.
Atravesábamos la autopista, rumbo a
un cementerio privado que despertaba mis sospechas impronunciadas sobre los
deseos de mi, es momento de decirlo, desconocido (otra característica del
presente visto en retrospectiva) abuelo. Mientras la playa y la arena se
mezclaban con la imagen de la cualquiera a la que seguro nunca llegaría a
llamar tía, centré mi vista en los automóviles que nos pasaban por el carril
izquierdo, con los bocinazos atragantados en una parodia de respeto. Entonces
la vi. Una camioneta de última generación, vidrios polarizados, alta, más negra
que nuestra negra y alargada locomotora, la que encabezaba el ritual, la que
llevaba un muerto en su parte trasera. La camioneta, a diferencia del resto, no
se apresuró en adelantarse. Se mantuvo a pocos metros por delante nuestro.
Queda explícito, tras la declaración de que viajaba con mis padres, que la
anatomía de esa camioneta, su aerodinámica, su exhibición de progreso
automotor, me causaba una natural indiferencia. Por eso me fijé en su patente,
que supongo que es lo que hacen los que, aún ajenos, no quieren o no pueden
desprenderse de los detalles. Si no somos testigos no somos nada. Algo hay que
robar. Mirar una patente es lo primero que suelen hacer los niños, soy
consciente. También lo hacen los adictos, los obsesivos y los dementes, no sé
si te pusiste a pensarlo.
Las vacaciones en locales de
videojuegos, con dolor y emocionado. Las vacaciones y mi abuelo en su casa, esa
que tenía una enorme cruz de bronce sobre la cama. Las vacaciones y el enamoramiento
inminente de cualquier rostro que se repitiese. La observación más adulta y
pretenciosa, una vez que esa cama se convirtiera en su reposo flácido,
esquelético y agonizante, de que el crucifijo era, quizás, el único testigo aún
con memoria de esa noche inimaginable que diera origen a mi padre. Las
vacaciones y la sensación de un plan enorme, inmenso; todas las noches
sorprendentes y, rápido, muy iguales. Mi abuelo y su mirada vacía de tan
lejana. La sensación que produce saber que esas sábanas las tocaron otros
cuerpos. La ausencia de explicación.
Mis deseos tontos y apresurados de
querer morirme. Mi abuelo enfermo.
Yo vivo.
La ausencia de un conductor.
Antes de que la camioneta por fin
acelerara pude pensar que mi abuelo, quizás, no había sido una buena persona.
Todos nos vamos por un tiempo. Todos pensamos cosas que nos avergüenzan.
Maneja papá. Un mañana certero pero
imposible. Nunca me quise ir. De acá o de allá.
“No me importa volver”.
“Espero poder volver”.
Mi abuelo y yo, atrás. Mi abuelo en
el presente, yo saltándome las generaciones intermedias.
El verano y los funerales.
La patente y tres números.
Creer o reventar, dicen algunos.
La autopista sólo tiene dos
carriles.
La vi alejarse y entendí el chiste,
ninguna otra cosa. La vi alejarse y fui niño, adicto, obsesivo, demente. Un
poco más escéptico.
El verano y la incertidumbre,
siempre la sagrada y hermosa culpa.
El verano y la inmortalidad.
La patente y tres números. Presente,
hoy. La marea creciendo en las noches, incontenible, más allá de las piedras.
Algo habremos ganado en esas camas, en cuartos de todos y de nadie.
La patente y tres números.
“666” .
Con vos, confieso, pensé en mí.
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