lunes, 25 de abril de 2016

sympathy for the devil

EL SORPRENDENTE 21 DE DICIEMBRE DE UN AÑO CUALQUIERA


Nosotros éramos el último vehículo de la caravana. Manejaba papá, es decir, el hijo del hombre que encabezaba la marcha, el hombre que ya no volvería a conducir su viejo coche que, en algún momento, no había sido viejo. Cada cosa define al todo. O el todo es todo a tal nivel que las definiciones  no existen: siempre va a existir un accidente, siempre el mundo será novedoso y repetitivo llegado el momento. ¿En qué parte de la ruta te deja poder pensarlo así? Es algo que no sé. No sé todavía o no sabré nunca. Es imposible saber qué pensamiento se puede volver permanente, por eso los pensamientos son peligrosos. Lo que sí sé con certeza es que esa mañana mamá, papá y yo éramos los últimos de la caravana. Yo iba en el asiento trasero, como en los eneros de antaño, cuando recorríamos ciudades turísticas gastadas, cuando el siempre potencial divorcio de mis progenitores no me aterrorizaba pero me causaba un deslumbrante insomnio, en camas ajenas, en habitaciones impersonales, en la tristeza esperanzadora de otro lugar… no extrañar pero querer volver: la línea rítmica de mi adolescencia.
La diferencia residía en que ya no contaba con 12 años. Había pasado más de una década. Muchas cosas habían cambiado, pero para esta historia es suficiente con que diga que algo seguía igual: a los 25 yo seguía sin auto propio. Así que ahí estaba: la muerte de mi abuelo me había vuelto más pequeño. Incluso el “me parece muy desubicado que tu hermano con esa cualquiera con la que está ahora vaya adelante nuestro” de mamá hacia papá podía intercambiarse por el mítico “¿te diste cuenta o no te diste cuenta de que esas playas están cada vez en peores condiciones?”. La cara inevitable del futuro (la ausencia) era, de pronto, la cara mamarrachada del pasado. El presente siempre es una foto. Toda foto se convierte en un dibujo. Todo dibujo esconde una pregunta: “¿qué ves vos acá?”.
Toda pregunta es un disfraz para la intuición más retorcida. Presente, otra vez. Y seguimos eternizando.
Atravesábamos la autopista, rumbo a un cementerio privado que despertaba mis sospechas impronunciadas sobre los deseos de mi, es momento de decirlo, desconocido (otra característica del presente visto en retrospectiva) abuelo. Mientras la playa y la arena se mezclaban con la imagen de la cualquiera a la que seguro nunca llegaría a llamar tía, centré mi vista en los automóviles que nos pasaban por el carril izquierdo, con los bocinazos atragantados en una parodia de respeto. Entonces la vi. Una camioneta de última generación, vidrios polarizados, alta, más negra que nuestra negra y alargada locomotora, la que encabezaba el ritual, la que llevaba un muerto en su parte trasera. La camioneta, a diferencia del resto, no se apresuró en adelantarse. Se mantuvo a pocos metros por delante nuestro. Queda explícito, tras la declaración de que viajaba con mis padres, que la anatomía de esa camioneta, su aerodinámica, su exhibición de progreso automotor, me causaba una natural indiferencia. Por eso me fijé en su patente, que supongo que es lo que hacen los que, aún ajenos, no quieren o no pueden desprenderse de los detalles. Si no somos testigos no somos nada. Algo hay que robar. Mirar una patente es lo primero que suelen hacer los niños, soy consciente. También lo hacen los adictos, los obsesivos y los dementes, no sé si te pusiste a pensarlo.
Las vacaciones en locales de videojuegos, con dolor y emocionado. Las vacaciones y mi abuelo en su casa, esa que tenía una enorme cruz de bronce sobre la cama. Las vacaciones y el enamoramiento inminente de cualquier rostro que se repitiese. La observación más adulta y pretenciosa, una vez que esa cama se convirtiera en su reposo flácido, esquelético y agonizante, de que el crucifijo era, quizás, el único testigo aún con memoria de esa noche inimaginable que diera origen a mi padre. Las vacaciones y la sensación de un plan enorme, inmenso; todas las noches sorprendentes y, rápido, muy iguales. Mi abuelo y su mirada vacía de tan lejana. La sensación que produce saber que esas sábanas las tocaron otros cuerpos. La ausencia de explicación.
Mis deseos tontos y apresurados de querer morirme. Mi abuelo enfermo.
Yo vivo. 
La ausencia de un conductor.
Antes de que la camioneta por fin acelerara pude pensar que mi abuelo, quizás, no había sido una buena persona. Todos nos vamos por un tiempo. Todos pensamos cosas que nos avergüenzan.
Maneja papá. Un mañana certero pero imposible. Nunca me quise ir. De acá o de allá.
“No me importa volver”.
“Espero poder volver”.
Mi abuelo y yo, atrás. Mi abuelo en el presente, yo saltándome las generaciones intermedias.
El verano y los funerales.
La patente y tres números. 
Creer o reventar, dicen algunos.
La autopista sólo tiene dos carriles.
La vi alejarse y entendí el chiste, ninguna otra cosa. La vi alejarse y fui niño, adicto, obsesivo, demente. Un poco más escéptico.
El verano y la incertidumbre, siempre la sagrada y hermosa culpa.
El verano y la inmortalidad.
La patente y tres números. Presente, hoy. La marea creciendo en las noches, incontenible, más allá de las piedras. Algo habremos ganado en esas camas, en cuartos de todos y de nadie.
La patente y tres números.   
666”.

Con vos, confieso, pensé en mí.



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