LA PEOR HISTORIA DE
AMOR DE TODOS LOS TIEMPOS
***
El fin de semana salí a dar una vuelta. La
noche del sábado, que en realidad calificaba como primeras horas de domingo, para
ser más exactos, en ese momento en el que se supone que hay muchas cosas
ocurriendo en simultáneo, cuando las redes sociales se llenan de mensajes
cifrados por la borrachera, cuando la electricidad en el aire habla de una
soledad y una libertad iguales de póstumas.
Estoy solo un sábado a la noche por la misma
razón que mucha gente sale a chocar su existir con el de muchos otros en un espacio sincrónico con un tecno-pulso particular. Creo que más o menos es
lo mismo, la misma sensación, el mismo poder, la misma vulnerabilidad.
Pensaba eso mientras cerraba la puerta de casa,
casi a las tres de la mañana, un sábado, principio de domingo. El silencio de
la cuadra fue suavemente surfeado por el motor de una moto que, a unas cuántas
cuadras, cortaba la ciudad de norte a sur. Un posible repartidor de alcohol y
frula. Todo mágico y mundano. Todo un secreto brillante. Un ronroneo perdido en
la finitud de la existencia.
Guardé las llaves y salí a dar una vuelta sin
sospechar lo que iba a terminar encontrando.
Sólo dar una vuelta. Un impulso torpe, un
impulso jovial. Me recordé a mi mismo que aún no estoy tan viejo como para creer
en la inteligencia.
Me dolía la cabeza, había pasado todo el día
encerrado, no había podido conciliarme conmigo. Llevo semanas sintiendo que no
sé cómo buscar lo que me falta, pero saboreando, de modo inexorable, esa
conclusión, que siempre llega con el insomnio: “no estoy conciliado conmigo”. Todas
las lunas iguales: siempre suspirando un desencanto después de horas solares
corriendo sonriente tras el brillo. Después dos yo mirándose a la cara, un
atardecer en el alma. Y el primero, el feliz, queda solo, y el segundo, el
triste, se pone dueño. A veces pienso que no soy el primero ni el segundo: soy
el ocaso propiamente dicho. Un momento. Un momento de mirarse a los ojos.
Sin concilio.
No supe si el triste estaba jugando su última
carta o si el feliz había madrugado. No me lo pregunté. Sólo quería dar una
vuelta.
Y justo cuando todo parecía sin sorpresas me di
cuenta de que las cosas no estaban del todo bien.
El cielo parecía más bajo que de costumbre,
como cansado o como si quisiera llamar la atención, tan a mano que parecía estúpido
no estirar el brazo para cometer la estupidez de intentar alcanzar lo
inalcanzable. Como si el control de los astros hubiera estado más afilado que de
costumbre, como si sus lásers de puntos rojos clavaran ya sin rodeos su mira en
la arquitectura matemática de la ciudad para transformar todo en un vacío
surcado por líneas en horizontal y vertical, como si todo fuera una ficción, un
plano superpuesto sobre la basura, el frío, las hojas que empezaban a caer.
Con las estrellas susurrando detrás de mí vi
todo un mapa que inmediatamente se duplicó en significados: ¿un tesoro
perseguido por valientes piratas? ¿la tierra prometida para un grupo de
conquistadores? ¿el refugio de miles de olvidados?
No sé cuántas veces doblé, no recuerdo si pasé
por la casa de la vieja que sale a hacer compras con un casco de motociclista
Easy Raider o si pasé por el caserón que desde que me mudé al barrio está vacío
y con un cartel de “en venta” oxidado y carcomido. Sé que empecé a apurar el
paso, porque tanto susurro me paranoiqueó, porque tanto destino flotando detrás
me asustó, porque tanto hambre me hizo sentir desnudo, carne para los lobos,
presa de un chiste fácil.
¿Y si me roban? ¿Y si me matan? ¿y si alguien
que pensaba que su salida había sido un fracaso me ve y me confunde con un
regalo de la divinidad y me viola y me corta en pedacitos y me deja tirado al
costado de un árbol, para que me olisqueen los gatos, me coman los perros, me
encuentren dos policías aburridos turno matutino?
¿Por qué estoy caminando a ésta hora, ahora?
En esos divagues transitaba, cuando volví a
doblar en una esquina y casi me la llevo puesta.
Lo primero que me pasó al verla fue recordar lo
que habíamos hablado el viernes.
Yo había dicho: “Hablemos, ya no quiero esto…
me termino sintiendo un esclavo… puede ser que no sea tu culpa… pero cuando
algo me molesta me siento un esclavo… es el trauma eterno del explotado, sí. Hablemos.
Ya fue. No lo banco más”. Ella apenas me había dirigido la mirada: “Mirá… ¿lo
podemos hablar el lunes? El lunes te escucho todo lo que quieras… ahora estoy
ocupada… muy. ¿Te parece que no cumplo tus expectativas? Listo. Divertite.
Olvidate de mí por un rato. ¿Qué querés que te diga? Hacé de cuenta que no
existo y chau”. Recuerdo que sentí el
calor del reproche encendido en mis mejillas. Recuerdo que dije: “Bueno.
Gracias”. “Cuidate, Mati”.
“Vos también”, había concluido, sólo para decir
algo.
Me había ido, al final, sin suficiente
resignación, sin suficiente empatía.
Asustado, pero asustado bajo la corteza. Abandonado,
más preso.
Me había ido hacia mi futuro, esa esquina, esa
madrugada… ella otra vez.
Me acerqué despacio, eché una mirada alrededor.
Los pasos que nos separaron fueron los últimos metros que el mundo giró hasta
por fin detenerse. Las estrellas volvieron a alejarse, lo estático, rápido, se
convirtió en cartón, en escenografía: casas y casas que sólo eran fachada, que
estaban sostenidas por tirantes ya podridos que no tardarían en romperse para
dejar a la vista lo inevitable: adentro no existe. Adentro no existe porque
siempre estamos afuera, siempre estamos al descubierto.
Me metí las manos en los bolsillos y cuando
hablé lo hice mirando al piso, para que ella no se sintiera acusada por mis
pupilas, que no se sintiera mal si se me escapaba un gesto que denotara lástima.
-¿Estás bien?
Se tomó su tiempo para responder. La pude
presentir tomándose de la pared para girar sobre sí, la pude presentir con la
cabeza pesada, mirándome no de arriba a abajo, sino que de modo circular. Me
imaginé triplicado desde su subjetiva. Me vi desenfocado. Me vi deshacerme en
ecos. Ecos luminosos. Fantasmas. Me vi convirtiéndome en todos esos espíritus
que habitan mis rincones embrujados. ¿Y debajo de todas las presencias
transparentes? Me di cuenta en ese momento de que lo único que puede guardar un
fantasma es a otro fantasma, que no hay otra cosa tras los fantasmas, que está
todo dicho cuando hay un fantasma en la historia. Estás viendo a través de él.
Si no olvidáramos que estamos viendo a través de fantasmas las cosas serían más
fáciles, no existiría la extorsión, las expectativas, la esperanza.
-Mirá… no sé qué querés… Pero no me vas a poder
robar nada porque no tengo nada… Nada tengo, ¿me escuchás? Además, si te acercás
me puedo poner a gritar y… -una pausa-. ¿Qué hacés vos acá?
Volví a suspirar y centré mi atención en la
pared que ella había estado usando para sostenerse. Esa frontera falsa. Toqué
los ladrillos. Sentí el frío de la muerte: carteles de políticos vandalizados,
afiches de recitales que habían ocurrido hacía mucho tiempo, publicidades con
rostros de actores que probablemente estén en la miseria en la actualidad,
papelitos con minas semidesnudas… todo moco, chicle, guasca. La luz mortecina y
enfermiza de un farol de calle sacaba brillos a lo áspero, a lo opaco, a lo
nada.
Me dolió que tardara tanto en reconocerme.
-Habíamos quedado en que hablábamos el lunes…
-¿Te pensás que te estuve siguiendo?
-¿Qué hacés acá? -insistió.
Bajé la vista hasta sus pies. Tenía las
zapatillas vomitadas. Me dieron nauseas.
-Pensé que ibas a estar muy ocupada, pensé que…
No supe cómo
seguir. Negué con la cabeza y pasé por su lado, procurando no levantar la vista,
procurando no tocarla. Pude oler la desesperación, la transpiración atrapada,
la urgencia febril… pero también pude oler otra cosa. Pude oler la descomposición de la que está
hecha la inmortalidad. Pude oler la tierra viva, llena de gusanos, que se
sacude dando forma a todos los sueños esculpidos en barro.
Las náuseas
crecieron y aceleré mi andar, confundido, enojado por la vuelta que había
significado dar una vuelta. Aceleré mi andar porque no quería seguir sintiendo
la tentación de cruzarme con sus facciones desencajadas… ¿qué tan rojos o
desorbitados estarían sus ojos? ¿qué tan gigantes o inexistentes serían sus
pupilas? ¿cuánto se abriría su boca? ¿cuán deformada estaría toda ella?
¿Estarán ya
los gusanos a flor de piel?
-Mati… -su
voz era quebradiza. Palabras que salían y se caían muertas, palabras que salían
y se elevaban, salvajes. Palabras que se apilaban, formando algo entre
nosotros. Un muro de contención. Una despedida. Otra vez.
Me detuve,
sin girarme.
-¿Qué pasa?
-Si alguien
me pregunta voy a negar todo… voy a decir que el que estaba quebrado, borracho
y drogado eras vos. Posta.
Me encogí
de hombros.
-Hacé lo
que quieras. En casa hay un montón de birras y porro. Te van a creer.
Me alejé, más
arrepentido que épico.
Hoy es
lunes y ella aún no regresó.
Siempre me asustó pensar en qué podía pasar si
un día decidía no volver. Ahora está pasando y no parece tan terrible. Puede
que se trate de vergüenza o venganza. La mayoría de las cosas se reducen a eso.
O puede ser que se trate de algo más profundo. Puede ser que tarde o temprano
reaparezca y me de las explicaciones necesarias. O es probable que no vuelva
porque sabe que voy a pedirle explicaciones. Y puede ser que no existan. O no
sean necesarias.
Sigo sin conciliarme, pero ahora, a veces,
entre mis yo y yo logramos habitar la misma habitación y somos tres.
Volví a llenar la heladera de cervezas y volví
a llamar al tipo que me vende drogas. Repito la escena del crimen, todo es sábado,
todo es madrugada de domingo. Todo ya pasó y está por llegar. Todo es la
Realidad y yo, cruzándonos de modo azaroso, viviendo la peor historia de amor
de todos los tiempos, culpándonos mutuamente de todo.
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