martes, 12 de abril de 2016

Como Uma Thurman en Pulp Fiction.

LA PEOR HISTORIA DE AMOR DE TODOS LOS TIEMPOS




***


El fin de semana salí a dar una vuelta. La noche del sábado, que en realidad calificaba como primeras horas de domingo, para ser más exactos, en ese momento en el que se supone que hay muchas cosas ocurriendo en simultáneo, cuando las redes sociales se llenan de mensajes cifrados por la borrachera, cuando la electricidad en el aire habla de una soledad y una libertad iguales de póstumas.
Estoy solo un sábado a la noche por la misma razón que mucha gente sale a chocar su existir con el de muchos otros en un espacio sincrónico con un tecno-pulso particular. Creo que más o menos es lo mismo, la misma sensación, el mismo poder, la misma vulnerabilidad.
Pensaba eso mientras cerraba la puerta de casa, casi a las tres de la mañana, un sábado, principio de domingo. El silencio de la cuadra fue suavemente surfeado por el motor de una moto que, a unas cuántas cuadras, cortaba la ciudad de norte a sur. Un posible repartidor de alcohol y frula. Todo mágico y mundano. Todo un secreto brillante. Un ronroneo perdido en la finitud de la existencia.
Guardé las llaves y salí a dar una vuelta sin sospechar lo que iba a terminar encontrando.  

Sólo dar una vuelta. Un impulso torpe, un impulso jovial. Me recordé a mi mismo que aún no estoy tan viejo como para creer en la inteligencia.
Me dolía la cabeza, había pasado todo el día encerrado, no había podido conciliarme conmigo. Llevo semanas sintiendo que no sé cómo buscar lo que me falta, pero saboreando, de modo inexorable, esa conclusión, que siempre llega con el insomnio: “no estoy conciliado conmigo”. Todas las lunas iguales: siempre suspirando un desencanto después de horas solares corriendo sonriente tras el brillo. Después dos yo mirándose a la cara, un atardecer en el alma. Y el primero, el feliz, queda solo, y el segundo, el triste, se pone dueño. A veces pienso que no soy el primero ni el segundo: soy el ocaso propiamente dicho. Un momento. Un momento de mirarse a los ojos. Sin concilio.
No supe si el triste estaba jugando su última carta o si el feliz había madrugado. No me lo pregunté. Sólo quería dar una vuelta.
Y justo cuando todo parecía sin sorpresas me di cuenta de que las cosas no estaban del todo bien.  

El cielo parecía más bajo que de costumbre, como cansado o como si quisiera llamar la atención, tan a mano que parecía estúpido no estirar el brazo para cometer la estupidez de intentar alcanzar lo inalcanzable. Como si el control de los astros hubiera estado más afilado que de costumbre, como si sus lásers de puntos rojos clavaran ya sin rodeos su mira en la arquitectura matemática de la ciudad para transformar todo en un vacío surcado por líneas en horizontal y vertical, como si todo fuera una ficción, un plano superpuesto sobre la basura, el frío, las hojas que empezaban a caer.
Con las estrellas susurrando detrás de mí vi todo un mapa que inmediatamente se duplicó en significados: ¿un tesoro perseguido por valientes piratas? ¿la tierra prometida para un grupo de conquistadores? ¿el refugio de miles de olvidados?
No sé cuántas veces doblé, no recuerdo si pasé por la casa de la vieja que sale a hacer compras con un casco de motociclista Easy Raider o si pasé por el caserón que desde que me mudé al barrio está vacío y con un cartel de “en venta” oxidado y carcomido. Sé que empecé a apurar el paso, porque tanto susurro me paranoiqueó, porque tanto destino flotando detrás me asustó, porque tanto hambre me hizo sentir desnudo, carne para los lobos, presa de un chiste fácil.
¿Y si me roban? ¿Y si me matan? ¿y si alguien que pensaba que su salida había sido un fracaso me ve y me confunde con un regalo de la divinidad y me viola y me corta en pedacitos y me deja tirado al costado de un árbol, para que me olisqueen los gatos, me coman los perros, me encuentren dos policías aburridos turno matutino?
¿Por qué estoy caminando a ésta hora, ahora?
En esos divagues transitaba, cuando volví a doblar en una esquina y casi me la llevo puesta.

Lo primero que me pasó al verla fue recordar lo que habíamos hablado el viernes.
Yo había dicho: “Hablemos, ya no quiero esto… me termino sintiendo un esclavo… puede ser que no sea tu culpa… pero cuando algo me molesta me siento un esclavo… es el trauma eterno del explotado, sí. Hablemos. Ya fue. No lo banco más”. Ella apenas me había dirigido la mirada: “Mirá… ¿lo podemos hablar el lunes? El lunes te escucho todo lo que quieras… ahora estoy ocupada… muy. ¿Te parece que no cumplo tus expectativas? Listo. Divertite. Olvidate de mí por un rato. ¿Qué querés que te diga? Hacé de cuenta que no existo y chau”.  Recuerdo que sentí el calor del reproche encendido en mis mejillas. Recuerdo que dije: “Bueno. Gracias”. “Cuidate, Mati”.
“Vos también”, había concluido, sólo para decir algo.
Me había ido, al final, sin suficiente resignación, sin suficiente empatía.
Asustado, pero asustado bajo la corteza. Abandonado, más preso.
Me había ido hacia mi futuro, esa esquina, esa madrugada… ella otra vez.

Me acerqué despacio, eché una mirada alrededor. Los pasos que nos separaron fueron los últimos metros que el mundo giró hasta por fin detenerse. Las estrellas volvieron a alejarse, lo estático, rápido, se convirtió en cartón, en escenografía: casas y casas que sólo eran fachada, que estaban sostenidas por tirantes ya podridos que no tardarían en romperse para dejar a la vista lo inevitable: adentro no existe. Adentro no existe porque siempre estamos afuera, siempre estamos al descubierto.
Me metí las manos en los bolsillos y cuando hablé lo hice mirando al piso, para que ella no se sintiera acusada por mis pupilas, que no se sintiera mal si se me escapaba un gesto que denotara lástima.
-¿Estás bien?
Se tomó su tiempo para responder. La pude presentir tomándose de la pared para girar sobre sí, la pude presentir con la cabeza pesada, mirándome no de arriba a abajo, sino que de modo circular. Me imaginé triplicado desde su subjetiva. Me vi desenfocado. Me vi deshacerme en ecos. Ecos luminosos. Fantasmas. Me vi convirtiéndome en todos esos espíritus que habitan mis rincones embrujados. ¿Y debajo de todas las presencias transparentes? Me di cuenta en ese momento de que lo único que puede guardar un fantasma es a otro fantasma, que no hay otra cosa tras los fantasmas, que está todo dicho cuando hay un fantasma en la historia. Estás viendo a través de él. Si no olvidáramos que estamos viendo a través de fantasmas las cosas serían más fáciles, no existiría la extorsión, las expectativas, la esperanza.
-Mirá… no sé qué querés… Pero no me vas a poder robar nada porque no tengo nada… Nada tengo, ¿me escuchás? Además, si te acercás me puedo poner a gritar y… -una pausa-. ¿Qué hacés vos acá?
Volví a suspirar y centré mi atención en la pared que ella había estado usando para sostenerse. Esa frontera falsa. Toqué los ladrillos. Sentí el frío de la muerte: carteles de políticos vandalizados, afiches de recitales que habían ocurrido hacía mucho tiempo, publicidades con rostros de actores que probablemente estén en la miseria en la actualidad, papelitos con minas semidesnudas… todo moco, chicle, guasca. La luz mortecina y enfermiza de un farol de calle sacaba brillos a lo áspero, a lo opaco, a lo nada.
Me dolió que tardara tanto en reconocerme.
-Habíamos quedado en que hablábamos el lunes…
-¿Te pensás que te estuve siguiendo?
-¿Qué hacés acá? -insistió.
Bajé la vista hasta sus pies. Tenía las zapatillas vomitadas. Me dieron nauseas.
-Pensé que ibas a estar muy ocupada, pensé que…
No supe cómo seguir. Negué con la cabeza y pasé por su lado, procurando no levantar la vista, procurando no tocarla. Pude oler la desesperación, la transpiración atrapada, la urgencia febril… pero también pude oler otra cosa.  Pude oler la descomposición de la que está hecha la inmortalidad. Pude oler la tierra viva, llena de gusanos, que se sacude dando forma a todos los sueños esculpidos en barro.
Las náuseas crecieron y aceleré mi andar, confundido, enojado por la vuelta que había significado dar una vuelta. Aceleré mi andar porque no quería seguir sintiendo la tentación de cruzarme con sus facciones desencajadas… ¿qué tan rojos o desorbitados estarían sus ojos? ¿qué tan gigantes o inexistentes serían sus pupilas? ¿cuánto se abriría su boca? ¿cuán deformada estaría toda ella?
¿Estarán ya los gusanos a flor de piel?
-Mati… -su voz era quebradiza. Palabras que salían y se caían muertas, palabras que salían y se elevaban, salvajes. Palabras que se apilaban, formando algo entre nosotros. Un muro de contención. Una despedida. Otra vez.
Me detuve, sin girarme.
-¿Qué pasa?
-Si alguien me pregunta voy a negar todo… voy a decir que el que estaba quebrado, borracho y drogado eras vos. Posta.
Me encogí de hombros.
-Hacé lo que quieras. En casa hay un montón de birras y porro. Te van a creer.
Me alejé, más arrepentido que épico.

Hoy es lunes y ella aún no regresó.
Siempre me asustó pensar en qué podía pasar si un día decidía no volver. Ahora está pasando y no parece tan terrible. Puede que se trate de vergüenza o venganza. La mayoría de las cosas se reducen a eso. O puede ser que se trate de algo más profundo. Puede ser que tarde o temprano reaparezca y me de las explicaciones necesarias. O es probable que no vuelva porque sabe que voy a pedirle explicaciones. Y puede ser que no existan. O no sean necesarias.
Sigo sin conciliarme, pero ahora, a veces, entre mis yo y yo logramos habitar la misma habitación y somos tres.
Volví a llenar la heladera de cervezas y volví a llamar al tipo que me vende drogas. Repito la escena del crimen, todo es sábado, todo es madrugada de domingo. Todo ya pasó y está por llegar. Todo es la Realidad y yo, cruzándonos de modo azaroso, viviendo la peor historia de amor de todos los tiempos, culpándonos mutuamente de todo.


No hay comentarios.:

Publicar un comentario