martes, 12 de enero de 2016

blackstar

MIRAR EL ECLIPSE
(breves notas sobre el último disco de David Bowie)



Escucho el último disco de Bowie el día de su muerte.
Un disco que su productor, frío y eficiente, calificó como: “el disco que Bowie quería regalar a sus fans”. Es probable que Bowie lo haya pensado. Ahora no está él para conservar el silencio y hacernos partícipes del juego. Todo dicho no es Bowie. Sí, el disco salió hace unos días, en su cumpleaños. Cumpleaños, disco, muerte. Parece todo dicho, pero no.
Si hubiera estado todo dicho yo ya hubiera escuchado de esto. Y esto tiene una particularidad: canta un hombre viejo. Rayos lásers amenazan con atravesarlo, pero es viejo. La construcción es notable. El sentido invocatorio del canto inicial, la primitiva búsqueda de futuro, el mantra-grito, el consecuente ascenso a la divinidad. El robot. El guiño cómplice. El “bienvenido al show”, el decoro y la elegancia.
Seguro que es el escenario que te quieren vender, pero también es el detrás de escena. No tenés que mirarte para saber que cuando escuchás Blackstar vas vestido de negro, sintiéndote bien.

*

Funerales al sol. Recuerdo la muerte del abuelo de mi mejor amigo, el cajón, el día brillante colándose por la ventana, el café demasiado caliente, la gente escuchando cumbia en las casas aledañas. Funerales al sol. Veo cómo se quema la cinta de mis recuerdos.

*

Todo se vuelve efecto negativo. Fuimos testigos caprichosos del gran eclipse. Algo se quemó en nuestros ojos. Vemos algo más.
Descubro, promediando el minuto 9, que la intención de lo que escucho no es spoilear la vida, sino que velarla, como se vela un rollo.  Bowie busca que sea el futuro el que quede ciego.
Sin futuro que nos controle podemos correr en paz.

El resto es irrisorio, un decorado fantástico lleno de agudos detalles, la libertad de todo lo que se sabe mentira y brilla por eso. Todo bajo la conciencia del tipo que tras haber sido un profesional al respecto decide grabar lo que sabe o presiente como último disco. Todo es una exageración de estilo. Un espectáculo llevado al extremo, perfecta banda sonora para una oscura película de detectives donde los instrumentos de viento agonizan en hermosos alaridos que se arrastran entre espirales de humo y seducción fetiche. Podemos escuchar una voz vieja evocando a un joven obsesivo. Los crímenes del mundo seguirán irresueltos. Seguirán tejiéndose complicadas teorías alrededor de cada muerte. Lo importante, siempre, es que alguien busque la verdad. O su propia ilusión de la verdad. Todo tan sabio. El drama y vivir abrazando lo mundano de todo eso que no puede perecer.

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Canción de amor. Injusticia humana, cavilación, calavera. Femme fatale. Bailando siempre luminoso bajo las luces tenues. No es el abismo. Es donde venimos a ser. La delicadeza de ser el culpable y no sentir culpas, sólo un desengaño hermoso, cargado de épica. Radiografía del desenfreno, cámara lenta de la angustiosa espera, de la transpiración que busca exorcizar. Rey de la inevitable cosecha que nos toca recoger mientras seguimos muriendo en el mismo mundo infértil que nos vio nacer.

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Toda una religión basada en sutiles temblores bajo la piel. Otro hablando y preguntando, frenético. Diálogo del que actúa y el que se sabe actor, diálogo del que se mece entre las aristas opuestas de la trampa. Ojos de mentira. Mirada real. O al revés, una cuestión de perspectiva: lo que cae quizás esté escapando, el pozo quizás sea un extenso túnel. Una fuga infinita. El Conejo Blanco no existe, es Alicia disfrazada.  La otra. O la única.

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Termino de escuchar el disco y salgo a andar en bici. Llevo más de un año en el barrio pero todavía no lo conozco bien. Agarro por una calle llena de casas lindas, como salidas de época. Algunas palabras resuenan en mi cabeza, una trompeta no se calla, un golpe está tapando los latidos de mi corazón. No puedo dar todo. Cada vez me humanizo más: no hay hombre que no encuentre a dios en su pasado. Como defecto o como salvación.

Finalmente llego a una plaza que me corta camino. A un costado de la plaza hay una iglesia. Al otro costado de la plaza hay un teatro. En ese teatro una vez presenté una obra. No sé si las cosas salieron del mejor modo posible, pero sé que aún tengo sueños en los que vuelvo a correr por pasillos totalmente privados de luz, procurando no pisar fuerte, apurado, por atrás del escenario. Yo escuchaba lo mismo que estaba escuchando el público, con la diferencia de que las voces me llegaban un poco apagadas y una pared se interponía entre mi persona y quienes hablaban. Yo no era como el público. Yo no los miraba. Los “espiaba”. Los volvía dueños de un secreto, de una vida. Lo que estaba detrás de la falsa pared no tenía por qué ser falso. Mientras corría por esos pasillos, estrujando un guión entre los dedos, todo era real. Pienso en eso a menudo.

Campanadas provenientes de la iglesia me sacaron del trance.


*

Di media vuelta y regresé a casa.
La tarde caía en una ciudad pequeña.
El sol se dilató.

*

No hay modo de ver esto por fuera de que decidí escuchar el último disco de Bowie el día de su muerte. Por eso no puedo dejar de ver reencarnación y tiempos distantes conviviendo en la misma visión, como una superposición astral. Hay pasado y presente, hay actores y hay muertos. El fantasma de la víctima, que todo lo sabe, fuma su cigarro en las alturas, jugando a descubrir quién será el primero en descubrir al asesino.

Todo es cuestión de tiempo.
Todos descubren al asesino al final.
O tenemos la capacidad de creer y de sospechar. Y nos miramos a nosotros mismos y es un poco las dos cosas.

*

Las sombras empiezan a apoderarse de la casa y, mientras voy de habitación en habitación encendiendo las luces, pienso que somos una cosa complicada dentro de una cosa frágil. Será por eso que puede pasar cualquier cosa, que puede salir de cualquier modo. Será por eso que, aunque habitualmente nos convenzamos de lo contrario, ante la inevitable fatalidad nada está dicho, sino que todo se vive diciendo.

Pienso que, sin lugar a dudas, la de David Bowie fue una vida bien dicha.



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