lunes, 30 de noviembre de 2015

todos-siempre-algo

VACACIONES EN BLAIR
(o: La descarada dulzura del mundo al acariciar el contorno de todo lo que no soy yo y la consecuente onda expansiva: mi versión de los hechos.)



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Con delicadeza y mucha perseverancia, la bruja convenció a todos.
Nadie quedó en el barrio sin exposición a su influencia corrosiva.
En un principio, infectados de no infectados podían reconocerse: los segundos daban cuenta de los primeros. Los primeros no podían dar cuenta de nada. De a poco, y por creer que en la no-violencia no hay peligro, nadie quedó sin ser contagiado. Y sin nadie que pudiera dar cuenta de nada, la infección pasó a ser una cuestión imposible de plantearse e identificarse en sus visiones ahora planas y simplificadas del mundo. 
Todos sobreactuaban sus ansias de no parecer que sobreactuaban. 
A veces el show estaba bien.
A veces era malo. 
Ellos lo sentían. 
Sentirse esclavos era parte de su naturaleza de “seres libres”. Porque ellos se creían seres libres. Es lo único en lo que piensa un animal al que se le otorga la posibilidad de pensar la libertad: SER LIBRE: la condición determinante para el resto de pensamientos naturales: comer, tener un sitio en el que refugiarse, administrar el tiempo de vida de un modo coherente... 
Y ellos pensaban, claro. No mucho, pero sí lo suficiente. Y sabían cosas… aunque ignoraban lo más importante: que su ideal de libertad, por culpa de ya sabemos quién, tenía un único pilar tácito:
uno podía ser libre siempre y cuando
¡siempre y cuando! 
madurara lo suficiente como para saber que las brujas no existían. Y después te ponés en cínico o en enfermo terminal o en algo y agregás, casi con cualquier tono, casi con cualquier cara, como si no importara tanto el mensaje sino las palabras: “…pero que las hay, las hay”.

La bruja se convirtió en mártir de su esencia. Si el pináculo de tu poder es desacreditar, de una vez y para siempre, tu propio poder… ¿qué te separa de ser una vieja que enloqueció, de puro volverse vieja, porque primero se le murió el marido y después el perro y el canario y los hijos y los nietos y qué sé yo? ¿Y no es esa la mentira que ella hizo que todos creyeran? ¿acaso no eligió cada una de las frases que usó? ¿no llenó temblorosos diarios con ambiciosas estrategias? ¿no quemó, acaso, esos diarios, para que no quedaran evidencias?¿no estudió los horarios más irrisorios para hacer las cosas más irrisorias segura de que algún ojo se encargaría de volver rumor la disparatada secuencia? ¿no fingió hasta cansarse de fingir? ¿no se perdió con mirada dulce en conversaciones fáciles, un poco por diversión, un poco por desinterés? 
Tapó las ventanas. Nada muy estrafalario: se limitó a correr las cortinas. 
Nadie dudó nunca.
¿Entonces?
¿Qué le prohibía, una vez hecho todo, llevar a cabo sus propósitos sin el miedo a ser cruelmente incinerada en alguna hoguera improvisada? ¿qué le prohibía actuar cuando por fin estaba fuera del alcance de cualquier sospecha? 
¿Se había acostumbrado a la compasión?
No. Pero casi. Ver su contorno reflejado en los vidrios de la puerta de un colectivo que se detenía en la esquina hizo que pusiera en marcha la parte última de su plan. Tardó casi quince minutos en llegar al otro lado de la calle: en ese tiempo pasaron un total de doce colectivos. Reflexionó: el mundo que había creado se movía a una velocidad alarmante. 

Decidida a no desafiar a la fortuna, esa misma noche, la bruja actuó. Ya no salió nunca más a barrer la vereda a las 3:45 de la madrugada. No más solitarios a las 23.15 de la noche. Las cartas las esparció el viento. Las hojas hablaron de malos presagios.
Los vecinos, con el tiempo, dejaron de creer, también, en las viejas viudas y decrépitas, por pura ausencia de ellas.  
Llegaron a perder, incluso, ese eje que los volvía seres libres. Se preguntaron en qué habían estado pensando.
"¿En qué estuvimos pensando?".
Así fue que dejaron de pensar. Hasta quedarse quietos, quietos, muy quietos. Las avenidas, los colectivos, los pasos: sin nadie que leyera sus porvenires, sin nadie que estorbara sus porvenires, sin nadie que pudiera alterar sus porvenires, ¿para qué moverse?
El barrio entero desapareció poco después de eso y el mundo se convirtió en una fría bola de cristal. Una fría bola de cristal con un paño blanco encima, como un cadáver en medio del infinito, esperando a ser reconocido pero sin parientes cercanos: ni marido, ni perros, ni canarios;  ni hijos, ni nietos, ni nada. Una fría bola de cristal solitaria, por fin carente de profecías y mentiras.
Como muerta.
O, delicada y perseverante, dormida.






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