EPÍLOGO
(o: "fingir que no te sale para hacerlo perfecto")
Cuando alguien se muere puede ser que no muera. Hay algo vital en la muerte. La muerte no significa el olvido. Quedamos actuando en la mente de los otros. Y en mi caso, debe ser que la muerte de los otros está actuando en mi mente y no me permite estar del todo presente, como para morirme o entender cómo es que muerta pude hacer estas cosas y estar ahora en el mismo lugar sin poder cerrar los ojos.
Vera Fogwill, Buenos, limpios & lindos.
*
Quiero caer rodando por las
escaleras, pero para arriba, dejarme arrastrar por la ilusión de los viejos
escalones del muelle, que se hunden en un río que refleja la infinitud del
firmamento, tan repleto de adornos de navidad incandescentes, tan repleto de
arquetipos feroces, tan repleto de un drama mudo y cíclico, tan repleto de
esplendores muertos, un firmamento que de pronto queda vestido de ondulaciones
leves y sutiles, para nada violentas, como sábanas que se estiran por la
mañana, entre dos, en pleno verano, para volver a restituir lo que la noche
deshizo en bollos, enrosques, nudos. Un lecho tentador, justo al final del
descenso que dibuja la madera ya enmohecida y pienso, otra vez, en un bucle de
premisas que se muerden la cola con desesperación, que abren la boca por dolor
o por hambre: una premisa única en realidad, que piensa que hay alguien a quién
alcanzar, algo de lo que escapar, una premisa famélica de soledad; pienso, sin
poder resistirme, sin oponer resistencia para ser más sincero, que caer sería
un subir, un hundirme de modo estrepitoso contra esas estrellas, que luego de
tragarme se volverían a unir en la fantasía de un cielo, pero quedarían
rasgadas por un segundo y siento, ahí, justo ahí, intuyendo lo peligroso que
eso puede resultar, que quizás eso sean los agujeros negros, esa posibilidad de
estrellarse y luego convertirse en víctima del aparato digestivo del mundo, del
cosmos completo. Me pregunto, hipnotizado por esos vaivenes líquidos, en qué
lugar seré vomitado. Me preguntó qué pasa si, por fin, en lugar de eso, en
lugar de caer y subir, de subir y caer, logro llegar al estómago de la criatura
universo para ser desintegrado de una vez y para siempre. Me inclino un poco
más y veo que la luna, en su oscilación, parece reír. Me inclino otro poco, con
un leve crujido de la baranda, y veo una sonrisa de reflejo partido en mi
rostro. Una sonrisa cicatriz. Una cicatriz como la que quedaría en ese disfraz
pretencioso de noche de otoño, una cicatriz incapaz de alcanzar la carne, el
latido real, una herida simple, de niño, algo nada significante, como caerse de
un árbol o de la bicicleta, como caerse de una cornisa nunca muy elevada al
intentar hacer equilibrio, como caerse, por falta de buena perspectiva, de las
escaleras…
Intuyo, en el segundo antes de ser ese meteorito inverso, que las opciones no son sólo ser vomitado o triturado. Intuyo, un segundo antes de entrar a esa boca, un segundo antes de chocar de cabeza a la luna burlona, un segundo antes de caer lo más alto posible, que hay una tercer opción: un universo agonizando, desesperado por no poder subirme y mucho menos bajarme, un universo finalmente asfixiado, atragantado, muriendo, dejándome sin aire.
Intuyo, en el segundo antes de ser ese meteorito inverso, que las opciones no son sólo ser vomitado o triturado. Intuyo, un segundo antes de entrar a esa boca, un segundo antes de chocar de cabeza a la luna burlona, un segundo antes de caer lo más alto posible, que hay una tercer opción: un universo agonizando, desesperado por no poder subirme y mucho menos bajarme, un universo finalmente asfixiado, atragantado, muriendo, dejándome sin aire.
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