AL PRINCIPIO FUE UNA VOZ
A Gemma la
encontré un día nublado. Estaba en una alcantarilla. Me llamaba. Me tiré al
asfalto y al rato la tenía entre mis manos. Había una desproporción en su
contextura: estaba flaca pero hinchada a la vez. Cierta ingenuidad me hizo
pensar que se trataba de parásitos. Le hablé mucho, me respondió con certezas,
sin miedos. Aceptó luego, sin chistar, la comida, la caja de cartón, la visita
al veterinario. Sí, era una gata chica de edad, sí, rayaba la desnutrición,
pero no tenía bichos en su interior. O al menos, no los que yo pensaba. Estaba
embarazada. Desde ese día está en casa: parte de su cría aún está entre estas
cuatro paredes, en busca de humanos ansiosos de una convivencia llena de pureza.
Esa es la
versión resumida, corta e insuficiente: mi versión de los hechos.
Pero hay
más. Siempre hay más.
A veces,
cuando me despierto por la madrugada y la veo rondar por la cocina,
monitoreando las travesuras de sus crías, pienso en toda la épica que a veces
se nos escapa.
Gemma tiene
una catarata en uno de sus ojos, una lámina nebulosa que hace que una de sus
pupilas siempre parezca más apagada que la otra. Su otro ojo supura, a causa de
una enfermedad, lo que le crea una ojera solitaria, un cementerio de lágrimas
caprichosas que brotan a la fuerza, así, de un solo lado. Le falta un diente de
adelante.
Imagino a
Gemma antes de conocernos. Recreo historias donde ella es la reina de un mundo
subterráneo, donde a veces tuvo un hogar. Quizás peleas por sobrevivir, quizás
días y días llenos de incertidumbre y terror. La imagino solitaria, lastimada y
con desventajas, recorriendo kilómetros. Su vida en libertad perturba mis
fantasías, avivando llamas de romanticismo y admiración. La imagino frente a
las adversidades: su posterior encuentro sexual, el desarrollo de su pronta
maternidad.
A veces me
excedo y, mientras vacío botellas de agua a las tres de la mañana para sacarme
un poco de la resaca que me enmaraña, la veo enfrentándose no sólo a ratas,
sino que parándose decidida, con esa valentía que le vengo conociendo hace
meses, frente a monstruos de otro calibre. En lo que a mi respecta, nada me
priva de decir que Gemma, quizás, haya espantado del barrio al mal más rotundo.
Y siempre,
pero siempre, antes de dormirme, no puedo evitar sentir escalofríos de emoción
al proyectar en mi mente la secuencia previa a nuestro encuentro: a punto de
parir, con una tormenta (fue la tormenta más severa de la última mitad del
2016) cerniéndose sobre los cielos, hundida en una aventura que precisaba de
nuevas aristas para su continuidad.
Antes contaba
el suceso diciendo que encontré a Gemma porque estaba llorando. Ahora me
redimo, anunciando, como ya hice, que me estaba llamando. Porque, en
definitiva, es eso lo que entendí. La verdad es que nunca voy a saber cuáles
fueron las peripecias que llevaron a Gemma hasta la esquina donde nos
conocimos, pero sé que ese día ella me explicó que necesitaba seguir viva.
Transcurridos
unos minutos, de nuevo en la cama, oscilo en meditaciones más profundas y
entiendo que lo logró. Que su historia recién empieza y que sigue victoriosa.
Sus hijos están bien: consiguió, con la ferocidad propia del amor, convertirse
no en una, sino que en cuatro sobrevivientes.
Cuando me
despierto, horas después, entre ronroneos amplificados, siempre tengo lagañas. Y
siempre de un solo ojo, como si se completara en mí la otra porción de ese
llanto que no es tal, que sólo es muestra recordatoria y fugaz de nuestra
vulnerabilidad, de nuestra destreza absoluta para abrirnos paso a pesar de
todo.
Puedo
decir, sin temor a equivocarme, que no me vuelve afortunado poder contar lo que
pasó. Me vuelve afortunado haber sabido escuchar. Me vuelve afortunado, sin
más, poder seguir escuchándola, todas las mañanas.
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