martes, 6 de junio de 2017

principio básico del sonido universal

AL PRINCIPIO FUE UNA VOZ



A Gemma la encontré un día nublado. Estaba en una alcantarilla. Me llamaba. Me tiré al asfalto y al rato la tenía entre mis manos. Había una desproporción en su contextura: estaba flaca pero hinchada a la vez. Cierta ingenuidad me hizo pensar que se trataba de parásitos. Le hablé mucho, me respondió con certezas, sin miedos. Aceptó luego, sin chistar, la comida, la caja de cartón, la visita al veterinario. Sí, era una gata chica de edad, sí, rayaba la desnutrición, pero no tenía bichos en su interior. O al menos, no los que yo pensaba. Estaba embarazada. Desde ese día está en casa: parte de su cría aún está entre estas cuatro paredes, en busca de humanos ansiosos de una convivencia llena de pureza.
Esa es la versión resumida, corta e insuficiente: mi versión de los hechos.
Pero hay más. Siempre hay más.
A veces, cuando me despierto por la madrugada y la veo rondar por la cocina, monitoreando las travesuras de sus crías, pienso en toda la épica que a veces se nos escapa.
Gemma tiene una catarata en uno de sus ojos, una lámina nebulosa que hace que una de sus pupilas siempre parezca más apagada que la otra. Su otro ojo supura, a causa de una enfermedad, lo que le crea una ojera solitaria, un cementerio de lágrimas caprichosas que brotan a la fuerza, así, de un solo lado. Le falta un diente de adelante.
Imagino a Gemma antes de conocernos. Recreo historias donde ella es la reina de un mundo subterráneo, donde a veces tuvo un hogar. Quizás peleas por sobrevivir, quizás días y días llenos de incertidumbre y terror. La imagino solitaria, lastimada y con desventajas, recorriendo kilómetros. Su vida en libertad perturba mis fantasías, avivando llamas de romanticismo y admiración. La imagino frente a las adversidades: su posterior encuentro sexual, el desarrollo de su pronta maternidad.
A veces me excedo y, mientras vacío botellas de agua a las tres de la mañana para sacarme un poco de la resaca que me enmaraña, la veo enfrentándose no sólo a ratas, sino que parándose decidida, con esa valentía que le vengo conociendo hace meses, frente a monstruos de otro calibre. En lo que a mi respecta, nada me priva de decir que Gemma, quizás, haya espantado del barrio al mal más rotundo.
Y siempre, pero siempre, antes de dormirme, no puedo evitar sentir escalofríos de emoción al proyectar en mi mente la secuencia previa a nuestro encuentro: a punto de parir, con una tormenta (fue la tormenta más severa de la última mitad del 2016) cerniéndose sobre los cielos, hundida en una aventura que precisaba de nuevas aristas para su continuidad.
Antes contaba el suceso diciendo que encontré a Gemma porque estaba llorando. Ahora me redimo, anunciando, como ya hice, que me estaba llamando. Porque, en definitiva, es eso lo que entendí. La verdad es que nunca voy a saber cuáles fueron las peripecias que llevaron a Gemma hasta la esquina donde nos conocimos, pero sé que ese día ella me explicó que necesitaba seguir viva.
Transcurridos unos minutos, de nuevo en la cama, oscilo en meditaciones más profundas y entiendo que lo logró. Que su historia recién empieza y que sigue victoriosa. Sus hijos están bien: consiguió, con la ferocidad propia del amor, convertirse no en una, sino que en cuatro sobrevivientes.
Cuando me despierto, horas después, entre ronroneos amplificados, siempre tengo lagañas. Y siempre de un solo ojo, como si se completara en mí la otra porción de ese llanto que no es tal, que sólo es muestra recordatoria y fugaz de nuestra vulnerabilidad, de nuestra destreza absoluta para abrirnos paso a pesar de todo.

Puedo decir, sin temor a equivocarme, que no me vuelve afortunado poder contar lo que pasó. Me vuelve afortunado haber sabido escuchar. Me vuelve afortunado, sin más, poder seguir escuchándola, todas las mañanas.





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