ARTES MARCIALES MILENARIAS EN EL SÚPER CHINO DEL
BARRIO
Al diablo con las circunstancias; yo creo oportunidades.
Frase atribuida a Bruce Lee.
Entre los chinos que atienden el mercado que
hay cerca de casa, hay uno que sobresale por ser mucho más joven que los demás.
Tendrá unos veinte años y, si uno va a comprar durante las horas diurnas, se
puede observar su comportamiento errático y su innegable tristeza.
A veces está con la vista perdida en las
cámaras de seguridad, toquetea la máquina registradora con una automaticidad
brutal, manipula con frialdad y desinterés las compras ajenas, se limita a
señalar los números que parpadean en el visor. Toma el dinero con delicadeza,
nunca te pide cambio, es ágil y suspira mucho. No devuelve ninguno de los
saludos y el “gracias” que suele acompañar al final de la transacción rebota
contra su aura opacada y se muere ahí.
Otras veces deambula por los pasillos, sin
ningún motivo aparente, entre góndolas que siempre le quedan bajas. Es un
espectro flaco y muy alto y, en más de una ocasión, le tuve que mirar los pies
para convencerme de que estaba caminando y no flotando entre los paquetes de
fideos y arroz.
Sin embargo, si uno va de noche al mercado, la
historia es otra.
Yo suelo ir mucho de noche al mercado, casi
siempre movido por un abrupto antojo de alcohol o tabaco. O ambos.
En las noches, cuando el mercado está a punto
de cerrar y sólo estamos dentro los ansiosos/adictos de siempre, el chino más
joven rebosa alegría. No tenés que conocer su idioma para saber que te está
haciendo un chiste: te lo dicen sus ojos brillosos, su sonrisa enorme. Y se ríe
y te reís. Y después jode con darte mal el vuelto y vos no sabés si se equivocó
de verdad o qué y ahí vuelven a brillarle los ojos y la sonrisa. Y te volvés a
reír. Y los otros chinos están en la puerta, cruzados de brazos, sacando
conclusiones sobre el negocio, haciéndose sonar el cuello luego de un
productivo día laboral. No se meten en lo que pasa adentro. La noche es del
chino más joven. El que te hace reír. Una y otra vez.
Levanta una ceja y me guiña un ojo cuando me
cobra la birra. Y me hace entender lo que piensa de los cigarros con gestos de
desaprobación que no dejan de estar enmarcados por el buen humor.
A mi me gusta mucho extender esas compras
nocturnas, deteniéndome mientras guardo las cosas en la bolsa, soltando siempre
alguna tontería, sabiendo que mi idioma es igual de incomprensible para él pero
buscando hacer sobresalir mi propio brillo y mis mismas ganas de sentirme
feliz.
Generalmente nos despedimos agitando las manos
en el aire, buscando salvar la distancia de nuestras palabras bulliciosas. Luego
él me abandona y empieza a brindar su calidez al siguiente cliente.
Entonces salgo de su embrujo y sacudo la
cabeza, suelto un “chau” al grupo de la puerta y empiezo a regresar a casa con
una epifanía interna: sentir tristeza por su tristeza no tiene sentido. Me doy
cuenta que, en algún punto, ese chino joven se siente afortunado de su
tristeza. La cuida. La deja ser. Por las noches contraataca. Usa la fuerza del
enemigo a su favor.
Lo admiro.
El chino de mi casa es el Bruce Lee del
stand-up.
No me pierdo ningún show.
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