El Asesino de Mascotas es un cuento de terror para niños de la década del 80 que se volvió de
culto y objeto de investigación de varios letrados a razón del misterio que
implica la identidad de su autor (algunos hablan de algún famoso escritor ocultándose
en el anonimato, otros hablan de un vagabundo y una carta de suicidio, entre
muchas otras, casi siempre infundadas, teorías) y por el hecho de que junto con
la historia se popularizó la idea de que la misma incluía, en su versión
original, dibujos que son descriptos como “simples pero tenebrosos… salvajes e
infantiles”.
No hay registro real
de un ejemplar que incluya los supuestos y perturbadores dibujos, lo que no ha prohibido
que muchos artistas, a lo largo del tiempo, ilustraran la oscura narración,
muchos de ellos acusando un estado de trance y especulando, quizás, con los
rumores acontecidos para alcanzar algo de popularidad.
La versión que sigue
es la que se considera como “fiel y sin censuras”.
Para escapar a la
controversia se presenta el cuento sin ilustraciones.
Quedará en cada cuál
imaginar las secuencias con la inocencia y la brutalidad pertinentes.
***
EL ASESINO DE MASCOTAS
(versión fiel y sin
censuras)
Tuvo una pesadilla con el Asesino de Mascotas.
En la pesadilla, el Asesino de Mascotas vivía
en la fábrica abandonada que había junto a su casa.
Despertó y Buki no estaba aullando, a pesar de
que eran sus aullidos los que habitualmente lo sacaban del sueño.
El nombre “Asesino de Mascotas” se lo puso él:
era una especie de hombrecito con rasgos de viejo y patas de cabra.
No más de un metro cincuenta de alto. Cocinaba
perros en una gran cacerola.
El Asesino de Mascotas dejaba que los gatos se
desangraran, colgados de árboles esqueléticos propios de un cementerio
embrujado.
“No son perros y gatos cualquiera”, se había
dicho Esteban en la pesadilla, “…son los perros o los gatos de alguien. Son
mascotas…”.
Supo, con terror, que ese bicho horrible mataba
animales sólo para causar un dolor en sus dueños.
Si Esteban no hubiera tenido 12 años hubiera
sacado una conclusión referida a que el concepto de “dueño” es sólo un arma de
extorsión. O algo así.
Como Esteban tenía 12 años optó por la decisión
más romántica. Decidió ir a salvar a Buki.
No le importó lo que le pudiera pasar o sus padres
o estar volviéndose loco.
Fue hacia la fábrica abandonada.
Cruzó la casa a oscuras, se escapó a la fría
noche, enfrentó las luces amarillentas de la calle.
Todo lo hizo descalzo, en pijama.
La fábrica le guiñaba un ojo desde su ventana
rota. Las chapas por las que espiaba de día parecían menos duras, menos
peligrosas.
Todo tenía un tinte espectral, todo parecía
sensible al menor soplido, todo podía derrumbarse.
Esteban, por primera vez, empujó la chapa.
Ocurrió lo que siembre había sospechado: la
fábrica abandonada se abrió.
Rememoró primaveras sentado desde el cordón de
enfrente…
Rememoró el miedo.
Rememoró preguntas.
Cruzó el portal.
Estar adentro era un poco como estar afuera.
Parte del techo había desaparecido.
La Luna, testigo morboso de todo. Luna
pervertida, borracha, horrible, enajenada.
Comiendo pochoclos.
Esperando el final.
El pasto largo, casi hasta la cintura. Rocío de
madrugada. Chirridos. Insectos.
Botellas de cerveza, jeringas.
Símbolos raros.
Forros usados.
Un niño de 12 años con determinación siempre es
un héroe.
No dudó.
Su sombra se estiró detrás de él.
La oscuridad lo hizo grande.
Aunque hay que admitir que su voz fue
temblorosa cuando dijo, por lo bajo: “¿Buki?”
Se agachó y recogió una rama que había en un
pequeño fragmento de tierra seca sin vegetación.
Levató la rama y dijo, con más énfasis:
“¡BUKI!”.
A Buki le encantaba jugar con ramas. Lo habían
adoptado cuando Esteban había cumplido cuatro. Todos sus recuerdos involucraban
a Buki.
Buki había sido abandonado en la puerta de la
fábrica, que para ese entonces también ya había sido abandonada.
A la fábrica la habían abandonado hacía mucho.
Habían perdido plata, se había muerto gente.
La gente solía tirar basura en la puerta de la
fábrica abandonada. Basura y animales recién nacidos o muy viejos.
A Buki lo habían encontrado recién nacido.
Buki estaba viejo.
“¡Buki!”
Buki no acudió al llamado.
Esteban se giró sobre sí y se encontró al
Asesino de Mascotas.
Gritó, asustado.
Un golpe y recordó la vez en la que Buki se
había escondido en su mochila y todos se habían asustado.
Otro golpe y recordó su primer caminata a la
plaza sin un adulto, llevando a Buki consigo.
Sentirse mayor y sentirse cuidado.
Buki durmiendo en su habitación, Buki bajo la
mesa chupándose el pito, con esmero y dedicación.
Buki aullando por las noches, con dolor.
El veterinario y un diagnóstico que Esteban no
llega a entender.
Papá y mamá abrazándose, con ojos llorosos.
Un aullido.
Un aullido que era de dolor.
Dolor que no era de Buki.
Luego un silencio.
Un silencio profundo.
Silencio de noche.
Silencio de estar dormido.
Buki ya no está.
El Asesino de Mascotas yace muerto.
Esteban respira agitado, con sangre en el
rostro.
Vuelve a pensar en el veterinario y, aunque
sigue sin entender, sabe que hizo lo
correcto: “para que no sufra hay que dejarlo
ir…”.
“Escapate, Buki…”, piensa, tembloroso, con la
vista clavada en la nada: “Ningún monstruo te va a llevar esta noche”.
“Te voy a extrañar”.
Supo la fábrica abandonada, con algo de
tristeza, que Esteban ya no volvería a sus misterios del mismo modo que muchas
otras cosas habían dejado de volver.
“Siempre te voy a recordar”.
Supo Esteban que nunca saldría de ese lugar.
Alguien, con amor, se había adueñado de su
rabia interior.
*
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