martes, 1 de noviembre de 2016

fiel y sin censuras



El Asesino de Mascotas es un cuento de terror para niños de la década del 80 que se volvió de culto y objeto de investigación de varios letrados a razón del misterio que implica la identidad de su autor (algunos hablan de algún famoso escritor ocultándose en el anonimato, otros hablan de un vagabundo y una carta de suicidio, entre muchas otras, casi siempre infundadas, teorías) y por el hecho de que junto con la historia se popularizó la idea de que la misma incluía, en su versión original, dibujos que son descriptos como “simples pero tenebrosos… salvajes e infantiles”.

No hay registro real de un ejemplar que incluya los supuestos y perturbadores dibujos, lo que no ha prohibido que muchos artistas, a lo largo del tiempo, ilustraran la oscura narración, muchos de ellos acusando un estado de trance y especulando, quizás, con los rumores acontecidos para alcanzar algo de popularidad.

La versión que sigue es la que se considera como “fiel y sin censuras”.
Para escapar a la controversia se presenta el cuento sin ilustraciones.

Quedará en cada cuál imaginar las secuencias con la inocencia y la brutalidad pertinentes.


***

EL ASESINO DE MASCOTAS
(versión fiel y sin censuras)


Tuvo una pesadilla con el Asesino de Mascotas.
En la pesadilla, el Asesino de Mascotas vivía en la fábrica abandonada que había junto a su casa.

Despertó y Buki no estaba aullando, a pesar de que eran sus aullidos los que habitualmente lo sacaban del sueño.

El nombre “Asesino de Mascotas” se lo puso él: era una especie de hombrecito con rasgos de viejo y patas de cabra.

No más de un metro cincuenta de alto. Cocinaba perros en una gran cacerola.

El Asesino de Mascotas dejaba que los gatos se desangraran, colgados de árboles esqueléticos propios de un cementerio embrujado.

“No son perros y gatos cualquiera”, se había dicho Esteban en la pesadilla, “…son los perros o los gatos de alguien. Son mascotas…”.

Supo, con terror, que ese bicho horrible mataba animales sólo para causar un dolor en sus dueños.

Si Esteban no hubiera tenido 12 años hubiera sacado una conclusión referida a que el concepto de “dueño” es sólo un arma de extorsión. O algo así.

Como Esteban tenía 12 años optó por la decisión más romántica. Decidió ir a salvar a Buki. 

No le importó lo que le pudiera pasar o sus padres o estar volviéndose loco.
Fue hacia la fábrica abandonada.

Cruzó la casa a oscuras, se escapó a la fría noche, enfrentó las luces amarillentas de la calle.
Todo lo hizo descalzo, en pijama.

La fábrica le guiñaba un ojo desde su ventana rota. Las chapas por las que espiaba de día parecían menos duras, menos peligrosas.

Todo tenía un tinte espectral, todo parecía sensible al menor soplido, todo podía derrumbarse.

Esteban, por primera vez, empujó la chapa.
Ocurrió lo que siembre había sospechado: la fábrica abandonada se abrió.

Rememoró primaveras sentado desde el cordón de enfrente…
Rememoró el miedo.
Rememoró preguntas.
Cruzó el portal.

Estar adentro era un poco como estar afuera.
Parte del techo había desaparecido.


La Luna, testigo morboso de todo. Luna pervertida, borracha, horrible, enajenada.
Comiendo pochoclos.
Esperando el final.

El pasto largo, casi hasta la cintura. Rocío de madrugada. Chirridos. Insectos.
Botellas de cerveza, jeringas.
Símbolos raros.
Forros usados.

Un niño de 12 años con determinación siempre es un héroe.
No dudó.
Su sombra se estiró detrás de él.

La oscuridad lo hizo grande.

Aunque hay que admitir que su voz fue temblorosa cuando dijo, por lo bajo: “¿Buki?”

Se agachó y recogió una rama que había en un pequeño fragmento de tierra seca sin vegetación.

Levató la rama y dijo, con más énfasis: “¡BUKI!”.

A Buki le encantaba jugar con ramas. Lo habían adoptado cuando Esteban había cumplido cuatro. Todos sus recuerdos involucraban a Buki.

Buki había sido abandonado en la puerta de la fábrica, que para ese entonces también ya había sido abandonada.

A la fábrica la habían abandonado hacía mucho.
Habían perdido plata, se había muerto gente.

La gente solía tirar basura en la puerta de la fábrica abandonada. Basura y animales recién nacidos o muy viejos.

A Buki lo habían encontrado recién nacido.
Buki estaba viejo.
“¡Buki!”
Buki no acudió al llamado.

Esteban se giró sobre sí y se encontró al Asesino de Mascotas.

Gritó, asustado.

Un golpe y recordó la vez en la que Buki se había escondido en su mochila y todos se habían asustado.

Otro golpe y recordó su primer caminata a la plaza sin un adulto, llevando a Buki consigo.
Sentirse mayor y sentirse cuidado.

Buki durmiendo en su habitación, Buki bajo la mesa chupándose el pito, con esmero y dedicación.

Buki aullando por las noches, con dolor.
El veterinario y un diagnóstico que Esteban no llega a entender.
Papá y mamá abrazándose, con ojos llorosos.

Un aullido.
Un aullido que era de dolor. 
Dolor que no era de Buki.

Luego un silencio.
Un silencio profundo.
Silencio de noche.
Silencio de estar dormido.

Buki ya no está.
El Asesino de Mascotas yace muerto.
Esteban respira agitado, con sangre en el rostro.

Vuelve a pensar en el veterinario y, aunque sigue sin entender, sabe que hizo lo
correcto: “para que no sufra hay que dejarlo ir…”.

“Escapate, Buki…”, piensa, tembloroso, con la vista clavada en la nada: “Ningún monstruo te va a llevar esta noche”.

“Te voy a extrañar”.

Supo la fábrica abandonada, con algo de tristeza, que Esteban ya no volvería a sus misterios del mismo modo que muchas otras cosas habían dejado de volver.

“Siempre te voy a recordar”.

Supo Esteban que nunca saldría de ese lugar.

Alguien, con amor, se había adueñado de su rabia interior.



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