martes, 22 de marzo de 2016

TAK!


SOBRE LOS BENEFICIOS DE USAR UNA MÁQUINA DE ESCRIBIR




Veo la máquina de escribir. Veo las teclitas que salen, que hasta parece que se estiran hacia mí. Porque el teclado de una máquina de escribir está más vivo que el de una computadora. El teclado de la máquina de escribir florece. No son letras, son florcitas chiquitas. Algo disperso y sin sentido. Algo bueno, algo bello. Y entonces es cuando sonrío y mis manos se vuelven los dedos regordetes de un niño estúpido. Y aplasto. Soy un Hulk bebé con un comportamiento doblemente errático. Golpeo las flores chiquitas. Las golpeo porque está bien golpearlas. Porque juntando flores armás un ramo. Y el ramo se lo podés regalar a alguien. Incluso a un muerto. O capaz que sólo destruyo y el único mensaje sea la imagen satelital de ese campo lleno de cadáveres luego de que yo me rinda y abandone por hoy la tonta tarea de darle un por qué al día.

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Una máquina de escribir es un deporte de riesgo. Te equivocás y es un bardo. Y después la hoja ya queda fea. No importa que se entienda igual. Queda fea. Es mucha crueldad hacerle eso a una hoja. Una máquina de escribir tatúa la hoja. Es algo más primitivo. Es algo más ritualístico, más de pulsión. ¡TAK! ¡TAK! Y la hoja sufre. Pero vale la pena, porque después ve a las hojas prolijas que salieron de una impresora y puede lucir su valentía. O capaz  se sienta desplazada, con complejo adolescente.         

Es demasiado compromiso ser tatuador. Mucha responsabilidad. Lo pensé siempre. Le estás dibujando la piel a otro. Por muy superficial que pueda ser el sentido del tatuaje es algo que va a estar ahí con vos. No es el gorro ese con el que te encaprichaste los últimos tres meses, no es esta particular obsesión con el color rojo. Todo lo superficial que seas va a mutar. El tatuaje no. Y si es importante y profundo ahora es un recordatorio o una declaración de principios o algo lleno excusas y convicciones. Algo que capaz no vas a reconocer cuando seas viejo y lo mires, por la mañana, frente al espejo.

Respecto a eso: va a ser lindo cuando sea viejo y alguien me pregunte por qué me dibujé lo que me dibujé y todavía tenga estas ganas de ser escritor y aunque ya no escriba le invente algo. Una tontería. O algo súper épico, porque también voy a ser consciente de que van a estar esperando dos cosas de mí: que sea sabio o que sea un choto. Y me gustaría quedarme en la delgada línea divisoria.

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Si supiera dibujar, dibujaría una máquina de escribir, de esas antiguas, con el tubo de un teléfono coronándola. Sí, una cruza futurista de máquina de escribir y teléfono. Porque un poco es lo que querría decir: que no sabemos de dónde vienen las cosas. No sabemos, pero hay elementos portales para la canalización. Creo que todo el tiempo sólo somos espectadores entusiastas, leyendo entre líneas, sobre líneas, bajo líneas, post líneas, pre líneas. Y eso que escribimos/leemos sólo es una presencia incorpórea al otro lado de la línea. Lo intentaría explicar con palabras. Lo estoy intentando. Escribo en mi computadora sobre una máquina de escribir. Pero referiría estar dibujándolo. Ahora ya me volví interferencia.
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Si lo pensás fuerte todo empieza a perder fuerza. Por eso, tarde o temprano el escritor debe ejercitarse frente a una máquina de escribir. No hay tanto tiempo de más frente a una máquina de escribir. No es lo mismo. No es escribir por escribir sabiendo que todo queda archivado. Hay que estar en trance, visualizar la fuerza. Que todo se derrumbe para seguir en pie. O al revés.

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En un momento pensé en coleccionar máquinas de escribir. Llegué a juntar cinco muy lindas. Diferentes marcas, diferentes modelos, buen estado… Pero no tengo mucha perseverancia con esas cosas, soy más del amor pasional, no me sale volverme muy experto de algo. Me aburro rápido. O no soy tan inteligente. O será que me disperso fácil. O será que ese perro tiene la cola peluda.

El tema es que me terminé quedando sólo con una máquina, una que era idéntica a una que aparece dibujada en la tapa de un cómic que me gusta mucho. En la misma se ve a un mono frente a la mencionada máquina, escribiendo el cómic en cuestión.  Una puesta en abismo, una ruptura de la cuarta pared. Y yo lo reproducía, en un cuadro infinito: había materializado el engranaje mágico y había reemplazado al simio en la cadena evolutiva.

Esa máquina de escribir siempre me acompañó desde ese momento. Siempre está en mi habitación o en mi estudio, no como un adorno, sino como una ventana, como un tatuaje pero de la piel para afuera. Algo que elegí para mí. Algo profundo y superficial. En algún momento esta máquina de escribir puede dejar de estar en mi vida (como la gorra o mi actual obsesión con el color rojo), pero su ausencia va a significar una cicatriz. Quizás porque siempre fue una cicatriz su ausencia. Quizás porque es la herida que me acostumbré a tapar con dibujos o maquillajes.

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Mi máquina de escribir es como un tótem. Una suerte de dios. Creo que una máquina de escribir es un buen entrenamiento para todo escritor. Es una experiencia mecánica, de impresión espontánea. Es tenso. Pero libera. Resulta religioso. Es la voz de tu cabeza haciéndose carne.

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La máquina de escribir va a poner en jaque tu voluntad. Te va  aplastar, vas a sentir que crece, te va a obligar a enfrentarla. Si una ventana se expande y ocupa todas las paredes terminás en una pecera. ¿Eso querés? ¿visión de 360 grados a cambio de encierro? Tenés que respirar profundo, mirarla, mirar sus teclas y vislumbrar lo que se esconde tras el espejismo: de nuevo ese montón de flores que esperan ser asesinadas y un pedazo de papel rebelde que te ofrece su espalda para que te animes a ser lo más profundo y superficial posible.

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