martes, 20 de junio de 2017

ARTES MARCIALES MILENARIAS EN EL SÚPER CHINO DEL BARRIO



Al diablo con las circunstancias; yo creo oportunidades.
Frase atribuida a Bruce Lee.

Entre los chinos que atienden el mercado que hay cerca de casa, hay uno que sobresale por ser mucho más joven que los demás. Tendrá unos veinte años y, si uno va a comprar durante las horas diurnas, se puede observar su comportamiento errático y su innegable tristeza.
A veces está con la vista perdida en las cámaras de seguridad, toquetea la máquina registradora con una automaticidad brutal, manipula con frialdad y desinterés las compras ajenas, se limita a señalar los números que parpadean en el visor. Toma el dinero con delicadeza, nunca te pide cambio, es ágil y suspira mucho. No devuelve ninguno de los saludos y el “gracias” que suele acompañar al final de la transacción rebota contra su aura opacada y se muere ahí.
Otras veces deambula por los pasillos, sin ningún motivo aparente, entre góndolas que siempre le quedan bajas. Es un espectro flaco y muy alto y, en más de una ocasión, le tuve que mirar los pies para convencerme de que estaba caminando y no flotando entre los paquetes de fideos y arroz.
Sin embargo, si uno va de noche al mercado, la historia es otra.
Yo suelo ir mucho de noche al mercado, casi siempre movido por un abrupto antojo de alcohol o tabaco. O ambos.
En las noches, cuando el mercado está a punto de cerrar y sólo estamos dentro los ansiosos/adictos de siempre, el chino más joven rebosa alegría. No tenés que conocer su idioma para saber que te está haciendo un chiste: te lo dicen sus ojos brillosos, su sonrisa enorme. Y se ríe y te reís. Y después jode con darte mal el vuelto y vos no sabés si se equivocó de verdad o qué y ahí vuelven a brillarle los ojos y la sonrisa. Y te volvés a reír. Y los otros chinos están en la puerta, cruzados de brazos, sacando conclusiones sobre el negocio, haciéndose sonar el cuello luego de un productivo día laboral. No se meten en lo que pasa adentro. La noche es del chino más joven. El que te hace reír. Una y otra vez.
Levanta una ceja y me guiña un ojo cuando me cobra la birra. Y me hace entender lo que piensa de los cigarros con gestos de desaprobación que no dejan de estar enmarcados por el buen humor.
A mi me gusta mucho extender esas compras nocturnas, deteniéndome mientras guardo las cosas en la bolsa, soltando siempre alguna tontería, sabiendo que mi idioma es igual de incomprensible para él pero buscando hacer sobresalir mi propio brillo y mis mismas ganas de sentirme feliz.
Generalmente nos despedimos agitando las manos en el aire, buscando salvar la distancia de nuestras palabras bulliciosas. Luego él me abandona y empieza a brindar su calidez al siguiente cliente.
Entonces salgo de su embrujo y sacudo la cabeza, suelto un “chau” al grupo de la puerta y empiezo a regresar a casa con una epifanía interna: sentir tristeza por su tristeza no tiene sentido. Me doy cuenta que, en algún punto, ese chino joven se siente afortunado de su tristeza. La cuida. La deja ser. Por las noches contraataca. Usa la fuerza del enemigo a su favor.
Lo admiro.
El chino de mi casa es el Bruce Lee del stand-up.

No me pierdo ningún show.






martes, 6 de junio de 2017

principio básico del sonido universal

AL PRINCIPIO FUE UNA VOZ



A Gemma la encontré un día nublado. Estaba en una alcantarilla. Me llamaba. Me tiré al asfalto y al rato la tenía entre mis manos. Había una desproporción en su contextura: estaba flaca pero hinchada a la vez. Cierta ingenuidad me hizo pensar que se trataba de parásitos. Le hablé mucho, me respondió con certezas, sin miedos. Aceptó luego, sin chistar, la comida, la caja de cartón, la visita al veterinario. Sí, era una gata chica de edad, sí, rayaba la desnutrición, pero no tenía bichos en su interior. O al menos, no los que yo pensaba. Estaba embarazada. Desde ese día está en casa: parte de su cría aún está entre estas cuatro paredes, en busca de humanos ansiosos de una convivencia llena de pureza.
Esa es la versión resumida, corta e insuficiente: mi versión de los hechos.
Pero hay más. Siempre hay más.
A veces, cuando me despierto por la madrugada y la veo rondar por la cocina, monitoreando las travesuras de sus crías, pienso en toda la épica que a veces se nos escapa.
Gemma tiene una catarata en uno de sus ojos, una lámina nebulosa que hace que una de sus pupilas siempre parezca más apagada que la otra. Su otro ojo supura, a causa de una enfermedad, lo que le crea una ojera solitaria, un cementerio de lágrimas caprichosas que brotan a la fuerza, así, de un solo lado. Le falta un diente de adelante.
Imagino a Gemma antes de conocernos. Recreo historias donde ella es la reina de un mundo subterráneo, donde a veces tuvo un hogar. Quizás peleas por sobrevivir, quizás días y días llenos de incertidumbre y terror. La imagino solitaria, lastimada y con desventajas, recorriendo kilómetros. Su vida en libertad perturba mis fantasías, avivando llamas de romanticismo y admiración. La imagino frente a las adversidades: su posterior encuentro sexual, el desarrollo de su pronta maternidad.
A veces me excedo y, mientras vacío botellas de agua a las tres de la mañana para sacarme un poco de la resaca que me enmaraña, la veo enfrentándose no sólo a ratas, sino que parándose decidida, con esa valentía que le vengo conociendo hace meses, frente a monstruos de otro calibre. En lo que a mi respecta, nada me priva de decir que Gemma, quizás, haya espantado del barrio al mal más rotundo.
Y siempre, pero siempre, antes de dormirme, no puedo evitar sentir escalofríos de emoción al proyectar en mi mente la secuencia previa a nuestro encuentro: a punto de parir, con una tormenta (fue la tormenta más severa de la última mitad del 2016) cerniéndose sobre los cielos, hundida en una aventura que precisaba de nuevas aristas para su continuidad.
Antes contaba el suceso diciendo que encontré a Gemma porque estaba llorando. Ahora me redimo, anunciando, como ya hice, que me estaba llamando. Porque, en definitiva, es eso lo que entendí. La verdad es que nunca voy a saber cuáles fueron las peripecias que llevaron a Gemma hasta la esquina donde nos conocimos, pero sé que ese día ella me explicó que necesitaba seguir viva.
Transcurridos unos minutos, de nuevo en la cama, oscilo en meditaciones más profundas y entiendo que lo logró. Que su historia recién empieza y que sigue victoriosa. Sus hijos están bien: consiguió, con la ferocidad propia del amor, convertirse no en una, sino que en cuatro sobrevivientes.
Cuando me despierto, horas después, entre ronroneos amplificados, siempre tengo lagañas. Y siempre de un solo ojo, como si se completara en mí la otra porción de ese llanto que no es tal, que sólo es muestra recordatoria y fugaz de nuestra vulnerabilidad, de nuestra destreza absoluta para abrirnos paso a pesar de todo.

Puedo decir, sin temor a equivocarme, que no me vuelve afortunado poder contar lo que pasó. Me vuelve afortunado haber sabido escuchar. Me vuelve afortunado, sin más, poder seguir escuchándola, todas las mañanas.