IMPRECISAS EVIDENCIAS DE UN DÍA SOLEADO EN EL PLANETA TIERRA
Si yo te digo la verdad de lo que me pasa, vos no te vas a enriquecer, pero yo sí voy a empobrecerme. Entonces, ¿para qué hablar?
Alberto Laiseca.
*
Un tipo me paró en la calle y me dijo que me cambiaba mi
remera de Tom & Jerry por un vino en cartón sin abrir que tenía en la
mochila. No tuve tiempo de expresar mi sorpresa, porque rápido, sintiéndose en
offside, sin dudas, me aclaró: “me gustan mucho los dibujos animados… yo tenía
una beca artística… pasa que…”. Sus ojos rojos se perdieron en algún lugar
entre él y yo que no era ni él ni yo, que era un pasado construído sobre arenas
movedizas. No tuve tiempo, otra vez, de dar una respuesta, porque agregó,
negando con la cabeza: “no quiero que me des esa remera… si la tenés vos,
mejor… a menos que no te gusten Tom & Jerry. ¿Te gustan Tom & Jerry?”.
Por tercera vez quedé sin poder articular palabra. El tipo, unos cuántos años
mayor que yo, se aproximó a mí, ya perdida la nostalgia de sus ojos, ya
sublimada la euforia inicial en amenaza punzante: “más te vale no ser un
boludo… si te gusta, que te guste, ¿se entiende? Hacé algo con lo que te
gusta”. Iba a protestar, pero me calló levantando un dedo, a modo aleccionador…
sin embargo, unos segundos después, luego de una pausa en la que nos estudiamos
con incómodo detenimiento, su veredicto me desconcertó por la ausencia rotunda
de moraleja: “¿Puchos tenés?”.
Para ese entonces yo ya no tenía ganas de hablar. Saqué dos cigarros y se los dí.
“Yo estudié dibujo para que ganara el gato… pasa que hacerte amigo del ratón es recontra tentador… la infancia no tiene fin”.
Lo vi alejarse, algo tambaleante.
Clavé la vista en su mochila, preguntándome si en serio tendría un vino en cartón sin abrir, con algo de sed… como cuando la merienda era sagrada y el hambre ley.
Para ese entonces yo ya no tenía ganas de hablar. Saqué dos cigarros y se los dí.
“Yo estudié dibujo para que ganara el gato… pasa que hacerte amigo del ratón es recontra tentador… la infancia no tiene fin”.
Lo vi alejarse, algo tambaleante.
Clavé la vista en su mochila, preguntándome si en serio tendría un vino en cartón sin abrir, con algo de sed… como cuando la merienda era sagrada y el hambre ley.
*
No voy a estar jugando al dominó con otros viejos. No voy a
mirar un culo hasta olvidarme qué estoy mirando, no voy a hablar de lo
idealista que fui en mi juventud. No voy a extrañar nada. Nunca extraño:
siempre pienso que algo se desató con mi último fracaso o mi última victoria.
Como si yo fuera la mariposa de un huracán por venir.
Tampoco me imagino tan bien vestido, ni orgulloso por tantos
años de laburo. No veo el discurso del sacrificio, ni eso de que la droga se
comió a la nueva generación. No me veo pasado ni perdido. No me veo cínico y
ermitaño. No me veo en paz. No veo resentimiento.
No me veo escapando de mi hogar para refugiarme en la cábala
resumida de la quiniela y las maquinitas tragamonedas. No sólo porque ahora no soy así: sobretodo
porque tengo tiempo para no serlo. Lo único incierto en todo esto es mi futuro.
Se trata de seguir sin aceptar que todo se comprende, sin que haya en eso una
lógica, sino un horizonte cargado de misterios.
Voy a ser un viejo de los que no conozco.
*
El chico tiene una remera de Batman.
Nunca patea al arco, siempre le pasa la pelota a su hermano
menor, aún cuando es él el que gambetea con talento a su padre, dejándolo
desparramado por el piso.
Intuyo que su padre lo odia por eso.
Intuyo que el niño no saca satisfacción del acto.
Intuyo que lo único que ese niño quiere es que su padre se
sienta orgulloso.
Y no, su padre está cegado. Él está cegado.
Su hermanito festeja cada gol como si se tratara de la final
del mundo.
Sin embargo, cada vez que va a buscar la pelota (patea
fuerte de modo innecesario), cada vez que se aleja, su rostro se cubre de
miedo.
Es chiquito. Muy.
Está ajeno a la guerra que se desata en esa porción de césped
y la remera de Superman le queda grande.
Casi puedo ver cómo el corazón le estalla en el pecho
cuando, al levantar la pelota, me mira, de modo fugaz.
*
Nuevos justicieros atiborrados de vodka insultan y amenazan
a un joven que vende medias. Lo corren a patadas voladoras, mientras señoras
bien con calzas ajustadas interrumpen su rutina y se llevan la mano a la boca,
mientras padres jóvenes tapan los ojos de sus hijos y apuran el paso. Todo se
paraliza unos segundos, para que el etílico grito de “tomátelas, no jodas más”
se eleve como vaho de un espejismo tonto y hostil.
La respuesta tiene forma de amenaza, la guerra siempre será
mañana, cuando algunos sean más, cuando otros sigan comprando alcohol difícil
de costear para el que se dedica a pasar de banco en banco, con el tan
practicado: “disculpá que te joda, no voy a mentirte diciendo que tengo una
enfermedad o algo así…”. Etc, etc, etc.
Me saco las zapatillas. Quiero pensar un rato, estar solo,
descansar, terminar la birra sin culpa. Puedo decir que no me importa, pero un
poco me avergüenza que mi dedo gordo del pie haya roto las vestiduras y asome
con una rebeldía estúpida e incómoda que mi inminente borrachera resignifica a
niveles que no puedo manejar.
Porque la violencia es esto y porque la violencia es
aquello.
*
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