EN EL MISMO LUGAR
*
Segundo día consecutivo que paso la mañana en
un banco. No un banco de plaza, un banco de esos con máquinas expendedoras de
dinero. Igual sí, primero me quedé un rato en la plaza más cercana. Respiré
hondo, me preparé para pasarla mal. Ayer fue horrible. Hoy fue peor. Me sentí
atrapado, me sentí estúpido, me sentí observado, me sentí manipulado, me sentí
rodeado. Todo eso y pobre, porque me quedé sin cobrar. Sigo sin cobrar.
“¡Vas a
cobrar!”, decía mi vieja cuando yo me portaba mal.
Es lógico que cuando no cobro me den ganas de portarme no muy bien que digamos.
Es psicológico.
La figura de la madre y la figura del banco son
la misma cosa, el mismo portal sangriento puesto en natural oposición: el
primer hogar propio contra las deudas que genera un monoambiente choto.
Naturaleza misma del capitalismo.
“Andate a la concha de tu banco” y “el puto
banco que te parió” deberían ser insultos válidos.
*
La mañana de hoy fue fresca. En un momento,
mientras intentaba tranquilizarme, se me erizaron los pelos de la nuca… mi
primer suposición fue que el miedo estaba actuando sobre mí. Después me di
cuenta de que se había levantado viento.
Miedo y frío.
Son cosas que a veces se confunden.
En la primavera el miedo persiste, el frío no
se va.
Entré al banco. Hice tres veces mal la cola.
Todo después de haber hecho las estúpidas preguntas de rigor: “disculpame, ¿la
cola para preguntar dónde se hacen las colas es acá?”.
Hay gente que a veces, sin querer, explica todo
mal. A esa gente la contratan en los bancos para que se paren por ahí y pongan
cara de que trabajan en el lugar. Entonces uno les pregunta algo y ellos hacen
su gracia.
Siempre sale bien: es decir, mal.
Me aferré a la mochila y empecé a hacer un
recorrido visual veloz por el lugar, sin detenerme en nada, pero al acecho,
mostrándome alerta. Estaba paranoico. Adelante mío había más de cincuenta
personas. Y la cosa avanzaba con lentitud. Un sonido tipo ding-dong y nosotros
dábamos un paso.
Junto al ding-dong un número aparecía en una
pantalla de leds. El número indicaba a qué caja tenías que dirigirte. Una
pavada. Recorrido fácil.
Ratitas psicológicamente destrozadas,
condicionadas.
Ratitas en busca de queso.
*
Al tercer o cuarto ding-dong, es decir tres o
cuatro adormilados pasos después, mi cabeza empezó a correr en círculos,
desesperada:
Banco. Estructura de
mentira dentro de edificio histórico, de histórica y sólida catedral. Babosa
dentro de casa-caracol. Banco. El banco son paneles. Todos paneles. Uno al lado
del otro. Paneles. Una cosa miserable. Nunca paredes. Ningún lugar en el que
apoyarse. Te apoyás y se cae. Todo. Pilas de papees. Papeles que sabes que ya
nadie va a leer. Como los carteles en los paneles. Cosas que anuncian cosas que
ya pasaron hace rato. Como los graffitis en la calle, a nadie le importan.
Envejecen y se los come el tiempo. Los paneles del banco quieren ser paredes,
pero son chetas y nacieron así, con el corazón ortiba. Un banco no puede
mantenerse en pie. Resoplás, frustrado, y parece que todo podría desmoronarse…
aunque es probable que el que se esté desmoronando seas vos. Hipotecas,
morosos, préstamos. Caras de incertidumbre, techos altos, risas que salen de
algún lado, alerta de hospital y seguimos avanzando por laberintos hechos con
cadenas de mentira. Laberinto zig-zag. El cebo es efectivo. Literalmente: el
cebo es efectivo. Blanca pulcritud, blancos los
bigotes de los rostros amarillentos que a veces se dejan ver. Pura perversión
de perfumes caros que huelen grasa. Rostros ajetreados, agujereados, algo más
que envejecidos. Rostros que se van a esfumar con el primer viento… polvo
apenas condensado en figura humana. El primer viento va a dejar al mundo sin
evidencias de lo que era un banco. Imagino papeles de colores lloviendo en una
danza hipnótica. Los papeles de colores que hoy vinimos a buscar. Lluvia de
próceres, idealistas, animales, todo junto. Cuánta vulnerabilidad. Un único
viento. Uno no necesariamente fuerte sino que constante… Uno que termine
empujando para finalmente lograr que…
DING DONG.
*
El tipo de adelante no se movió. Se quedó duro
en el lugar.
El pánico se apoderó de mí, con un morboso
cosquilleo en la panza de la curiosidad. Mariposas terroristas zumbando adentro
de las tripas. “Ya está”, pensé, “se cansó… Ahora saca un arma y nos mata a
todos…”. La imagen se vestía de surrealismo en mi cabeza: la sangre era
brillante, los movimientos de la violencia poéticos en niveles desorbitantes.
“¿Quieren cobrar? Ahora van a cobrar”. Imaginé
esas palabras en la boca del posible loquito, me imaginé a mi mismo susurrándoselas
al oído, como un regalo por liberarnos a todos del infierno, como homenaje
encubierto a mi vieja. Todo un cámara lenta, toda una humanidad volviéndose un bosquejo
de si misma, una pintura rupestre luego estudiada por generaciones
extraterrestres futuras; explicaciones en los museos del fracaso: “esto de acá
representa a un ser vivo que se da cuenta de que todo lo que está haciendo es
ridículo… saquen sus propias conclusiones…”.
Otro ding dong.
Los murmullos a mi espalda se intensificaron,
mi corazón se aceleró.
El loquito se dio vuelta y pude ver su rostro:
unos cuarenta años, bolsas bajo los ojos, barba en forma de púas. El rostro de
la tragedia, el rostro vengador, el rostro masacre, el rostro que ocuparía las
primeras planas de todos los diarios, rostro que aparecería en los noticieros,
rostro que se completaría con alguna biografía exagerada… rostro de un tipo que
mataba hormigas de chiquito, rostro de un tipo abusado por su padre, rostro de
adulto con niño interno de padres divorciados, rostro de fuma porro, de
nihilista, de oficinista ejemplar…
Toda la atención desviada. Nadie hablaría nunca
del banco, ni yo podría hacerlo, dado que ya me suponía como primer y orgullosa
víctima…
No me importó.
*
Antes del próximo ding dong, justo antes de que
los murmullos empezaran a mutar en insultos, el tipo me dirigió una fugaz
mirada y salió de la fila. Seguí su paso apurado y torpe, estirando el cuello.
“¿Te cuido el lugar?”, pregunté, sin proponérmelo.
No se volvió a girar.
Una vieja conchuda me metió un codazo para que
avanzara.
Avancé, aturdido y decepcionado.
El loquito no volvió.
Ding dong tras ding dong llegué a
la caja donde me informaron que faltaba que me registrara en no sé dónde,
haciendo no sé cuál fila.
“Ya fue, vuelvo mañana…”, le dije
a la mina de aros gigantes y bronceado ficticio.
No me dijo nada, no se solidarizó,
no me dijo que lo lamentaba.
Apretó un botón.
Ding dong.
*
Salí ahogado, respiré llenándome
los pulmones. Gasté mis últimos pesos en un paquete de cigarros, medio sin
saber qué otra cosa hacer.
Caminé hasta la plaza.
El loquito estaba sentado en el
mismo banco en el que yo me había sentado por la mañana. Me percaté de que era él
cuando ya estaba cerca y me pareció de mal gusto cambiar de rumbo a pesar de
que eso quería la parte de mí que empezaba a desintoxicarse de la presencia de otros
humanos, mientras no dejaba de dar pitada tras pitada a mi tubito de cáncer.
Me senté a su lado.
“No vuelvas mañana…”, soltó, sin
mediar saludo. “¿Cómo sabés que tengo
que volver mañana?”. “No vuelvas”. Me animé. No me animé a mirarlo a los ojos
pero me animé: “¿Vas a hacerlos cagar fuego a todos?”. Pareció pensarlo un rato
largo. “¿Estás loco, vos?”. Me quedé en silencio. No supe cómo explicarle que
el loquito era él. “No vuelvas”, siguió, con tono monocorde. “No te van a
pagar. No te van a pagar mañana ni nunca. Si les seguís la corriente vas a
terminar viviendo en ese banco…”. La idea me pareció espeluznante: “No quiero
vivir en un banco…”.
Nos miramos. Ahí sí nos miramos. Nos
miramos fuerte, más que fuerte. No sé qué pensó él, pero yo pensé en mañana, en
mi mañana, en todo el mañana.
“¿Tenés una moneda?”.
Luego, otra vez el viento, llevándose
lejos la posibilidad de una respuesta.
***